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El Asesino de Policías – Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Mientras Beck investiga el asesinato de una mujer junto a su compañero Lennart Kollberg, el pasado vuelve a cruzarse en su camino para ponerle de nuevo frente a dos viejos conocidos: Folke Bengtsson, a quien ya había detenido tiempo atrás y que acaba de convertirse en el principal sospechoso del asesinato, y Ake Gunnarson, periodista incómodo donde los haya.


 

Llegó a la parada mucho antes que el autobús, el cual aún tardaría media hora. Treinta minutos de la vida de una persona no es mucho tiempo, que digamos. Además, ella estaba acostumbrada a esperar y siempre llegaba con antelación. Se puso a pensar en lo que prepararía de cena, y en qué aspecto tendría… es decir, sus pensamientos habituales. Pero cuando llegara el autobús, ya no pensaría en nada. Le quedaban sólo veintisiete minutos de vida. Era un día precioso, claro y el viento llevaba una punta de ese fresquito de principios de otoño, pero ella tenía el cabello tan bien arreglado que no le afectaban las condiciones meteorológicas. ¿Qué aspecto tendría? De pie, allí, al borde de la carretera, aparentaba unos cuarenta y tantos años. Era una mujer alta y robusta, de piernas rectas y caderas anchas, con un principio de obesidad que ella tenía mucho miedo de que se le viera. Vestía, por lo general, de acuerdo con la moda, a menudo a expensas de la comodidad, y en ese tempestuoso día de otoño llevaba una chaqueta verde brillante, medias de nailon y finas botas altas de cuero de suela gruesa. De su hombro izquierdo colgaba un pequeño bolso cuadrado con un gran broche de metal. El bolso era de color marrón, como sus guantes de antílope. Sus rubios cabellos habían sido bien rociados con laca y estaban muy bien peinados. No le vio hasta que él se detuvo, se inclinó y abrió la puerta de atrás de su coche. —¿Quieres que te lleve? —le preguntó. —Sí —contestó ella, ligeramente aturdida—. La verdad es que no… —¿Que no qué? —Bueno, no esperaba que nadie me llevara. Iba a tomar el autobús. —Sabía que estarías aquí —dijo él—. Y no he de apartarme de mi camino, como a veces sucede. ¡Vamos! ¡Entra! ¡Vamos! ¡Entra! ¿Cuántos segundos necesitó ella para entrar y sentarse al lado del conductor? ¡Vamos! ¡Entra! Él se alejó rápido, y pronto estuvieron lejos del pueblo. Estaba sentada con el bolso sobre el regazo, ligeramente tensa, tal vez aturdida, o al menos algo sorprendida. Si se sentía contenta o no, es imposible decirlo. Ni siquiera ella lo sabía.


Lo miró de reojo, pero la atención del hombre parecía estar concentrada totalmente en la conducción. Él se salió de la carretera, a la derecha; pero volvió a ella casi inmediatamente. Otra vez hizo lo mismo y la carretera empeoró rápidamente. Había que preguntarse si a aquello se le podía seguir llamando carretera. —¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella con una ligera risita de miedo. —Ya te enterarás. —¿Dónde? —Aquí —contestó él, frenando. Delante, él pudo ver las huellas de las ruedas de su propio coche sobre el musgo, marcadas pocas horas antes. —Allá —le dijo él con una inclinación de cabeza—. Tras el montón de leña. Es un buen sitio. —¿Estás bromeando? —Nunca bromeo sobre esas cosas. Parecía dolido o alterado por la pregunta. —Pero… mi chaqueta —dijo ella. —Déjala aquí. —Pero… —Tengo una manta. Él bajó del coche, lo rodeó y abrió la puerta para que ella saliera. Ella aceptó su ay uda y se quitó la chaqueta. La dobló con cuidado y la colocó sobre el asiento, al lado de su bolso. —Allí. Él parecía tranquilo y sosegado; pero no la tomó de la mano mientras se dirigía lentamente hacia el montón de leña. Ella le siguió. Hacía calor y daba el sol detrás del montón de leña, y a que aquel lado estaba resguardado contra el viento. Se oía el zumbido de las moscas y olía a hierba fresca. Era aún casi verano, y este verano había sido el más cálido en la historia del servicio meteorológico.

Aquello no era, en realidad, un montón de leña ordinario, sino un amontonamiento de troncos de haya, cortados a trozos y apilados hasta una altura de dos metros. —Quítate la blusa —le ordenó él. —Sí —repuso ella más bien tímidamente. Él esperó paciente mientras ella se desabrochaba los botones. Luego la ayudó a quitarse la blusa, cuidadosamente, sin tocar su cuerpo. La mujer se quedó de pie con la prenda en una mano, sin saber qué hacer con ella. Él la cogió y la puso con cuidado sobre el borde de la pila de troncos. Una tijereta zigzagueó sobre el tejido. La mujer quedó ante él, sólo con la falda, los pechos colgando pesadamente con el sujetador de color de la piel, los ojos mirando al suelo, la espalda contra la superficie lisa de la madera aserrada. Había llegado el momento de actuar, y él lo hizo de modo tan repentino y rápido que ella no tuvo tiempo ni de preguntar qué pasaba. No había sido nunca muy rápida en sus reacciones. Con ambas manos, él agarró la pretina a la altura de su ombligo y desgarró la falda y los panties en un solo movimiento violento. Era un hombre fuerte, y la tela cedió en seguida con un ruido parecido al que hace la lona al ser rasgada. La falda cay ó hasta sus pies, y él tiró de sus panties y bragas hasta las rodillas, y luego subió el hueco izquierdo del sostén, de modo que se le soltó el pecho pesadamente. Sólo entonces ella alzó la cabeza y le miró a los ojos. Ojos en los que había una expresión de disgusto, aborrecimiento y salvaje delicia. La idea de gritar nunca llegó a tomar forma en su mente. Además, hubiera sido inútil. El lugar había sido elegido con cuidado. Él alzó los brazos, cerró los poderosos dedos bronceados alrededor del cuello de ella y la estranguló. Cuando él apretaba la nuca de ella contra la pila de leños, la mujer pensó: ¡Mi cabello! Fue su último pensamiento. Él siguió oprimiendo su cuello un rato más de lo necesario. Luego soltó la mano derecha, y, manteniendo el cuerpo de la mujer erguido con la izquierda, con el puño derecho la golpeó en la ingle con toda la fuerza que pudo. Ella cayó al suelo sobre la hierba que olía a almizcle y las hojas secas del año anterior. Estaba casi desnuda.

Un estertor salió de su garganta. Él sabía que esto era normal y que ella ya estaba muerta. La muerte no es nunca bonita. Además, ella no había sido nunca bonita en su vida, ni siquiera de joven. Él aguardó cosa de un minuto hasta que su respiración recuperó el ritmo normal, y su corazón dejó de latir aceleradamente. Luego volvió a ser el mismo de siempre, tranquilo y sereno. Más allá de la pila de troncos había un gran montón de hojas secas acumuladas por la gran tormenta otoñal de 1968, y más allá aún, una densa plantación de abetos que y a habían alcanzado la altura de un hombre. La levantó en brazos y se sintió asqueado por el roce del pegajoso y húmedo mechón de pelos de los sobacos de ella contra las palmas de sus manos. Necesitó un rato para arrastrarla a través de un terreno sembrado de troncos caídos y raíces al descubierto; pero no vio la necesidad de apresurarse. A varios metros dentro de la espesura de abetos había una depresión pantanosa cubierta de agua enfangada y amarillenta. Arrojó allí a la mujer y pisoteó su cuerpo fláccido para que se hundiera en el barrizal. Pero primero la miró un instante. Aún estaba bronceada por el soleado verano; pero la piel de su pecho izquierdo estaba pálida y punteada de motitas de color pardo claro. Tan pálida como la muerte, podría decirse. Retrocedió en busca de la chaqueta verde y se preguntó por un instante qué haría con el bolso de ella. Luego recogió la blusa del montón de leña, envolvió con ella el bolso y lo llevó todo a la charca barrosa. El color de la chaqueta era llamativo, así que buscó un palo conveniente y empujó la chaqueta, la blusa y el bolso, hundiéndolos todo lo que pudo en el lodazal. Durante un cuarto de hora recogió ramas de abeto y pellas de musgo. Cubrió la charca de modo tan concienzudo que ningún caminante que casualmente pasara por allí se daría ni siquiera cuenta de que existía la charca barrosa. Empleó varios minutos en examinar el resultado de su obra e hizo varias correcciones antes de sentirse satisfecho. Luego se encogió de hombros y volvió a donde había dejado aparcado el coche. Sacó un trapo de algodón y se limpió las botas de goma. Cuando hubo terminado, tiró el trapo al suelo. Quedó allí, empapado y embarrado; pero eso no importaba. Un trapo de algodón puede estar en cualquier parte.

Eso no demuestra nada y no puede relacionarse con nadie en particular. Luego hizo dar media vuelta al coche y se alejó. Mientras conducía, se le ocurrió pensar que todo había ido bien, y que ella había recibido exactamente lo que merecía. 2 Había un coche aparcado frente a una casa de apartamentos de Rasundavägen, en Solna. Era un Chrysler negro con guardabarros blancos y la palabra policía con letras mayúsculas grandes y blancas sobre las puertas, capó y portaequipajes. Alguien que había querido describir más exactamente a los ocupantes del vehículo había puesto cinta adhesiva en la matrícula de negro sobre blanco para cubrir la curva inferior de la B en las tres primeras letras, BIG [1] . Los faros y las luces interiores estaban apagadas; pero el resplandor de los faroles callejeros relucía sin lustre en los brillantes botones de los uniformes y en los blancos correajes que había en el asiento delantero. Aunque sólo eran las 8.30 de una hermosa noche de octubre, estrellada y no muy fría, la larga calle se veía a grandes trechos completamente desierta. Había luces en las ventanas de las casas de apartamentos de ambos lados, y de algunas de ellas venía el frío resplandor azul de la pantalla de un televisor. Algún transeúnte ocasional lanzaba una curiosa mirada al coche de la policía; pero perdía interés rápidamente cuando su presencia no parecía relacionada con ninguna actividad observable. La única cosa que podía verse eran dos policías corrientes sentados ociosamente en el interior del coche patrulla. A los hombres que estaban dentro del coche no les hubiera importado un poco más de actividad. Llevaban allí sentados más de una hora, y durante todo ese tiempo su atención había estado fija en un portal al otro lado de la calle, y en una ventana iluminada del primer piso, a la derecha del portal. Pero sabían esperar. Tenían mucha experiencia. A cualquiera que se hubiese fijado más de cerca se le habría ocurrido que estos dos policías no parecían realmente policías corrientes. No es que hubiera nada equivocado en sus uniformes, que estaban de acuerdo completamente con las reglas e incluían correajes, porras y pistolas en sus fundas. Lo que parecía raro es que el conductor, un hombre corpulento de semblante jovial y ojos muy vivos, y su compañero, más delgado y ligeramente encorvado, con un hombro apoy ado en la ventanilla lateral, parecían tener unos cincuenta y tantos años de edad. Como norma, los coches patrulla los tripulan hombres jóvenes en buenas condiciones físicas, y cuando había excepciones a la regla, un hombre mayor iba siempre acompañado de un hombre joven. La dotación de un coche patrulla cuyas edades sumadas sobrepasaban los cien años, como en este caso, tenía que ser considerada como un fenómeno único. Pero había una explicación. Los hombres del Chry sler blanco y negro iban simplemente disfrazados de patrulleros. Y bajo este inteligente disfraz podían identificarse nada menos que el jefe de la Patrulla Nacional de Homicidios, Martin Beck, y su colaborador más próximo, Lennart Kollberg. Lo de disfrazarse había sido idea de Kollberg, basada en su conocimiento del hombre a quien intentaban capturar.

Era un tipo llamado Lindberg, conocido como El Hombre del Pan, un ladrón. Su especialidad eran los robos con escalo; pero había cometido ocasionalmente algún robo a mano armada, e incluso intentado una estafa, aunque con resultados peores. Había pasado entre rejas muchos años de su vida, pero era hombre libre de momento, ya que había cumplido su condena más reciente. Una libertad que duraría poco si Martin Beck y Kollberg tenían éxito. Tres semanas antes, El Hombre del Pan había entrado en una joyería de la parte céntrica de Uppsala, sacó un revólver y obligó al dueño a entregarle piedras preciosas, relojes y dinero en efectivo, por un valor de casi doscientas mil coronas. Hasta entonces todo le había ido relativamente bien, y El Hombre del Pan pudo haberse llevado su botín y largarse tranquilamente, pero de pronto apareció una empleada que salía de la trastienda, y El Hombre del Pan se dejó llevar por el pánico y le disparó un tiro que alcanzó a la mujer en la frente y la mató en el acto. El Hombre del Pan logró escapar, y dos horas más tarde, cuando la policía de Estocolmo fue a buscarle en el apartamento de su amante, en Midsommarkransen, se lo encontraron en la cama. La mujer afirmaba que él estaba resfriado y que no había salido de la casa desde hacía veinticuatro horas. Se procedió a un registro, pero no se encontraron anillos, joyas, relojes ni dinero. El Hombre del Pan fue detenido y sometido a interrogatorio, y se le careó con el propietario de la tienda, quien no se mostró seguro de identificarle, y a que el ladrón llevaba una máscara. Pero la policía no sintió tal vacilación. En primer lugar, podían suponer que El Hombre del Pan estaba sin un céntimo después de su larga permanencia en prisión, aparte de que, según un informador, El Hombre del Pan había aludido a un trabajo que estaba planeando « en otra ciudad» , y en segundo lugar había un testigo que, dos días antes del crimen, había visto a El Hombre del Pan recorriendo la calle donde estaba la joy ería, sin duda efectuando un reconocimiento. El Hombre del Pan negó haber estado siquiera en Uppsala, y finalmente hubo que ponerlo en libertad por falta de pruebas. Ya hacía tres semanas que la policía tenía sometido a El Hombre del Pan a continua vigilancia, convencida de que más tarde o más temprano visitaría el lugar donde había escondido el botín del atraco. Pero El Hombre del Pan parecía darse cuenta de que observaban todos sus movimientos. En un par de ocasiones incluso había saludado con la mano a los policías de paisano que lo vigilaban, y pareció que su único propósito era mantenerlos entretenidos. Se veía claro que no tenía dinero. Por lo menos no gastaba nada, ya que su amiga tenía un empleo y le proporcionaba comida y albergue, aparte de la ayuda rutinaria que él recibía en la beneficencia social una vez a la semana. Al final, Martin Beck decidió encargarse del caso personalmente, y a Kollberg se le ocurrió la brillante idea de vestirse de patrulleros. Como El Hombre del Pan era capaz de distinguir a gran distancia a los policías de paisano, pero siempre había mostrado desprecio e indiferencia hacia el personal uniformado, el uniforme, en este caso, sería el mejor disfraz. Así es como razonaba Kollberg, y Martin Beck, con algunas reservas, se mostró de acuerdo con él. Ninguno de los dos había esperado que esta nueva táctica diera resultados inmediatos, y se sintieron agradablemente sorprendidos cuando El Hombre del Pan se metió en un taxi tan pronto como se dio cuenta de que ya no era vigilado, y le hizo llevar a su domicilio en Rasundavägen. El hecho de que hubiera tomado un taxi parecía indicar algún propósito determinado, y ellos estaban convencidos de que iba a suceder algo. Si podían sorprenderle con los artículos robados y con el arma del crimen en su poder, el caso podría darse por terminado, al menos en lo referente a ellos. El Hombre del Pan llevaba y a en el edificio hora y media.

Lo habían podido vislumbrar en la ventana a la derecha del portal una hora antes; pero desde entonces no había ocurrido nada. Kollberg empezaba a sentir apetito. A menudo estaba hambriento, y con frecuencia hablaba de perder peso. De vez en cuando iniciaba una nueva dieta, que, por lo general, no tardaba en abandonar. Pesaba por lo menos dieciocho kilos de más; pero seguía trabajando a ritmo normal y estaba en buenas condiciones físicas. Cuando la ocasión lo exigía, era asombrosamente rápido y ágil dado su corpachón y su edad, pues casi tenía cincuenta años. —Ha pasado mucho tiempo desde que entró algo en mi estómago —dijo. Martin Beck no contestó. Él no estaba hambriento; pero sintió el repentino deseo de un cigarrillo. Casi había dejado de fumar dos años antes, después de recibir una grave herida de bala en el pecho. —Un hombre de mi estatura apenas necesita un huevo duro al día —prosiguió Kollberg. Si no comieras tanto no estarías tan gordo y si no estuvieras tan gordo no tendrías que comer tanto, pensó Martin Beck; pero no dijo nada. Kollberg, su mejor amigo, era un hombre muy quisquilloso. Él no quería herir sus sentimientos y sabía que Kollberg se ponía de muy mal humor cuando estaba hambriento. También sabía que Kollberg había insistido a su esposa para que lo mantuviera en una dieta de adelgazamiento, que consistía casi exclusivamente en huevos duros. Sin embargo, la dieta no fue un gran éxito, ya que el desayuno era la única comida que tomaba en casa. Las otras comidas las tomaba fuera, o en la cantina de la policía, y no consistían en huevos duros, como sabía muy bien Martin Beck. Kollberg inclinó la cabeza en dirección de una pastelería brillantemente iluminada que estaba a media manzana. —Supongo que tú… Martin Beck abrió la puerta que daba al bordillo y sacó un pie. —Claro. ¿Qué quieres? ¿Danés? —Sí, y un mazarin —contestó Kollberg. Martin Beck volvió con un paquete de la pastelería, y comieron tranquilamente sin dejar de vigilar el edificio donde estaba El Hombre del Pan mientras Kollberg comía, llenándose el traje de migajas. Cuando hubo terminado, echó hacia atrás el asiento una muesca más, y se aflojó el correaje. —¿Qué llevas en esa funda? —le preguntó Martin Beck. Kollberg se desabotonó la funda y le entregó el arma.

Era una pistola de juguete de fabricación italiana, muy bien hecha, maciza y casi tan pesada como la Walther de Martin Beck; pero incapaz de disparar otra cosa que no fueran tapones. —Bonita —dijo Martin Beck—. Cuando yo era chico me habría gustado tener una. En el cuerpo sabían que Lennart Kollberg se negaba a llevar armas. Casi todo el mundo tenía la impresión de que su negativa se basaba en alguna especie de principios pacifistas y que él quería dar ejemplo, ya que en el departamento de policía era el más entusiasta defensor de la supresión total de armas en circunstancias normales. Y todo eso era cierto, aunque sólo verdad a medias. Martin Beck era uno de los pocos hombres que sabían cuál era la razón en la que se fundamentaba la postura de Kollberg. Lennart Kollberg disparó una vez contra un hombre, a quien mató. De eso hacía y a más de veinte años; pero Kollberg no había podido olvidarlo nunca, y y a hacía muchísimo tiempo que no llevaba un arma, ni siquiera en misiones difíciles y peligrosas. El incidente ocurrió en agosto de 1952, cuando Kollberg estaba agregado a la segunda comisaría de Söder, en Estocolmo. Una tarde, a última hora, se dio la alarma en la prisión de Langholm, donde tres hombres armados, intentando libertar a un preso, hirieron a uno de los guardianes. Para cuando la patrulla de emergencia llegó con Kollberg a la cárcel, los hombres habían estrellado su coche contra la barandilla del puente de Väster al intentar escapar, y uno de ellos fue capturado. Los otros dos lograron huir hasta el parque Langholm, al otro lado del contrafuerte del puente. Se creía que los dos hombres estaban armados, y como Kollberg era considerado buen tirador, fue incluido en el grupo enviado al parque para tratar de rodear a los fugitivos. Con la pistola en la mano, se encaminó hacia el agua, y luego siguió por la orilla alejándose de la claridad de las luces del puente. Al cabo de un rato se detuvo en un suave saliente de granito que se proyectaba sobre la bahía, se inclinó y metió una mano en el agua, que le pareció cálida y suave. Cuando se incorporó, oy ó un tiro y sintió como la bala rozaba la manga de su chaqueta antes de dar en el agua a unos metros detrás de él. El hombre que había disparado estaba en alguna parte en la oscuridad, entre los matorrales de la ladera que se elevaba sobre él. Kollberg se arrojó inmediatamente de bruces al suelo y fue arrastrándose hacia la vegetación protectora a lo largo de la orilla. Luego empezó a trepar hacia una peña que surgía en el lugar desde donde había llegado el tiro, según él creía. Y claro, cuando llegó a la enorme roca pudo ver al hombre destacarse contra las claras aguas de la bahía. Estaba a quince o veinte metros de distancia. Vuelto a medias hacia Kollberg, empuñaba su pistola con la mano levantada y movía la cabeza lentamente de un lado a otro. Tras él, la escarpada cuesta descendía hacia la bahía de Riddar. Kollberg apuntó cuidadosamente a la mano derecha del hombre.

Justo cuando su dedo índice apretaba el gatillo, alguien apareció de pronto tras su blanco y se lanzó sobre el brazo del hombre y la bala de Kollberg, y luego, de repente, rodó cuesta abajo. Kollberg tardó en darse cuenta de lo que había sucedido. El hombre echó a correr y Kollberg disparó de nuevo contra él, y esta vez le hirió en una rodilla. Luego se dirigió hacia allí y miró colina abajo. Allá, al fondo, a la orilla del agua, estaba el hombre a quien él había matado. Un joven policía de su propia comisaría. A menudo habían estado juntos de servicio y siempre se llevaron muy bien. Al asunto se le echó tierra encima, y el nombre de Kollberg jamás fue mencionado en relación con él. Oficialmente, el joven policía murió de la herida que le causó una bala perdida, venida de no se sabe dónde, mientras perseguía a un criminal peligroso. El jefe sermoneó un poco a Kollberg y le dijo que esas cosas pasan, que no se lo tomara muy a pecho y no estuviera reprochándoselo toda la vida, y acabó recordando que el propio rey Carlos II de Suecia, por descuido e inadvertencia, mató una vez de un tiro a su caballerizo principal, que era su mejor amigo, y que esta clase de accidentes le pueden ocurrir al mejor de los hombres. Se supuso que esto era el fin de todo. Pero Kollberg no se recuperó nunca realmente, y, como resultado, hacía ya muchos años que llevaba una pistola de tapones cada vez que era necesario que pareciera armado. Ni Kollberg ni Martin Beck pensaron en nada de esto mientras permanecían sentados en el coche patrulla, esperando a que El Hombre del Pan hiciera acto de presencia. Kollberg bostezó y se agitó en su asiento. Era incómodo estar sentado tras el volante, y el uniforme que llevaba puesto era demasiado rígido. No podía recordar la última vez que había llevado uno, aunque, desde luego, hacía y a mucho tiempo. Había pedido prestado el que ahora llevaba, y aunque le era pequeño, no le estaba tan ceñido como le habría estado su viejo uniforme, que colgaba de una percha en un armario de su casa. Observó de reojo a Martin Beck, quien, hundido más profundamente en el asiento, miraba con fijeza a través del parabrisas. Ninguno dijo nada. Los dos se conocían desde hacía bastante tiempo, habían trabajado juntos durante muchos años, y no tenían necesidad de hablar sólo por hablar. Habían pasado innumerables tardes de la misma manera: dentro de un coche en una calle oscura, esperando. Desde que fue nombrado jefe de la Patrulla Nacional de Homicidios, Martin Beck no necesitaba en realidad dedicarse a las tareas de seguimiento y vigilancia, y a que disponía de personal para este menester. Pero de todos modos lo hacía a menudo, aunque generalmente esas tareas eran de lo más aburrido. No quería perder contacto con este aspecto del trabajo simplemente porque lo hubieran nombrado jefe y tuviese que dedicar más y más tiempo a las fastidiosas demandas de una creciente burocracia. Aunque una cosa, por desgracia, no excluía la otra, prefería estar sentado y bostezando dentro de un coche patrulla con Kollberg, a estar sentado y tratando de no bostezar en una reunión con el jefe nacional de Policía.

A Martín Beck no le gustaban la burocracia, ni las reuniones, ni el jefe nacional. Pero le gustaba mucho el trato con Kollberg, y le habría costado trabajo imaginarse esta tarea sin él. Ya hacía tiempo que Kollberg venía expresando en ocasiones su deseo de dejar el cuerpo de policía; pero últimamente parecía más decidido a llevar a cabo este propósito. Martin Beck no quería animarle ni desanimarle. Sabía qué Kollberg apenas tenía y a sentido de solidaridad con el cuerpo de policía, y que su conciencia le inquietaba cada vez más. También sabía que sería muy difícil para él obtener un empleo satisfactorio equivalente. En unos tiempos de tanto desempleo, cuando los jóvenes en particular, incluso graduados universitarios y profesionales bien entrenados de todo oficio, estaban sin trabajo, las perspectivas para un ex-policía de cincuenta años no eran demasiado brillantes. Desde luego, por razones de puro egoísmo, quería que Kollberg permaneciera en el cuerpo, aunque Martin Beck no era una persona particularmente egoísta, y el pensamiento de tratar de influir en la decisión de Kollberg jamás le había pasado por la mente. Kollberg volvió a bostezar. —Falta de oxígeno —dijo, y bajó el cristal de la ventanilla—. Tuvimos suerte de ser patrulleros en los tiempos en que los policías aún empleaban sus pies para caminar y no sólo para dar puntapiés a la gente. Uno puede sentir claustrofobia sentado en un sitio como éste. Martín Beck asintió. También a él le desagradaba la sensación de estar encerrado. Los dos habían empezado su carrera como policías en Estocolmo en los años cuarenta y tantos. Martin Beck había desgastado los pavimentos de Norrmalm, y Kollberg se había cansado de caminar por las estrechas callejuelas de la ciudad antigua. En aquellos tiempos aún no se conocían; pero sus recuerdos de aquel entonces eran, con mucho, los mismos.

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