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El arbol y la enredadera – Dola de Jong

Conocí a Érica en 1938 en casa de Wies, una conocida común con la que yo mantenía una relación superficial y a la que no dedicaba mucho tiempo. Las seis semanas durante las que Wies y yo compartimos habitación de hospital no me alentaron a entablar una relación de amistad más estrecha, sencillamente porque durante aquel mes y medio me harté un poco de ella. Wies era una de esas mujeres que, en cuanto se le brinda la ocasión de estar a solas con una persona del mismo sexo, arroja sobre esta una red de compañerismo femenino. Y mi única escapatoria, la huida precipitada, no era posible en aquellas circunstancias. Además, Wies poseía la insensibilidad de su especie, porque ni mi falta de entusiasmo ni el fingirme dormida la disuadían de seguir soltando confidencias. Después de recibir el alta, dos semanas antes que yo, venía a visitarme a menudo y me traía flores y dulces. Después de aquello no me pareció correcto ignorarla del todo, así que de vez en cuando aceptaba algunas de sus reiteradas invitaciones a pasarme por su casa. En aquella época me horrorizaba ofender a la gente, cosa que no puedo reprocharme y además es justo recordar que gracias a una de aquellas visitas conocí a Érica. Una calurosa tarde de verano me monté en mi bicicleta para ir a casa de Wies. Reconozco que estaba deseando no encontrarla en casa. Le echaría una notita en el buzón, deber cumplido y listo. Sin embargo, llamé al timbre, la puerta se abrió y volví a verme atrapada en su red. Érica estaba recostada en el sofá frente a las puertas abiertas del balcón. Pareció dudar un segundo si ponerse en pie o permanecer tumbada para presentarse. Mi mano extendida la obligó a decidirse y con un ágil movimiento de piernas se levantó del sofá. Me cayó bien en el acto y gracias a ello me olvidé de que me había acercado a casa de Wies solo por compromiso. Hoy, después de tantos años, aún sigo viendo a Érica en el instante en el que se levantó del sofá y me tendió la mano. En su rostro joven y redondo había una expresión que la envejecía, inclinándole hacia abajo las comisuras de los labios, y sus penetrantes ojos castaños destilaban melancolía. Llevaba sandalias, calcetines de un azul chillón, una falda plisada y una blusa sport roja de cuello abierto. Llevaba el cabello rubio cortito, con un fleco en la nuca, como un muchacho urgentemente necesitado de un corte de pelo. En realidad, vestía como las militantes de las Juventudes Socialistas, un espécimen de chicas con las que yo nunca me había sentido del todo cómoda. En mi oficina había unas cuantas así y yo las evitaba. Pero Érica parecía diferente. Aquella primera tarde me dio la impresión de que le costaba aceptar que era una mujer adulta y que por esa razón se vestía de aquella manera. Más adelante pensé que su forma de vestir quizá fuera la solución más simple a un periodo de apuro económico.


Ahora ya sé que no. Aquella tarde en casa de Wies, Érica entró en mi vida. Nos habíamos conocido por casualidad. A menudo me pregunto qué habría sido de mi vida sin Érica. Durante mucho tiempo pensé que mi papel en nuestra relación se había limitado al de espectadora, pero ahora sé que no fue así, que cambié el rumbo de mi vida por Érica. Quién sabe si eso fue lo mejor que me pudo suceder o si hubiera sido más feliz sin ella. Yo desde luego no lo sé. Creo que fuimos a vivir juntas solo un mes después de conocernos. Yo ya tenía previsto cambiarme de casa. Estaba harta de las patronas y de la rutina de la residencia femenina de estudiantes donde me había instalado tras la muerte de mi padre y de donde por comodidad no me había movido. Érica, por su parte, buscaba casa después de una última y definitiva discusión con su madre. El contrato de arrendamiento del piso del Prinsengracht lo firmé yo. Érica trabajaba como periodista en el Nieuwspost y ganaba un salario de principiante. El puesto que ocupaba, solo un escaloncito por encima de los voluntarios, era el anzuelo con el que se enganchaba a los jóvenes en aquellos años para después poder explotarlos. Ella ya había trabajado de voluntaria durante dos años en un periódico de provincias, periodo durante el cual había dependido económicamente de su madre. Por aquel entonces estaba devolviéndole el dinero a «Madre», lo cual era un círculo vicioso, una fatalidad que afectaba a mucha gente joven en aquella época de desempleo. Durante nuestro primer año juntas yo me reía del modo en que Érica hablaba de su madre. Sucediera lo que sucediera, ella solo se quedaba con la parte humorística de la anécdota. Yo aún no comprendía lo que se ocultaba detrás de las bromas de Érica y me divertía su talento descriptivo cuando hablaba de «Madre». —Madre me ha telefoneado —exclamó un día al regresar de la oficina mientras subía las escaleras de casa—. El general se va de vacaciones y no quiere que Madre le acompañe. Y, una vez arriba, me hizo un relato minucioso de las quejas de su madre sobre el hombre de cuya casa se ocupaba, un jubilado al que calificaba de perdonavidas. Nuestro primer año de convivencia en el apartamento del Prinsengracht estuvo lleno de sorpresas. Yo aceptaba el comportamiento a menudo extraño de Érica sin apenas intervenir o hacerle comentarios, lo que hoy me resulta difícil de entender. Me percataba de sus problemas y conflictos, eso sí, pero en aquella época estos se proyectaban como siluetas sobre una pantalla blanca.

Fue más tarde cuando las imágenes adquirieron forma y color gracias a la perspectiva de fondo que fui ganando. Aquel primer año me ahorré el suplicio de saber y comprender lo que estaba sucediéndole, por la sencilla razón de que me propuse ir a mi aire. Habíamos decidido que cada una hiciera su propia vida. Nos habíamos impuesto esta condición por el deseo pueril de conservar una determinada —imaginaria— libertad, una concesión mutua que en el fondo no deseábamos ni necesitábamos, pero que entonces considerábamos un concepto que debíamos respetar. En realidad, se trataba de una reacción agresiva contra nuestra infancia —que supongo que Érica sufrió más que yo—, durante la cual se nos habían brindado escasas oportunidades para dar salida a nuestras ansias de libertad. Nos ateníamos a nuestro pacto de forma forzada —así lo veo ahora—. Aquel deseo de independencia me impidió ofrecer y aceptar una amistad más profunda. El afán de no inmiscuirnos la una en la vida de la otra convirtió el primer año de nuestra convivencia en un tour de forcé, un largo ejercicio de autodisciplina para mí. Debido al carácter inestable de Érica, no existía ningún tipo de regularidad en nuestros quehaceres domésticos. A pesar de todo, se impuso una cierta rutina, que respetábamos sin poner objeciones. Hablábamos poco de esas cosas; nuestra convivencia transcurría con naturalidad. Convencí al propietario de la casa de la necesidad de derribar un tabique, con lo que la habitación de Érica ganó el espacio de la estancia intermedia. Mi cama se apoyaba contra las puertas correderas y, aunque estas permanecían siempre cerradas, por las noches antes de dormir nos era posible charlar un rato, ella desde su cama de la pequeña alcoba y yo detrás de las puertas correderas. Las puertas que separaban nuestras habitaciones las había cerrado yo incluso antes de firmar el contrato de arrendamiento. Habíamos ido a visitar por tercera vez el apartamento para asegurarnos de que habíamos tomado la decisión acertada. Cuando pensaba en las obligaciones que implicaba alquilar una casa, me inquietaba un poco, sobre todo por las noches. Pero yo no decía nada. Aquel domingo por la tarde, estando yo en la habitación de atrás y Érica en el cuarto de en medio, le pregunté: —¿Estás segura de que quieres la estancia intermedia, Érica? Ella asintió con la cabeza, plenamente convencida. —Sí, prefiero el ruido de los coches y los sonidos de la calle a eso de ahí —respondió y señaló con el dedo las puertas abiertas del balcón por las que se veía la parte trasera de las casas de la calle que discurría paralela al canal. Y añadió—: Estoy hasta las narices de las broncas y discusiones de pareja. No entendí bien a qué se refería. La casa del general, con quien vivían Érica y su madre, estaba en la elegante avenida Minervalaan. Pero no indagué más. —Pues entonces pediremos que nos tiren ese tabique y así ganarás el espacio de la pequeña alcoba. Si no, tu parte es demasiado pequeña; mi cuarto es mayor.

En ese anejo podrías colocar tu cama y tal vez una mesita… —«Que nos tiren ese tabique» —me imitó ella—. Ya, ¿tú te crees que el propietario es tonto? —Ya me ocupo yo del asunto —contesté y me sentí de repente muy segura —. Si no, corremos nosotras con el gasto. Érica me lanzó una mirada escrutadora. —Tú sabes que no tengo dinero, ¿verdad? Pero, bueno, si estás tan segura de que el propietario… —¿Estamos de acuerdo? —insistí—. ¿Firmamos? Asintió moviendo la cabeza despacio, sin entusiasmo y sin apartar su mirada de mí. Primero cerré las puertas del balcón, como buscando una breve prórroga, y, a continuación, mirando a Érica con complicidad, cerré las puertas correderas que separaban las dos estancias. El gesto pretendía sellar el pacto de preservar nuestra libertad. En aquel momento no fui capaz de expresar aquella idea con palabras. Nuestra decisión, que celebramos después tomando un café en un bar, no había sido más que un epílogo. Érica habló poco, nos tomamos el café y cada cual se fue por su lado. Al día siguiente me llamó desde el periódico: —¿Cuándo vas a firmar el contrato? —A mediodía. —¡Acuérdate del tabique, eh! Durante las semanas siguientes Érica se mostró muy animada. Con un optimismo tenaz, ignoraba los pequeños contratiempos que conlleva instalarse en una nueva vivienda. Dejaba en mis manos la resolución de los problemas. Al parecer, el que yo hubiese conseguido el permiso del propietario para tirar el tabique la había convencido de mi habilidad para ese tipo de gestiones. No le conté que había tenido que firmar un contrato de dos años para lograr la colaboración del propietario. «Ocúpate tú de ello», me decía cuando le mencionaba cuestiones como el empapelado de la pared y el suministro de agua caliente. Alentada por la confianza que Érica había depositado en mí, encontré el valor para emprender algunas empresas que no habría osado acometer en otras circunstancias. Incluso llegué a endeudarme. Ella estaba volcada en la tarea de amueblar su habitación. Era muy habilidosa en el manejo de las herramientas. Jamás había visto a una mujer con tanta maña para la carpintería. Sus dedos, cortos y fuertes, manipulaban la madera y el martillo con tal seguridad que al cabo de dos semanas ya pudo instalarse en su habitación amueblada con lo básico. Como no tenía dinero para comprar enseres, arrastraba hacia el Prinsengracht toda clase de objetos desechados que encontraba por la calle y que por la noche transformaba en prácticos muebles.

Durante aquellas semanas sentí la necesidad de acercarme cada tarde un rato al apartamento del Prinsengracht, como un gato que instintivamente se familiariza con su nuevo hogar, y, cuando a media noche me volvía a la residencia, veía que la luz de su habitación continuaba encendida. Dejaba a Érica en el piso inclinada sobre su trabajo de aquella noche, una rodilla sobre la madera, el serrucho sujeto en su fuerte mano, un mechón del cabello lacio caído sobre los ojos, la blusa oscurecida por el sudor. Mientras me alejaba a lo largo del canal seguía oyendo los martillazos o el chirrido del serrucho. Cuando al día siguiente por la tarde le pregunté si había trabajado mucho rato la noche anterior, me contestó restándole importancia: —Hasta las cuatro de la madrugada, creo. Empezaba a clarear el día. Por la noche el canal está muy tranquilo. Al menos eso ya lo sé. En otra ocasión me dijo: —Decidí quedarme a dormir aquí. No me merecía ya la pena volver a casa. —Y señaló una silla que acababa de tapizar—. Es cómoda y muy suave. Al parecer Érica estaba acostumbrada a trasnochar. Me pregunté varias veces si en el futuro ella me impediría dormir lo suficiente, porque yo era de las que necesitan ocho horas de sueño ininterrumpido. Érica se ocupó del traslado de mi cama y de mis enseres, algo que no me esperaba. Se había opuesto a mi intención de contratar una empresa de mudanzas con el comentario de «eso es tirar el dinero». —¿Entonces qué? —le había preguntado yo con timidez, cohibida por el tono de su voz, que hacía parecer mi propuesta un acto de despilfarro. —Pues ya veremos. Me dejó en la incertidumbre hasta el último día, y cuando, un poco cortada, le recordé su responsabilidad, me contestó: —El mozo de almacén de Padre pasará por tu casa con la carreta mañana por la tarde a las cinco y media. Procura estar lista. Era la primera vez que mencionaba a «Padre». Hasta aquel momento yo había supuesto que su padre ya no vivía, y que «Madre», siendo viuda, estaba obligada a ganarse el sustento. Del silencio de Érica yo había inferido una conclusión totalmente equivocada. Tampoco entonces dio más explicaciones, y yo no tuve el valor de preguntarle. Recuerdo bien nuestra primera noche en el nuevo apartamento. El mozo de almacén tuvo que hacer dos veces el recorrido de mi residencia al apartamento.

La primera vez la carreta iba medio llena con los enseres de Érica que había recogido en la casa del general. Cuando al fin el hombre se marchó, después de que Érica le dijera «dale recuerdos a Padre» y yo le ofreciera cinco florines, nos enfrentamos al caos. Estuvimos ordenando nuestras cosas hasta las once de la noche. Perdimos bastante tiempo recorriendo el pasillo de un extremo a otro, porque las puertas correderas seguían cerradas. Cuando regresamos de tomar un café y huevos fritos en una pequeña cafetería del barrio y después de echarles un vistazo a los resultados del trabajo de Érica, comprendí al fin aquello que me había inquietado vagamente durante la mudanza. Sabía que algo se me había escapado, y con el ajetreo y la confusión no me había parado a pensar qué. Sus bultos sobre la carreta —algunas cajas, una maletita, una silla y una máquina de escribir— me habían dado un poco de pena, sí, pero me había tranquilizado la idea de que en su nuevo hogar le esperaban sus muebles. Su habitación me había parecido un poco vacía, lo que atribuí a la mudanza, a que faltaba vaciar las cajas y organizar las cosas. Pero en aquel momento, al acercarme a su puerta para darle las buenas noches y ver que estaba desatando una cuerda enrollada alrededor de un rollo de mantas, de repente mi di cuenta de cuál era el problema. —¡Érica, tu cama! ¿Dónde tienes la cama? ¡Te has olvidado la cama! Érica se irguió mirándome con una sonrisa tímida que le torció la boca. —Yo duermo en el suelo —contestó. A pesar de la sonrisa, su voz sonó seria y categórica. Pero me obligué a insistir. —Pero lo que no puedes es… Qué locura… —Yo duermo en cualquier sitio —me interrumpió—. Un día de estos me compraré una cama, de segunda mano. No te preocupes. Seguramente Érica añadió esto último al inferir de la expresión de mi cara que yo me reprochaba a mí misma no haberme percatado antes de lo que sucedía. Me invadió un sentimiento de indignación que no logré ubicar. —¿Por qué no me dijiste nada? Podría haberte prestado el dinero, ¿no? Érica se sentó encima del rollo de mantas y se rodeó las rodillas con los brazos. Esta vez se echó a reír a carcajadas. —¿Tú no has dormido nunca en el suelo? Imagínate que hubieras tenido que huir a causa de un incendio o una inundación… —Anda, Érica, déjalo ya… No supe qué decir. Por mucha voluntad que le echara, yo no lograba tomarme aquello a la ligera, no era capaz de reírme con ella. Pero Érica ya se había callado. Giró la cabeza y miró unos minutos por la ventana. De pronto se hizo un silencio tan profundo que oí el tictac del reloj de mi habitación.

—Madre no quiso entregarme la cama —dijo mientras seguía mirando las oscuras siluetas de los árboles que se alzaban en el canal iluminado por la luna. —Seguro que la cama era propiedad del general —bromeé para ayudarla. Aún lo recuerdo muy bien. A propósito, siempre he guardado un mal recuerdo de aquel episodio. Érica se encogió de hombros. —Bueno… que descanses… —dije. —Que ronques a gusto. —Nuestra primera noche —le contesté. ¿Qué más podía decirle? —Sí. Aquella noche pasé muchas horas despierta. Aunque la casa del canal era silenciosa, era incapaz de conciliar el sueño

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