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El arte del crimen – Philip Kerr

Fue el novelista estadounidense William Faulkner quien afirmó en cierta ocasión que cuando uno escribe tiene que matar todo aquello que más quiere. Fue Mike Munns —otro escritor, aunque, al igual que yo, no era ni la mitad de bueno que Faulkner— quien bromeó con esa cita cuando telefoneó a mi piso de Putney ese martes a primera hora de la mañana. —Soy yo, Mike. Ya he oído eso de matar todo aquello que más quieres, pero eso es ridículo. —Mike, pero ¿qué coño…? No son ni las ocho. —Don, escucha, pon Sky News y luego llámame a casa. Resulta que John se ha cargado a Orla. Por no hablar de sus dos perros. Ya no veo mucho la televisión, del mismo modo que tampoco leo mucho a Faulkner, pero me levanté de la cama y fui a la cocina, preparé una tetera, puse la tele y al cabo de unos segundos estaba leyendo un titular que desfilaba por la parte inferior de la pantalla: APARECE ASESINADA EN SU APARTAMENTO DE LUJO DE MÓNACO LA ESPOSA DEL NOVELISTA SUPERVENTAS JOHN HOUSTON . Unos diez minutos después, el irlandés de ojos chispeantes que presentaba las noticias anunciaba los hechos escuetos antes de preguntarle a una periodista local ubicada delante de la característica puerta giratoria de vidrio de la Tour Odéon: —¿Qué más puedes contarnos, Riva? Riva, una atractiva rubia que vestía falda de tubo negra y blusa beis con una gran lazada al cuello, explicaba lo que se sabía hasta el momento: —La policía de Mónaco busca al escritor millonario John Houston en relación con el asesinato de su esposa, Orla, cuyo cadáver ha sido hallado a primera hora de hoy martes en su apartamento de lujo del exclusivo Principado de Mónaco. Se cree que su asesino también mató a los perros de la señora Houston. John Houston, de sesenta y siete años, a quien no se ha visto desde el viernes por la noche, hizo fortuna como autor de más de un centenar de libros y está ampliamente considerado como el novelista más vendido del mundo, con unas cifras que ascienden a más de trescientos cincuenta millones de ejemplares. Encabeza con regularidad la lista Forbes de los autores mejor pagados con ingresos que se estiman en más de cien millones de dólares al año. La señora Houston tenía treinta y siete años. Su nombre de soltera era Orla Mac Curtain, fue Miss Irlanda y una actriz galardonada con un Tony a la mejor protagonista por su interpretación de Sophie Zawistowska en La decisión de Sophie, el musical . Orla Mac Curtain estaba considerada una de las mujeres más bellas del mundo y acababa de escribir su primera novela. La pareja contrajo matrimonio hace cinco años en la casa del señor Houston en la isla caribeña de San Martín. Pero aparte del hecho de que su muerte está siendo investigada como un homicidio, la policía de Mónaco no nos ha facilitado información sobre las circunstancias exactas del fallecimiento de la señora Houston, Eamon. —Riva, Mónaco no es precisamente un sitio muy grande —dijo el presentador de las noticias —. ¿Tiene la policía alguna pista sobre el paradero de John Houston? —Mónaco tiene una extensión de apenas dos kilómetros cuadrados y limita con Francia por tres lados —respondió Riva—. Está a solo quince kilómetros de Italia y tengo entendido que se puede alcanzar la costa del norte de África en unas diez o doce horas. Houston tenía un barco y licencia de patrón, por lo que se considera que realmente podría estar en cualquier parte. —Es como una escena de uno de sus libros. John Houston estuvo en este mismo programa el año pasado y entonces leí uno que me pareció muy bueno, aunque no recuerdo el título. Me dio la impresión de que era un hombre muy simpático.


¿Ha explicado la policía la causa de la muerte? —Todavía no, Eamon. Apagué la tele, volví a llenarme la taza de té y estaba revisando los números de la lista de contactos del móvil para dar con el de Mike cuando sonó el fijo. Era Mike Munns de nuevo. —¿Lo estás viendo, Don? —preguntó. —Sí —mentí—. Pero creo que estás sacando conclusiones precipitadas, Mike. El hecho de que la poli de Monty esté buscando a John no quiere decir que sea el verdadero asesino. Los dos hemos escrito suficientes libros suyos para saber que una trama no funciona así. El marido es siempre el primer sospechoso y, en casos como este, el más evidente. Se da por sentado que estará entre los favoritos. A cualquier marido se le puede atribuir un móvil para asesinar a su esposa. Es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Así funciona siempre. Escucha lo que te digo, al final resultará que el asesino era otro. Un intruso. El amante de Orla, quizá. Suponiendo que lo tuviera. —Nil nisi bonum —dijo Munns—. Pero Orla era una zorra de veinticuatro quilates y desde luego no consigo imaginar quién podría quererla. Si John se la cargó, no puedo decir que se lo reproche al pobre cabrón. Seguro que yo habría matado a Orla de haber tenido que vivir con ella. Dios, esa mujer habría puesto a prueba la paciencia de santa Mónica. ¿Recuerdas cómo le daba de lado a Starri en la fiesta de Navidad? Starri, una finlandesa aburrida y monosilábica de Helsinki, era la mujer de Mike, pero costaba echarle en cara a Orla que no le hiciera caso en la fiesta de Navidad. Yo tampoco le tenía mucho aprecio a la esposa de Mike. La habría pasado por alto aun encontrándomela dentro de una taza de té.

Sonreí. —No digas nada de los muertos a menos que sea bueno —observé—. Eso es lo que se supone que significa nil nisi bonum , Mike. —Ya sé lo que significa, joder, Don —replicó Munns—. Lo único que digo es que tal vez Orla se lo tuviera merecido. Ella y los puñeteros chuchos. Y me sorprende oírte defenderla precisamente a ti. No le caías nada bien. Lo sabes, ¿verdad? —Claro que lo sé, pero, siendo estrictos, no la estaba defendiendo —dije—. Era a John a quien defendía. Mira, nuestro antiguo amigo y jefe es cantidad de cosas, y muchas de ellas aparecerían con cuatro asteriscos si se publicaran en un periódico, pero no es un asesino. Puedes estar seguro. —Pues no, no estoy yo tan seguro. John tiene un carácter de mucho cuidado. Venga, Don, ya lo has visto cuando se agarra un cabreo de los suyos. Era el puñetero Capitán Hurricane de los tebeos. Además, es fuerte. Tiene las manos como puertas de coche. Cuando aprieta el puño parece un martillo de demolición. No me gustaría vérmelas con él. —Ya te las viste con él, Mike. Si mal no recuerdo, le pegaste un puñetazo y, por algún motivo que aún se me escapa, él no te lo devolvió; cosa que, debo decir, demostró un control notable por su parte. Dudo que yo hubiera logrado contenerme tanto. Eso era más cierto de lo que Munns alcanzaba a entender. Yo siempre había querido pegarle un puñetazo en la nariz, quizá ahora más que nunca.

—Sí —reconoció Munns—, pero solo fue porque le avergonzaba cómo se había comportado ya. Por haberme echado una bronca tan violenta. —En honor a la verdad, también podría haberte despedido por pegarle, Mike —añadí—. Y tampoco lo hizo. —Solo porque me necesitaba para terminar un libro. —Es posible, pero creo que te estás apresurando demasiado a juzgarlo en este caso. —¿Por qué no iba a juzgarlo? Nadie conocía a John Houston mejor que nosotros. Mira, no le debo nada en absoluto. Y al final nos despidió a los dos, ¿verdad? Sus amigos y colegas. —No sin compensarnos. —Aquello fue dinero para pizza, si tenemos en cuenta lo rico que es. —Venga, Mike, se podría comprar toda una pizzería con lo que nos dio a los cuatro. —Vale, pues para un reloj, entonces. Gastaba más en relojes de pulsera de lo que invirtió en nuestro finiquito. Eso no me lo negarás. Oí que sonaba el móvil de Mike —Paperback Writer , el escritorzuelo de los Beatles— al otro extremo de la línea, y esperé un momento mientras atendía la llamada. «Peter —oí que decía Munns—. Sí, me he enterado. Lo sabe, ahora mismo estoy hablando con él. Te llamo luego. No, espera, tengo una idea mejor. ¿Por qué no quedamos los tres para comer? Hoy. ¿Te va bien? Vale. Espera un momento, se lo voy a preguntar a Don». Munns retomó su conversación conmigo por el fijo.

—Es Stakenborg —dijo—. Oye, ¿qué te parece si vamos todos a comer al Chez Bruce para hablar del asunto? El Chez Bruce es un restaurante en la zona sudoeste de Londres que caía cerca de donde vivían Mike Munns y Peter Stakenborg, en el cruce de Wandsworth y Clapham. —¿Qué hay que hablar? —dije—. Está muerta. John está en paradero desconocido. Igual él también ha muerto, solo que no lo sabemos todavía. —Venga, Don, no seas un capullo tan cenizo. Además, hace meses que no nos vemos los tres para charlar con tranquilidad. Estaría bien que nos pusiéramos al día. Mira, invito yo, si es lo que te preocupa. No era eso. —Quedar para comer me parte la jornada de escritura, eso es todo. No podré pegar ni golpe después de haberme bebido una botella de vino con vosotros, cabrones. —¿Estás trabajando en algo? —Sí. —En ese caso, insisto —dijo Munns—. Soy capaz de cualquier cosa con tal de interferir en el trabajo de un colega escritor. Venga. Di que sí. —Vale —dije—. Sí. —Estupendo. El menú del día es un chollo. ¿Pete? ¿Sigues ahí? Quedamos así. ¿Don? ¿Pete? Chez Bruce. Nos vemos a la una.

En el páramo culinario que es el sudoeste de Londres, el Chez Bruce es, con todo merecimiento, un caso único. Pese a la indudable excelencia de la cocina, no es un establecimiento más elegante de la cuenta. La clientela está formada sobre todo por parejas de amas de casa aburridas que se gastan las modestas bonificaciones de sus maridos en la City, pensionistas a los que les ha quedado el cien por cien del sueldo que despilfarran sus ganancias ilícitas y parejas de mediana edad que celebran —si esa es la palabra adecuada— sus pírricos aniversarios de boda. Fuera, en la estrecha calle principal, había una larga fila de tráfico casi inmóvil y detrás quedaba la enorme extensión de terreno apacible y de un verde inverosímil que es el parque de Wandsworth. El verano había llegado por fin apenas una semana antes, pero ya daba la impresión de que se había embarcado en el primer avión disponible y ahora iba rumbo a algún lugar más cálido. Desde luego, apenas habían visto el sol durante el fin de semana anterior en Fowey, que era donde se hallaba mi segunda residencia de Cornualles, llamada Manderley en honor de la casa de Rebeca , la novela de Daphne du Maurier. Creo que todas las segundas residencias de Cornualles llevan el nombre de Manderley. Como es natural, fui el primero en llegar al Chez Bruce, pues era el que venía de más lejos. Le eché un vistazo a la carta de vinos y pedí una botella de Rully: a sesenta libras, no era ni de lejos el vino más caro de la carta, pero sin duda nos quitaría las ganas de pedir nada más barato y con toda seguridad disuadiría a Mike Munns de pedir unas cuantas más. Estaba decidido a acabar la comida más o menos sobrio, sobre todo porque había ido en coche. Peter Stakenborg fue el siguiente en llegar. Era un hombre alto de aspecto ligeramente ansioso que llevaba lo que parecía una pelambrera de tejón en la cabeza, chaqueta de terciopelo azul, camisa blanca y pantalones de pana marrones.

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