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El asesino del hielo – Jay Bonansinga

Aquella noche, mientras tenía lugar el séptimo asesinato en las sombras azotadas por la tormenta de un parque natural de Colorado, a dos mil cuatrocientos kilómetros más hacia el oeste, Ulises Grove se agitaba en un inquieto sueño en su apartamento de Virginia. Hacía meses que el especialista del FBI en psicología criminal no dormía bien. Todas las noches, su mente repasaba los detalles de los seis asesinatos sin resolver que habían llegado a conocerse como «la serie de Sun City» (bautizados así por la cerrada comunidad de Huntley, en Illinois, donde había sido descubierto el primero de ellos). Todas las noches, los callejones sin salida, las pruebas deterioradas y las firmas carentes de motivo carcomían el cerebro del criminalista como parásitos que socavaban su confianza. A veces, aquellas calenturientas cavilaciones se somatizaban en síntomas parecidos a los de la gripe, y Grove tenía que recurrir a las pastillas para poder dormir. Sin embargo, esa agitada noche, mientras se retorcía en sus arrugadas y húmedas sábanas, aferrándose al borde del sueño y con la morena piel color melaza reluciente de sudor, el criminalista era totalmente ajeno a lo que estaba sucediendo en la otra punta del país. Allí bajo los truenos y el estroboscópico resplandor de los rayos y relámpagos de un perdido rincón del Parque Nacional de Rocky Mountain, un hombre sin identificar surgía de una acequia de desagüe que bordeaba la tupida bóveda de píceas. Sostenía un arco de caza y se había pintado con negro de humo el enjuto y nervioso rostro. De mediana edad, alto, delgado y con la cabeza llena de voces, el asesino fijó el punto de mira en su siguiente víctima a través del velo de la oscura llovizna. El restallido de la cuerda del arco quedó completamente ahogado por el golpeteo de las gotas de lluvia en las copas de los árboles. La víctima —un trabajador negro de los servicios de limpieza cuya enorme tripa estaba a punto de desgarrar los botones de su chubasquero de ciudad— apenas tuvo tiempo de alzar la vista antes de que la flecha casera atravesara con un siseo el follaje a su espalda. El proyectil lo alcanzó en los músculos del cuello y lo empujó al camino. La sangre arterial humedeció el sotobosque mientras el basurero estaba tendido en el mohoso suelo y sus signos vitales se apagaban antes incluso de quedar inerte sobre el barro. El cubo de basura que sostenía volcó y rodó sendero abajo —una distancia exacta de doce metros, según determinarían tres horas más tarde los del laboratorio forense— haciendo un ruido hueco y retumbante como un timbal llamando a difuntos. De hecho, el estruendo fue tan fuerte y discordante que ahogó por completo el ruido de los pasos del asesino que se aproximaba por entre las sombras desde el oeste. Las suyas sí que eran pisadas firmes y decididas; con un propósito, por mucho que la víctima hubiera sido elegida al azar. Y es que existía una clara intención en lo que iba a hacerle a aquel cuerpo. Lo que el asesino se disponía a hacerle al cadáver no solamente proporcionaría la clave para resolver el caso de Sun City, sino que también determinaría el destino del hombre que acabaría dándole caza. El mismo hombre que, lejos, en la costa Este, forcejeaba en esos momentos con sus propios fantasmas. En la oscuridad del dormitorio, Grove se despertó con un sobresalto al oír el sonido de su móvil. Rodó a un lado mientras en su cerebro todavía perduraban los ecos de un sueño recurrente de tumbas innumerables y habitaciones desiertas, y rebuscó el teléfono que, como era costumbre durante las noches de la semana, se hallaba conectado al cargador. Como asesor de campo de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, Ulysses Grove no estaba de guardia las veinticuatro horas del día, pero casi; especialmente a raíz de las dificultades de un caso como el de Sun City. —Grove —masculló al teléfono tras haberse sentado al borde de la cama. Era un afroamericano alto, de facciones marcadas y cuerpo de corredor. Llevaba solo unos calzoncillos bóxer, y las piernas se le pusieron de carne de gallina por el frío de la madrugada.


—Tenemos otro —restalló la voz en el oído de Grove al comunicarle las noticias con la misma manera entrecortada y brusca con la que se esperaría recibirlas en tiempo de guerra en la carlinga de un avión. Grove reconoció inmediatamente la fuente así como la importancia de las palabras. —¿Sun City? —Sí. Esta vez en Colorado —respondió la voz de Tom Geisel, el jefe de la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Geisel hablaba con la misma dolorida determinación de un general confederado al rendir su guarnición. —Así que Colorado… —repuso Grove con un suspiro, frotándose el cuello y haciendo un esfuerzo por despertarse del todo y hacerse una idea de la situación. En la penumbra, su piel parecía casi de color índigo—. Eso significa que está viajando hacia el oeste, o al menos hacia el noroeste. —La cuestión es, muchacho, que debemos hacernos cargo del caso. —Lo entiendo. —Tenemos que echarle mano cuando aún está reciente. —Estoy de acuerdo, Tom. —Lo que quiero decir es que necesitamos tener a alguien allí desde hace diez minutos. —Voy para allá —contestó Grove poniéndose en pie. El suelo estaba frío bajo sus pies—. Cogeré el primer vuelo que salga de Dulles y estaré allí antes de que los de uniforme hayan acabado los donuts. Al otro lado del hilo se hizo el silencio. Grove respiró hondo y supo al instante lo que eso significaba: Geisel estaba preocupado, y no solo por el caso Sun City y las desagradables consecuencias provocadas por los doce meses de goteo de macabras fotografías de las escenas de los crímenes que habían caído en manos de la prensa y convertido al país en presa del terror, por no mencionar los furiosos grupos de ciudadanos y los indignados políticos que se echaban sobre el FBI acusándolo de chapucero; Geisel estaba preocupado por Grove, que empezaba a presentar síntomas de desfallecimiento bajo el peso de las expectativas. La presión era tremenda. Grove había sido incorporado al caso nueve meses atrás, después del segundo asesinato, y desde entonces prácticamente no había podido aportar ninguna ayuda. El problema no radicaba en la falta de pruebas directamente observables. El asesino era a todas luces una personalidad organizada que controlaba perfectamente sus acciones, alguien por completo consciente de lo que hacía. No, lo que tenía a todo el mundo en jaque era lo azaroso de sus acciones. Grove nunca había visto un modus operandi tan meticuloso y específico, y una firma tan concreta — en la forma en que cada víctima había sido cazada, despachada y colocada tras la muerte—combinados con una selección tan al azar. Tras el sexto asesinato, Grove tuvo la sensación de estar hundiéndose en arenas movedizas, ahogado por el peso del papeleo.

Normalmente, el FBI recibía el número suficiente de llamadas para tener a sus criminalistas ocupados en más de un caso a la vez; sin embargo, el caso Sun City había acabado convirtiéndose en una prioridad para Grove, en un ascua en su cerebro y después en un atizador al rojo que removía sus pensamientos y le perturbaba el sueño. Grove no estaba acostumbrado al fracaso. Tenía el índice de éxito más alto de todos los criminalistas del Buró. Él lo sabía. Sus colegas lo sabían y también sabían que él lo sabía. La modestia no figuraba entre las cualidades de Grove. Sin embargo, el caso Sun City amenazaba con hundir al criminalista hasta el nivel de los simples mortales; especialmente a la luz de un aspecto de la firma del asesino que no se había hecho público: la disposición post mórtem de todos y cada uno de los cuerpos. Al fin, la voz de Geisel rompió el silencio. —La verdad es que estoy pensando en que quizá deberíamos enviar a Zorn. —No hagas eso, Tom. —Ulysses… —No me interpretes mal: Zorn es un buen hombre, —Grove empezó a caminar al lado de la cama por el frío suelo de baldosas, frunciendo el ceño por la tensión nerviosa. Su apartamento estaba empezando a iluminarse con los pálidos rayos de sol que penetraban por entre las cortinas. La mínima decoración reflejaba la austera naturaleza del criminalista: el solitario y reluciente sillón de acero inoxidable del rincón y la lámpara escandinava de diseño que parecía una enorme aguja hipodérmica invertida. Resultaba extraño cómo Grove había eliminado de su vida todos los tejidos naturales, la madera y las esquinas redondeadas tras la muerte de su esposa a causa de un cáncer de ovarios, cuatro años antes. Había sido como si su fallecimiento hubiera arrancado todas las texturas de la vida de Grove y dejado únicamente agudos cantos metálicos en su lugar. —Verás… —prosiguió—, es que yo he estado en esto desde el principio. Necesito llegar al final. No me lo quites, Tom. Te lo pido por favor. Se produjo una larga pausa, y Grove agarró con fuerza el móvil mientras aguardaba. Al fin, la voz de Geisel regresó con un tono de cansada resignación. —Shirley te enviará el billete y la dirección por fax. Sal echando chispas y a ver si me descifras a ese monstruo.

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