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El Arte de no Decir la Verdad – Adam Soboczynski

A lo largo de treinta y tres historias ejemplares, Adam Soboczynski demuestra que el arte del fingimiento, que jugaba un papel esencial en la vida cortesana, experimenta un nuevo auge en la era capitalista. En esta vida, que define como un campo minado en el que el amor es el más bello de los engaños, no hay que ser auténtico, sino fingir para parecerlo. No en vano salpican el texto las citas de ilustres moralistas como Gracián, La Rochefoucauld o Baltasar de Castiglione. Un tipo casado que liga en una fiesta, un empleado que se busca la ruina por responder impulsivamente a un correo electrónico, un escritor fracasado, una joven historiadora del arte que pasa un fin de semana en una isla remota, un peluquero que celebra entre amigos la inauguración de su nuevo negocio o una maquetista de una revista de moda con problemas con los hombres son sólo algunos de los personajes que ilustran un auténtico catálogo de situaciones que podríamos protagonizar cualquiera de nosotros. Hilarante, ameno y agudo, pero a la vez profundo, brillante y provocativo, corresponde al lector decidir si se toma este texto inclasificable como un retrato crítico de nuestra sociedad o como un peculiar manual de instrucciones para triunfar en ella. «Adam Soboczynski escribe frases bonitas e inteligentes como las de antaño. Algo en el tono y en el contenido recuerda a Adorno, a Walter Benjamín y a Siegfried Kracauer, aunque con menos pathos y más humor». TOBÍAS BECKER, Der Spiegel.


 

CÓMO RECHAZAR CONSIDERADAMENTE A LAS MUJERES ENAMORADAS Una situación peliaguda: alguien está enamorado de uno, pero uno no le corresponde. En un caso así, la cortesía obliga a proceder con delicadeza. Pongamos que usted es un hombre. En la fiesta de cumpleaños de una vieja amiga suya, hacia la una de la madrugada, conoce a una mujer. Ya está comprometido, pero la mujer lo ignora, y usted tampoco se apresura a revelarle que sale con alguien que esa noche se ha quedado en casa por culpa de un ligero resfriado. Tiene dos motivos para ocultarle esta información: por un lado, no hacerlo sería tomado como una ofensa. Una breve mención a la persona con la que comparte su vida sería una manera tosca de dar a entender a la mujer de esa noche que se ha percatado de su interés por usted. Por otro lado, oculta su relación porque el encuentro no está desprovisto de cierta tensión incipiente que a usted, por lo menos durante las horas que dura una fiesta, le apetece saborear. Habla del trabajo, de sus dificultades de relación con el jefe, de viajes pasados y futuros (¡Roma, Finlandia en otoño!), de si cocinar es divertido o más bien irritante, y tras la tercera copa de vino, que les ha soltado la lengua a ambos, usted y la mujer de esa noche están de un humor divertido-jovial. Observan y critican a los demás invitados. Intercambian comentarios despectivos sobre una mujer de edad madura que se muestra extraordinariamente animada. Criticar permite medir el grado de familiaridad. El que critica expresa abiertamente sus pensamientos más bajos, y espera de ellos que sean apreciados. Esa noche, efectivamente, son apreciados: usted y la mujer se ríen juntos. De pronto se ha hecho muy tarde, en algún lugar cae al suelo una botella de cerveza, cuatro mujeres achispadas bailan exaltadas al son de una canción hortera de los ochenta. Usted se mantiene apartado del tumulto, en un rincón solitario, y casi se produce un impensado contacto con su interlocutora, la insinuación de un beso. ¡Hora de marcharse! Tras la cuarta copa de vino, que alberga en su seno el peligro de un encuentro incontrolable, abandona precipitadamente la fiesta.


Con el pretexto de tener un montón de trabajo a la mañana siguiente, se despide de su nueva amistad con un discreto abrazo mientras acuerdan encontrarse pronto para tomar un café. Algo resultaba molesto. ¿Quizá su risa demasiado escandalosa? ¿O aquellos agresivos zapatos de punta que sugerían falta de clase? Al fin y al cabo, son siempre estas nimiedades las que acaban decidiendo en cuestión de amores. Aunque quizá se trataba sencillamente del temor mezquino a las complicaciones que traen consigo las aventuras amorosas, a la confesión que, tarde o temprano, no habría podido evitar: efectivamente, usted ya está con alguien, aunque, bueno, ¡faltaría más!, tampoco tiene nada contra un romance sin compromiso. Ah, pero habría que hablar. No le gusta hablar de una relación antes de que empiece. Después de todo, seguramente los zapatos no han tenido nada que ver. Dos días más tarde, naturalmente, llega su SMS: « ¿Un café? ¿Hoy? ¿O mejor mañana?» . Redactado con intencionado buen humor. ¿Qué hacer? Nada, será lo mejor. No reaccionar. Aunque… no responder justo después de la fiesta… no puede ser. Mejor: ganar algo de tiempo. Así que responde: « Encantado, pero ahora demasiado ocupado. Escribo próxima semana. ¡Besos!» . Al cabo de una semana, no escribe nada de nada. Un modo ejemplar de cortar el contacto. Ahora, la rechazada tiene una mala opinión de usted. Ya contaba con ello, pues aquel que pretende rechazar a la enamorada con delicadeza debe dar cuanto antes la impresión de ser una persona de poco fiar, y sobre todo de ser una persona enormemente difícil. Difícil, no malvada, naturalmente… ¿Quién sabe si la enamorada volverá a encontrarse alguna vez con usted? ¿O si, mediante calumnias, intentará dañar su reputación? Rechazar consideradamente a las mujeres enamoradas jamás debe perjudicar al rechazador. Se trata más bien de conseguir con maestría que las enamoradas crean que son ellas las que han perdido el interés por uno. Tratar a las mujeres enamoradas con delicadeza significa hacer brotar en ellas el autoengaño. Por otro lado, resulta particularmente enojoso el caso en que, por culpa de una lacónica retirada, a uno se le atribuye cierta aura de misterio; el caso en que las mujeres, debido al presunto carácter complicado de uno, se sienten atraídas por él y lo quieren curar, motivo por el cual escriben un segundo e incluso un tercer SMS de no menos excelente humor. En este caso, lo único que da resultado es un obstinado silencio.

Sin embargo, como es de suponer, en esa fiesta no todo el mundo es tan prudente como usted. La mayoría, tras la cuarta copa de vino, hace lo posible por abandonarse al viejo juego de los cuerpos. Entonces, a lo sumo unos pocos días tras el primer encuentro, en algún dormitorio sonará de fondo una música suave. Y a la mañana siguiente alguien se sentará a la mesa de la cocina, mirará por la ventana, removerá su taza y fingirá estar de un humor excelente. Y presentirá que, tras una tórrida noche de amor, volverá a ser objeto del deseo. En estos casos, resulta muy socorrida la argumentación, tan manida, de que no se está preparado, que la última relación ha sido tormentosa y traumática, que sencillamente todavía no se ha superado, no se ha recobrado el equilibrio, y que las heridas del alma, aún sin cicatrizar, impiden brotar al nuevo amor, por otro lado tan maravilloso. En ese momento, hay que poner ojos tristes y encogerse de hombros. También se puede mostrar cierto desconcierto. Al menos a algunas enamoradas, eso las desalienta. A otras no. Existen las enamoradas pertinaces. Las enamoradas pertinaces inquieren el verdadero motivo de la falta de amor; las enamoradas pertinaces, las muy infelices, presienten que uno miente. Pero ¿y si es el aspecto externo lo que no nos es del todo satisfactorio? Resulta impensable responder que la culpa es de la edad, del exceso de kilos, de la piel desagradable de la mujer enamorada. En un caso así, hay que responder siempre con evasivas, mostrando un enorme desconcierto, alegando que cuesta expresar en palabras las cuestiones de amor. Lo que, bien mirado, es completamente falso, pero constituye una afirmación cuy a plausibilidad goza del asentimiento general. Sólo a los bárbaros, los dictadores y los jeques puede no importarles cómo rechazar consideradamente a las mujeres enamoradas. Todos los demás, presten atención: el amor no correspondido sólo se extingue mansamente cuando la enamorada cree, erróneamente, que se ha dejado engañar por la primera impresión que se ha llevado de su enamorado. 2 CONTROLAR LOS ARREBATOS Los arrebatos incontrolados, ya sean de alegría o de cólera, deben evitarse casi siempre. Exponen nuestras intenciones y nuestras debilidades al oponente. El carácter exaltado es propenso a cometer errores; el pensamiento frío es la base de la inteligencia. A menudo, el destinatario de un correo electrónico impertinente se enfada con razón. El impulso de responder inmediatamente con un correo todavía más impertinente es enorme. En este caso, lo primero que hay que hacer, en lugar de precipitarse sobre el teclado hecho un basilisco, es tranquilizarse. Los correos insolentes se suelen camuflar bajo la apariencia de exigencia legítima: « Apreciado señor Walter, tal como acordamos, aquí tiene mi cuenta de gastos correspondiente al viaje a Roma. Agradecería se me abonara una transferencia en el menor plazo posible.

En breve le haré llegar los comprobantes. Atentamente, Hans Strass» . El señor Walter, empleado en una prestigiosa agencia inmobiliaria, había encargado al señor Strass, trabajador por cuenta propia, que viajara a Roma con el objetivo de vender dos inmuebles. Su jefe le había rogado insistentemente que, dado que la empresa se encontraba en una situación financiera algo delicada, organizara un viaje económico. Por ello, el señor Walter había acordado con el señor Strass una estancia de tres días con alojamiento en un hotel de dos estrellas. ¡Menudo susto se llevó el señor Walter al abrir el archivo adjunto con el listado de los gastos! En lugar de tres, el señor Strass había pasado siete días en Roma, y además alojado en el Grand Hotel Parco dei Principi, frente a los jardines de Villa Borghese. El señor Walter, temiendo el rapapolvo de su jefe, visualizó al señor Strass en su cabeza: repantigado en el jacuzzi mientras sorbía un cóctel con una sonrisa irritante en el rostro, haciendo subir mujeres jóvenes a su habitación y fumando grandes puros en el vestíbulo del hotel. Así que el señor Walter, corroído por envidiosos pensamientos sobre la Ciudad Eterna, se precipitó sobre el teclado hecho un basilisco: ¿con qué derecho se permitía el señor Strass semejante desfachatez? En primer lugar, las facturas no se enviaban por correo electrónico, sino por correo postal y acompañadas de los correspondientes justificantes. Dejando esto de lado, que ni se le pasara por la cabeza que nadie de la respetable casa le abonaría aquella suma exorbitante. ¡En ese momento, el señor Walter no podía saber que, en Roma, el señor Strass, haciendo gala de sus magníficas habilidades negociadoras, había cerrado unos contratos de compraventa extremadamente ventajosos! En su fuero interno, el jefe estaba tan admirado que había decidido no sólo ofrecer al señor Strass un contrato fijo, sino convertirlo en uno de sus más estrechos colaboradores. Los correos hostiles casi siempre se reenvían. Por norma general, al jefe. Y así fue también en nuestro caso. Unos minutos más tarde, el jefe, un hombre robusto en la cuarentena, se abalanzaba sobre el señor Walter con el rostro encendido de ira: ¿se había vuelto loco? ¡Importunar de ese modo al amable señor Strass por un par de euros! ¿Quién se había creído, para darse aquellos aires? ¿Es que él, el jefe, tenía que encargarse personalmente de todos los asuntos del negocio? El señor Walter, agitándose alterado en su silla, palideció: ¿qué había hecho mal? El jefe no respondió, hizo un gesto despectivo con la mano, sacudió la cabeza y, dando un portazo, abandonó el despacho con todo el aspecto de estar disgustado. ¡Qué mal durmió el señor Walter las noches siguientes! Haber perdido la simpatía del jefe de aquella manera se le hacía insoportable. Desde que su hija se había ido de casa y su mujer había fallecido, la agencia era para él como un elixir de vida en medio de una existencia, por lo demás, poco dada a las alegrías. ¡Cómo habían cambiado los tiempos!, reflexionaba a menudo el señor Walter durante esas noches mientras daba vueltas cansinamente en la cama. Antes, cuando aún estaba el viejo, el padre de su jefe actual, el mundo guardaba un orden. Ciertamente, el padre tampoco tenía un carácter fácil y solía beber a escondidas, lo que le confería un humor voluble, pero en aquel entonces todavía valía el principio la palabra es de oro. El viejo nunca habría tergiversado los hechos de un modo tan burdo (« ¡un par de euros!» ), nunca le habría humillado de aquella manera. Resulta fácil advertir que el señor Walter cometió dos errores graves. No sólo no contempló la posibilidad de comentar primero discretamente con su jefe la contrariedad que suponía una factura excesiva, sino que además, no pudiendo reprimir su arrebato, se había precipitado a contestar el correo irreflexivamente. Sin duda alguna, su respuesta rezumaba una vieja antipatía hacia el señor Strass, a quien había conocido unos meses atrás durante una cena de la asociación de las agencias inmobiliarias de la ciudad. Esa noche, el señor Strass, un hombre joven y alto, se había mostrado muy locuaz. Se le oía contar todo tipo de anécdotas y, más tarde, cuando la reunión empezaba a disolverse, él seguía charlando familiarmente con el jefe en la barra, tal como, no sin inquietud, pudo observar el señor Walter.

El correo del señor Strass era una trampa evidente que el señor Walter habría podido evitar fácilmente. Hay un principio que siempre se cumple: una frase que ha sido pronunciada o escrita ya no se puede retirar; en cambio, el que se muerde la lengua y controla sus emociones se deja puertas abiertas. Si el señor Walter hubiera reflexionado unos instantes, con toda seguridad su respuesta habría sido distinta. Por ejemplo, así: « Apreciado señor Strass, muchas gracias por su correo. ¡Espero que, aparte del trabajo, haya podido disfrutar de algunas horas de ocio en Roma! Tras examinar su hoja de gastos, he advertido que éstos han sido más elevados de lo acordado. Si me pudiera explicar brevemente el motivo de ello le estaría enormemente agradecido. Atentamente, y en la esperanza de que volvamos a coincidir en breve, Heinrich Walter» . En este caso, el señor Strass habría tenido que dar explicaciones. Seguramente le habría respondido al señor Walter que precisamente en esas dos fechas en las que tenía lugar el viaje había sido imposible encontrar habitación en ningún hotel de dos estrellas. Entonces, con una pequeña investigación, el señor Walter habría tenido ocasión de comprobar que en los dos días en cuestión habría sido perfectamente posible, de hecho habría sido de lo más sencillo, encontrar un alojamiento económico. Se lo habría escrito al señor Strass con la más exquisita cortesía, aunque sin esconder una ligera irritación. En definitiva: a medida que se hubiera desarrollado ese intercambio de correos, el señor Strass se habría sentido cada vez más abochornado. Con un poco de suerte, pronto habría reaccionado con ofuscación y, en vista de su escasez de reservas financieras, habría exigido con intransigencia la suma reclamada y, una mañana en la que se hubiera levantado con mal pie, habría escrito un correo al señor Walter en el que le habría instado a « ahorrarle de una puta vez aquellas minucias» . El señor Walter se habría tomado su tiempo, habría impreso el intercambio de correos, se lo habría mostrado a su jefe y habría expuesto humildemente que no era su intención hablar mal de los colaboradores externos, pero que había surgido un problema cuya solución requería su consejo. ¡Qué sencillo habría sido darle la vuelta a toda esta historia sólo con que el señor Walter no se hubiera alterado tanto! Aquel que no es capaz de controlar sus arrebatos, deja su interior al descubierto y se vuelve muy vulnerable. Esto no significa que no podamos mostrarnos enojados o tristes. Enfurecerse certeramente para intimidar a un oponente es una práctica de lo más habitual. Pero jamás debe hacerse por correo, y a que, como todo el mundo sabe, los correos se suelen reenviar. En cambio, irrumpir de vez en cuando en el despacho de un compañero susceptible para llamarle la atención con desmesurada violencia sobre algún error o algún pequeño descuido puede resultar útil para ganarse un poco de respeto. Todo un arte, mostrarse premeditadamente airado en público, por ejemplo durante una reunión. En este caso, deberemos defender nuestro punto de vista con una vehemencia tal que los presentes crean que la ira nos perjudica más que nos ay uda. Nos lo podemos permitir de vez en cuando, siempre que con ello transmitamos la imagen de ser una persona muy nuestra y con las cosas muy claras. Nuevamente, esta estrategia exige un grado tan refinado de fingimiento que sólo es recomendable para los expertos en dicho arte. 3 FINGIR Hemos dejado atrás dos historias que nos han ilustrado el hecho de que nos pasamos la vida actuando, teniendo que actuar, para expresar deseos, pensamientos y anhelos que en realidad ¡son fingidos! Y todo para tratar a los demás con delicadeza, para que en el futuro no nos perjudiquen y para tomar ventaja frente a nuestros competidores. Para ello, nos servimos del cuerpo y del lenguaje, frágiles herramientas que ponen al descubierto que desde que nos asomamos a este mundo una grieta nos recorre; que estamos escindidos en un interior espiritual y un exterior corpóreo; que queremos ser auténticos y, como mucho, lo parecemos.

Nunca somos del todo nosotros mismos; la Creación, desde que caímos en el pecado original, es puro teatro. « Ser veraz» , ya lo dijo el filósofo, significa simplemente « mentir según una convención establecida, mentir borreguilmente en un estilo obligatorio para todos» . Fingir es ocultar las intenciones, los rasgos del carácter, las opiniones. El amable saludo a un compañero de trabajo que no nos cae bien, el mismo que en la oficina siempre sonríe con suficiencia y se cree sin motivo alguno superior a nosotros, y a es, en rigor, fingimiento. Hay días en que le daríamos una bofetada. Pero no lo hacemos. Cuando despreciamos a alguien, lo saludamos si cabe con mayor amabilidad. Sin la buena educación, que amortigua nuestras pasiones y transforma la vida cotidiana mediante leves mentiras, sin la represión de los instintos, sin la obligada distancia, seríamos tan abiertamente peligrosos como sólo lo son los animales. Resulta asombroso comprobar hasta qué punto nuestra convivencia está impregnada del obstinado autocontrol de todos nosotros, o, mejor dicho, hasta qué punto este autocontrol la hace posible. Y con qué facilidad la mayoría de personas consiguen, a pesar de todo, creerse seres morales. En este autoengaño, lo que se finge es el propio fingimiento. Hace algún tiempo, se observó que el arte del fingimiento experimenta un auge cada vez que una época de crisis golpea al hombre. En otro tiempo los cortesanos revoloteaban con ahínco alrededor de los príncipes, como polillas alrededor de la luz, y lo que hoy llamamos mobbing era práctica habitual: se daban codazos los unos a los otros, se ridiculizaba al contrario, se buscaban con empeño sus puntos flacos; todo para no sufrir en carne propia el declive social. Igual que ocurre hoy en día en cualquier departamento de ejecutivos, en cualquier empresa mediana, en cualquier colectivo de profesionales liberales, en cualquier comercio, en cualquier brigada de limpieza. La vida pacífica sólo se puede alcanzar viviendo en un país próspero que no conozca triunfadores y perdedores. Algunos lo llegaron a experimentar: hijos de un asombroso crecimiento económico, estudiaron hasta que se les encanecieron las sienes, discutieron sobre Trotski hasta quedar afónicos, intercambiaron parejas hasta que la libido se agotó. Entonces se refugiaron en las apacibles orillas del funcionariado y el matrimonio para engendrar algún que otro retoño. En las cocinas de los pisos compartidos había que ser auténtico. En ellas alcanzó su cénit la gran eclosión de la psicología que habían cultivado los siglos burgueses. Alrededor de las mesas salpicadas de cera, tras satisfactorios juegos amorosos, se discutía sobre el orgasmo femenino y sobre cómo éste se vivía a la vista del patriarcado, aún no del todo superado. ¡Menudo triunfo sobre los recatados padres: finalmente se podían desnudar con voz afeminada los más sutiles recovecos de la mente! Algo parecido cuentan algunos alemanes de la RDA cuando recuerdan con vaga melancolía la amabilidad que en otro tiempo brotaba en cada esquina de cada fachada desconchada. ¡Con qué naturalidad se ayudaban unos a otros con raras piezas para sus automóviles destartalados! Y, en los bares, ¡los obreros se sentaban en la barra junto a los catedráticos, y todos vivían en el mismo edificio! Aquel que entre hoy en día en uno de esos acogedores bares en los que suena de fondo una música suave puede aún vislumbrar restos del antiguo culto a la autenticidad. Hombres y mujeres, sentados con empalagosa intimidad bajo la luz mortecina, exploran minuciosamente los entresijos del alma humana. Somos la última generación que todavía podrá vivir por un breve espacio de tiempo del milagro económico de sus abuelos. La vida de esos hombres y mujeres había transcurrido como una larga tarde de domingo.

Crecieron en los años ochenta, la década más aburrida del siglo, como se ha dicho con acierto: Nicole cantaba en Eurovisión por un poco de paz y Boris Becker jugaba un poquito al tenis. Pero, hoy, aquel que escuche atentamente conversaciones en los dormitorios equipados con estanterías Billy como un espectador que entra en ellos distraídamente, escuchará y contemplará de nuevo el viejo juego del fingimiento. Naturalmente, el fingimiento nunca desapareció del todo. Forma parte de la naturaleza del hombre, como cortarse las uñas o caminar erguido. Sólo que, dado que el porvenir parecía perfectamente previsible, durante un tiempo no valió la pena intrigar. Ahora, como antaño, lo que realmente importa es qué vestir, qué camiseta tiene más estilo, con qué coche lucimos más; pero aquel melancólico buen humor se ha agotado, y desde luego no sólo en esta generación: el estrés, el móvil que suena incluso en plena noche, el quinto contrato de prácticas consecutivo y todavía ningún trabajo decente en perspectiva… Demasiado poco tiempo, dicen los triunfadores. Otro traslado, dicen los que se ven superados. Vamos de ciudad en ciudad, cambiamos de trabajo, ascendemos de categoría, descendemos de nuevo, colaboramos en proy ectos que cambian, con equipos que cambian, a las órdenes de jefes que cambian, y comprobamos sesenta y siete veces al día nuestro correo electrónico. La movilidad es frenética, la competencia feroz, pero el fingimiento resplandece por doquier: el mundo nunca ha sido tan amable, raras veces ha venido envuelto en tan dulces palabras. El colérico pertenece al pasado; el futuro es de los seductores. En tiempos de convulsión social hace su aparición estelar el artista del fingimiento. Pasaron de moda los grandes burgueses que posaban en arrugados álbumes de fotos con traje de tres piezas y monóculo, así como los obreros de porte orgulloso, majestuosamente erguidos frente a enormes máquinas, con las mangas remangadas, armados para la lucha de los cuerpos; pasó de moda la certeza de un empleo fijo en el sentido clásico. Nadie se rebela. No se amotina el empleado, tampoco el profesional liberal ni el autónomo económicamente dependiente. Sólo las clases más desfavorecidas se arrastran de vez en cuando por las calles de la capital, en grupos dispersos y desolados, armados con pancartas deshilachadas, silbatos y aliento a alcohol. ¿Rebelarse? Eso pertenece al pasado. ¿Rebelarse contra quién? ¿Contra el jefe que atiza con el látigo a los empleados? ¿Deberíamos entrelazar los brazos y derribarlo? Impensable: ya no existe el jefe contra quien dirigir la ira; ahora es la persona más amable del mundo. Además, no existe ningún Nosotros. Existe el Yo, el Yo acorazado que lucha hábilmente por su carrera. El enemigo ya no se sienta arriba; arriba ya sólo está el cielo. El enemigo se sienta al lado, en la misma planta llena de mesas de oficina. Es lo que se llama jerarquía plana. ¿Cómo hay que comportarse para imponerse? Siempre con una sonrisa. El hombre versátil de nuestro tiempo no hace jamás lo que finge hacer. Se comporta como el camaleón: adopta el color de la piedra sobre la que reposa.

El hombre de hoy en día, se dice, es rápido de reflejos, no tiene ataduras con el lugar en el que se encuentra y tiene capacidad de adaptación. Conceptos muy acertados, sin duda. Se trata de conceptos propios de la vida aristocrática, de cuando el cortesano era enemigo de todos los demás cortesanos, labraba su carrera con ahínco o rivalizaba por una conquista amorosa. En la corte ya no era el caballero de antaño, que luchaba con lanza y espada; ahora, sus armas eran las palabras atinadas y los gestos maliciosos. Igualmente, hoy y a nadie profiere eslóganes en el matadero de la calle, sino que se camufla en su vida diaria detrás de la amabilidad. El padre del arte del fingimiento, el sombrío jesuita Baltasar Gracián, conocía perfectamente el engaño, la adulación y el hablar a espaldas de los demás que caracterizan nuestros días. Y de eso hace trescientos cincuenta años. Él y otros moralistas contemporáneos suyos nos acompañarán de vez en cuando en nuestras historias. Estos pensadores no pretendían hacer progresar moralmente al ser humano, sino únicamente desenmascararlo; no pretendían mejorarlo, sino sólo comprender su red de coordenadas moral; no pretendían refinarlo éticamente, sino enseñarle a comportarse con astucia. Y eso mismo pretendemos nosotros. Para el hombre de nuestro tiempo. Pues si el mundo era duro entonces, duro sigue siendo hoy en día: basta echar un vistazo alrededor. ¿Qué es la vida? Un campo minado. ¿Y el fingimiento? La condición necesaria para nuestra ascensión. ¿Y qué es el amor? El más bello de los engaños.

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  1. Es un libro magnífico que relata tal cual las relaciones sentimentales tan variadas y cómo se ha de proceder en caso de encontrarte en esas situaciones. Lo recomiendo.
    Clara

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