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El ascenso de la Horda – Christie Golden

E PRÓLOGO l poder que irradiaba el desconocido se arremolinaba a su alrededor con tonos y vibraciones gloriosos, flotaba como una capa tras él y rodeaba su portentosa cabeza como si fuera una corona. Su voz era audible tanto a través de los oídos como directamente en la mente y le recorrió la sangre como una dulce canción desde hace tiempo olvidada y ahora, de repente, recordada de nuevo. Lo que ofrecía era tentador, era emocionante, y hacía que su corazón se encogiese de añoranza. Aun así, aun así… había algo… Cuando se hubo ido, los líderes de los eredar empezaron a hablar tranquilamente los unos con los otros, de manera telepática. —No es mucho pedir, para lo que nos ofrece —dijo el primero en hablar. Se estiró, tanto en el mundo físico como en el metafísico, exhalando ecos de fuerza. —Un poder así… —murmuró el segundo, perdido en sus cavilaciones. Era el más elegante, el más bello, y su esencia era gloriosa y radiante—. Y lo que ha dicho es cierto. Lo que nos ha enseñado, pasará. Nadie puede mentir sobre algo así. El tercero permanecía en silencio. Lo que el segundo había dicho era verdad. El método por el que este poderoso ser había demostrado la veracidad de lo que les ofrecía no podía ser falsificado, todos lo sabían. Aun así, esta entidad, este… Sargeras… había algo de él que a Velen no le gustaba. Los otros líderes eran al mismo tiempo amigos de Velen. Era sobre todo buen amigo de Kil’jaeden, el más poderoso y decisivo de los tres. Habían sido amigos durante los muchos años que habían pasado desapercibidos para los seres de más allá de lo que alcanza el tiempo. Que Kil’jaeden estuviera dispuesto a aceptar la oferta tenía más peso para Velen que la opinión de Archimonde que, aunque por lo general se hacía notar, podía estar ocasionalmente influido por su vanidad. Velen volvió a reflexionar sobre la imagen que Sargeras les había mostrado. Mundos por conquistar y, lo que era más importante, por explorar e investigar; pues, por encima de todo, los eredar eran una raza curiosa. Para unos seres tan poderosos, el conocimiento era lo mismo que la comida y la bebida para otros seres inferiores, y Sargeras les ofreció un tentador vistazo de lo que podrían conseguir solamente con… Sólo jurarle lealtad. Sólo prometer lo mismo para su gente. —Como de costumbre, nuestro querido Velen es el más cauto, —dijo Archimonde. Se podían entender esas palabras como un cumplido; pero, en su lugar, golpearon a Velen por su condescendencia.


Sabía lo que Archimonde quería conseguir, y Velen sabía que el otro entendía su indecisión simplemente como un obstáculo para lo que él, Archimonde, anhelaba en ese momento. Velen sonrió. —Sí, soy el más prudente, y algunas veces mi prudencia nos ha salvado tanto como tu decisión, Kil’jaeden, y tu instintiva impetuosidad, Archimonde. Ambos se echaron a reír y, por un momento, Velen se sintió reconfortado por su afecto. Luego se callaron y advirtió que ellos, como mínimo, ya habían tomado una decisión. Velen sintió un vuelco en el corazón al verlos marchar, esperando que hubiera tomado la decisión correcta. Ellos tres siempre habían trabajado juntos, sus diferentes personalidades se equilibraban mutuamente. El resultado era armonía y paz para su gente. Sabía que Kil’jaeden y Archimonde querían de verdad lo mejor no para ellos mismos, sino para aquéllos que lideraban. Compartía este sentimiento con ellos y, siempre antes, habían conseguido llegar a un acuerdo en este tipo de cosas. Velen frunció el ceño. ¿Por qué lo perturbaba el atractivo y seguro Sargeras? Los otros se habían inclinado por aceptar su oferta, obviamente. Sargeras les había dicho que los eredar eran exactamente lo que había estado buscando. Un pueblo fuerte, pasional y orgulloso, que le serviría para reunir a todos los pueblos. Les había dicho que los elevaría, que los cambiaría, los haría mejores, que les daría unos dones que el universo nunca antes había visto porque, de hecho, el universo nunca antes había reunido los poderes de los que Sargeras hablaba y la singularidad de los eredar. Y lo que Sargeras les había dicho, de hecho, era lo que iba a pasar. Y, sin embargo, sin embargo… Velen fue al templo, el lugar donde habitualmente iba cuando no tenía las ideas claras. Otros estaban allí aquella noche, sentados en círculo alrededor del único pilar en la habitación que guardaba el precioso cristal ata’mal. Era un artefacto antiguo, tan antiguo como para que ningún eredar pudiera recordar sus orígenes, e incluso más de lo que pudieran recordar de ellos mismos. La leyenda decía que era un don que les habían otorgado mucho tiempo atrás. El cristal les había hecho capaces de expandir tanto sus capacidades mentales como su conocimiento de los misterios del universo. Había sido usado en el pasado para curar, conjurar y, como Velen quería usarlo aquella noche, para recibir visiones. Con todo el respeto, se acercó hacia el cristal y tocó su superficie triangular. Su calor, como el de un animal acurrucado en su mano, lo tranquilizó. Respiró hondo, dejando que su familiar poder entrase dentro de él, retiró la mano y volvió al círculo.

Velen cerró sus ojos y se abrió todas las partes capaces de recibir la visión: su mente, su cuerpo y su intuición mágica. Al principio, lo que vio parecía sólo confirmarle lo que Sargeras les había prometido. Se vio a sí mismo al lado de Kil’jaeden y Archimonde, señores no sólo de su propio, noble y orgulloso pueblo, sino de muchos otros mundos. Un poder brillaba alrededor de ellos, un poder que Velen sabía que iba a ser tan embriagador como cualquier licor que pudiera beber. Había ciudades luminosas que estaban bajo su mando, así como sus habitantes, que se postraban ante ellos tres con vítores y gritos de adoración y lealtad. Había una tecnología tan avanzada como la que nunca podría haber soñado o esperado a través de sus investigaciones. Le habían traducido libros escritos en extrañas lenguas, que le revelaban una magia inimaginable y desconocida hasta entonces. Era una visión gloriosa, y su corazón estaba henchido de placer. Se dio la vuelta para mirar a Kil’jaeden, y su viejo amigo sonreía. Archimonde le puso la mano amistosamente sobre el hombro. Entonces, Velen bajó la mirada hacia sí mismo. Y gritó horrorizado. Su cuerpo era ahora de un tamaño descomunal, pero estaba torcido y distorsionado. Su suave piel azul era ahora negra y marrón, y nudosa, como el tronco de un árbol desfigurado por alguna enfermedad. Su cuerpo irradiaba luz, pero no una luz pura de energía poderosa y positiva, sino una luz de un tono verde enfermizo. Desesperadamente, se giró para contemplar a sus amigos, sus compañeros en el liderazgo de los eredar. Ellos también habían sido transformados. Ellos tampoco conservaban nada de lo que habían sido, sino que ahora eran… Man’ari. La palabra con la que los eredar se referían a algo horrorosamente malo, retorcido, poco natural y corrupto se estrelló contra su mente con la fuerza de una espada brillante. Velen volvió a gritar agónicamente y dobló sus rodillas. Retiró la vista de su cuerpo atormentado, en busca de paz, prosperidad y el conocimiento que Sargeras le había prometido. Pero sólo veía atrocidades; donde antes había una multitud de seguidores, ahora sólo veía cuerpos mutilados que, como el suyo, el de Kil’jaeden o el de Archimonde habían sido transformados en monstruos. Entre los muertos y los desfigurados, había seres dando saltos que no se parecían a nada que hubiera visto antes. Como perros extraños con tentáculos en sus espaldas. Diminutas y retorcidas figuras que bailaban y saltaban y se reían de la carnicería.

Criaturas aparentemente bellas, con las alas extendidas a sus espaldas, contemplaban lo que habían causado con deleite y orgullo. La tierra moría allá por donde sus pezuñas pisaban. No solamente la hierba, sino el mismo suelo; todo lo que daba vida era eliminado, succionado hasta dejarlo seco.

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