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El animal mas triste – Juan Vico

Un grupo de amigos se reúne en una casa del Bajo Pirineo donde, entre copa y copa, desempolvan viejos fantasmas; entre ellos, un cortometraje experimental titulado El animal más triste, que rodaron en sus años universitarios. Tras el visionado de la cinta y una fugaz visita a las ruinas de un pueblo abandonado de la zona, Paula, la más joven del grupo, escribe un relato que, a partir de ese momento, impregnará toda la novela con la consistencia viscosa del deseo como una especie de hado fatídico. Una novela plagada de resonancias literarias y cinematográficas donde la infidelidad sexual se convierte en correlato de esa otra infidelidad que el paso de los años nos obliga a ejercer contra nosotros mismos. Una oscura y envolvente novela en la que subyace una sutil reflexión en torno a los ocultos resortes del deseo y la necesidad de explicar el mundo a través del arte.


 

Bailo sobre mi silla giratoria, soy un ágil derviche consagrado a la mística de la rutina. Me concentro en las ruedas traqueteantes, sus pequeños fragmentos de rotación cósmica, su precaria música de las esferas. Las horas siguen distribuidas ordenadamente en el reloj de la pared: he renovado mis votos. Pues no hay igualdad ni exactitud en la labor del minutero, solo la mecánica arbitraria de su señorío. Alabémosla. A las pausas reglamentarias (los cafés, los cigarrillos, el menú nuestro de cada día, uno y trino, en el restaurante de la esquina) demos gracias. Consulto el correo por última vez antes de apagar el ordenador. Me topo con un mensaje sin título de Roberto. El clic del ratón en la oficina medio vacía retumba como la pisada de un intruso en una caverna. Ningún texto en su interior, únicamente un archivo adjunto. Lo descargo y bajo a cero el volumen. Aparezco en la pantalla. Mi imagen brota en una escena que pugna por escapar de sus límites, el color oscilando más allá del borde de las siluetas, los píxeles reventados, el movimiento lacerado por interferencias horizontales. Se trata sin duda de una vieja grabación digitalizada. Aparece mi cuerpo sin mí, la sombra de un adolescente bailando en una fiesta ignota, en el centro de una habitación mal iluminada. Desde el vórtice de esa noche perdida, mi perfil líquido protesta. Canta el frío de los resucitados, aunque no oiga su voz, mientras alguien se va acercando por detrás con su sonrisa de viernes incrustada. Disfruta del puente, Jonás, pronuncia una boca cualquiera. Y yo, el derviche bien educado, respondo con cortesía y espero a que el perfume de su propietaria se esfume hacia la salida. He cerrado el vídeo de inmediato. Mi mano súbitamente envejecida cierra ahora todas las ventanas y borra el historial de navegación.


Nada puede, sin embargo, contra esa desazón que quedará flotando alrededor de la mesa hasta que la señora de la limpieza pase su gran bayeta comunal. En el salón, el portátil apagado es un ídolo ciego y amenazante. Cecilia no ha llegado todavía. Las mismas imágenes de hace un rato ofrendan a continuación su sonido: un zumbido grave formado por risotadas y música en descomposición. Mi rostro se expone de nuevo a mi mirada con inconsciencia u osadía, carne reflotada por la marea. No me reconozco, concluyo. Porque no me recuerdo, rectifico. El abismo de este desgarrón no tiene mucho que ver con el vértigo de los años, es algo más restringido, más molesto y recalcitrante. No ubico esta escena, eso es. No identifico el espacio, neutro en exceso, y ninguna cara me resulta lo suficientemente familiar. Amigos circunstanciales, acaso, y Roberto que debe de estar tras la cámara. Hay otra cosa, no obstante, que me concierne solo a mí; es decir: ¿soy yo, en realidad? Ni siquiera singularizo el vestuario, de tan aséptico, una simple camiseta negra, unos vaqueros. No llevo gafas. El cabello cae lacio sobre la frente, una masa oscura difuminada por la mala calidad de la grabación. Y nada más, ninguna pista temporal, ningún punto de referencia. Vuelvo a ver el trozo de vídeo, una, varias veces. Expando la ventana y la imagen se pulveriza. Congelo un fotograma, lo examino. Copio luego el primer plano fijo de mi rostro y lo manipulo con un programa de edición: filtro, limpio, convierto los rasgos en una máscara grotesca, los aumento hasta la abstracción buscando no sé muy bien qué, como en aquella secuencia de Blow-Up en la que el fotógrafo descubría los indicios de un crimen entre los volúmenes de una instantánea desproporcionadamente ampliada. Pero en mi pantalla solo persiste una estúpida trama de rectángulos, así que regreso enseguida a la imagen en movimiento. Contesto a Roberto. Estoy seguro de que en algún momento del fin de semana obligará al grupo a disfrutar de mi baile ancestral; quizás entonces, cuando concrete con grandilocuencia la fecha o las circunstancias, desaparezca la extrañeza que sus imágenes me producen. Le pregunto en vano de dónde ha sacado la grabación y dejo que la pantalla se oscurezca nuevamente. Arrastramos un carro por el pasillo de las bebidas. Miro la etiqueta trasera de una botella de vino.

No hace falta que compres ninguna, dice, mejor hacerlo allí, en esa zona hay bodegas de sobra. Por breves o anecdóticos que sean nuestros viajes, Cecilia sucumbe siempre a la necesidad de informarse a conciencia sobre el país, la región, la ciudad, el poblacho que vayamos a visitar, mientras yo permito que un falso gusto por la sorpresa maquille mi desidia. Comenta también que no muy lejos de la casa, en una especie de valle, existe una aldea abandonada desde hace décadas, el clásico pueblo fantasma. Ha visto varias fotos del lugar en alguna web y para despertar mi atención asegura que lo ha encontrado bastante «inquietante». Consigue su propósito, aunque gracias a una azarosa imantación entre palabras que tardo todavía unos minutos en percibir. Auxiliado por el ritmo mecánico de la cinta donde se deslizan los productos y por el sonido retrofuturista del lector de códigos, intento resumir la teoría del valle inquietante, aquella popular hipótesis científica acerca del desasosiego que nos provocan los robots de aspecto humano y de la que, es curioso, dice no haber oído hablar nunca. Todo lo que limita el simulacro de los seres artificiales y les otorga su siniestro aire de familia, ya sabes, la rigidez de los gestos, la textura de la piel, las miradas extraviadas, pontifico, camino del parking, nos alude al mismo tiempo que nos rechaza, nos repele porque nos interpela de un modo oscuro e insuficiente, genera una incomodidad que no ha de ser muy distinta de la que he sentido horas antes al enfrentarme a mi doppelgänger borracho en el vídeo de Roberto. Esto último en verdad solo lo pienso, mientras trasteamos en el maletero y ella cambia de asunto sin camuflar apenas su desinterés por mi peregrina asociación de ideas. Localizo entre nuestros libros un viejo ejemplar de Yo, robot y lo guardo en la bolsa de viaje. De noche, ya en la cama, acecho el rostro cambiante de mi mujer. Hacía días que no follábamos. Trato a menudo, y hoy no es una excepción, de atender las variaciones de su fisonomía en los momentos cercanos al orgasmo, malacostumbrado a que me regalen matices imprevistos. Me excita perder sus rasgos, deformados por la tormenta química, saber que en ese instante resulta casi indiferente que sea mi sexo el que está dentro del suyo. Ella es la sacerdotisa y también la víctima propiciatoria. Todas las pollas del mundo le rinden pleitesía. Alrededor de sus mejillas enrojecidas, de su mueca de máscara africana, los hombres de la tribu giran itifálicos y embrutecidos. No es la previsible fantasía de tener bajo mi cuerpo a una persona desconocida lo que más me estimula, sino la convicción de que también yo lo soy. Un extraño sospechosamente parecido a mí se está tirando a Cecilia. El tipo del vídeo, por ejemplo, un hermano gemelo perdido, le clava su miembro hinchado y ella grita, se abisma, olvidada por completo de mi existencia. Ese androide pixelado que bombea entre sus piernas saca furioso su sexo y eyacula sobre el vientre universal. La pequeña muerte de ambos suscita entonces mi resurrección. Pero yo ya estoy muy lejos, desterrado, y en silencio los bendigo. La lluvia de la noche anterior ha reblandecido el largo trecho que conduce desde la carretera comarcal hasta la casa. A Cecilia le preocupa que el mal tiempo nos impida disfrutar de ese espejismo bucólico al que todo urbanita tiene que rendirse de vez en cuando. La señal de la radio se vuelve demasiado inestable.

Recupero uno de los CD sin caja que sobreviven en la guantera. La densidad de las arboledas crece con sutileza, poniendo en jaque el triunfo naíf de junio, mientras la voz de cuervo de Tom Waits se escapa por la ventanilla que acabo de bajar unos centímetros. Me pregunta de nuevo el nombre de la compañera de Marta; sé que en realidad no lo ha olvidado. Solange, contesto. Solange qué más. Guérin, creo. Solange Guérin, dice. Fotógrafa, ¿no? Eso es, digo. Proyecto la imagen de Marta en algún punto entre el parabrisas y la vía. Me cuesta decidir si he de corregirla en relación con su aspecto actual (impreciso, ya que últimamente no nos hemos visto mucho) o con el de la persona que conocí en la universidad (oscilante, pues sería el resultado caprichoso y contradictorio de la suma de mil recuerdos), por lo que accedo a que el fantasma se volatilice sin más en torno a sus ojos levemente rasgados, persistentes como la sonrisa del gato de Cheshire. Siempre he querido pensar que en la oblicuidad de su mirada, cuestionada por ese verde tan poco oriental, se concentraba la atracción que ejercía sobre mí, amplificada luego en sus cambios de expresión, el modo en que su rostro se infantilizaba o envejecía en escasos segundos, al ladearlo, entornar los ojos ofendidos por la luz o relajar el óvalo de su mandíbula en la flexión imposible de una mano; tonterías, me temo: necesitamos interpretarlo todo reduciéndolo a su más estricta materialidad. Cecilia se gira con imprudencia, como si quisiera rescatarme de mis pensamientos. La miro, le toco un muslo. Ella sabe y no sabe. En alguna ocasión le he hablado de mis encuentros y desencuentros con Marta enfatizando sus matices más triviales, a fin de que quedara claro que aquello era cosa pasada, fruto de un ambiente y unas circunstancias irrepetibles. A Cecilia le gusta, o al menos eso asegura, que hayamos seguido viéndonos y que a día de hoy todavía pueda contarla entre mis mejores amigos. Habéis crecido en paralelo, cada uno por su camino, me ha dicho alguna vez, aunque no he alcanzado a averiguar si tras esa deplorable frase de manual de autoayuda se esconden o no pretensiones irónicas (el sentido de la ironía de mi mujer es un misterioso puzle en el que de continuo echo en falta alguna pieza). Sea como sea supongo que debió de complacerle la noticia de que Marta había empezado una relación con alguien de su mismo sexo. Le expliqué que ya antes había tenido devaneos con mujeres, si bien hasta donde yo sabía nunca desembocaron en nada importante. Hubo una noche, la recuerdo a la perfección, apuntalada por diversas sustancias, desnudos aún después de haber follado en el sofá, en que de pronto Cecilia y yo nos prestamos a compartir los respectivos inventarios sentimentales. La frivolidad inicial dio enseguida paso a los detalles, que ambos solicitábamos y ofrecíamos con rigor, y el zumbido de esos secretos secretados no tardó en envolvernos con toda su virulencia. Era un territorio que habíamos ido evitando de manera más o menos consciente: ambos sabíamos que asomarse a según qué profundidades no aporta demasiado a una relación, o como mínimo que no conviene a según qué relaciones entre las que sin duda figura la nuestra. Equilibrio, esa es la palabra que primero me viene a la cabeza al repasar mis años con Cecilia, y no alude tanto a la estabilidad económica o a las convenciones de la edad como a un pacto de convivencia en el que el silencio juega un papel determinante. Obviamente ha habido mujeres en mi vida a las que he arrastrado y a las que he dejado que me arrastraran por el fango de la memoria. Diría incluso que llegábamos a escarbar con tanta saña en busca de oscuridad que, con el tiempo, tal actitud acababa justificando nuestro vínculo.

Descender hasta ciertos niveles puede convertirse en una actividad muy adictiva, quizás por el riesgo constante de no saber si vamos a encontrar inesperadas vetas ante las que argumentar partes sorprendentes y estimulantes de nosotros mismos o si cada nueva incursión, por abusar del símil, solo nos va a conducir hacia galerías aún más estrechas y faltas de oxígeno. Esa noche de verano, en cualquier caso, perdura convertida en excepción, el efecto fue lo bastante perturbador como para que jamás hayamos vuelto a hurgar con semejante malicia en los bolsillos del otro. Y aun así, en momentos de hastío o de enardecimiento, regresan la tentación, el afán de perturbar, la pose autodestructiva, la adrenalina de la confesión, la literatura del deseo, la colección personal de oportunidades perdidas, ardores frustrados y heridas mal selladas, la piel erizada por la incertidumbre, los ridículos celos retrospectivos. Hay un par de coches aparcados en un lateral de la casa. Distingo el de Roberto. Cecilia toca el claxon. Un perro asoma desde la parte posterior sin ladrar: un galgo ruso, creo. Surge una figura por la puerta mientras Cecilia maniobra. ¿Es Marta? Vuelve a llevar el pelo largo, los rizos oscuros caen sobre una blusa ligera, cruza los brazos para protegerse del aire matinal. Sonríe. Salimos del coche. El galgo, que apenas ha husmeado nuestros pies, se encamina a la entrada por delante de nosotros y llega hasta Marta al mismo tiempo que otra figura toma forma tras ella, más alta y más delgada. La composición se equilibra: un plano de Douglas Sirk: dos sonrisas firmes hacia las que avanzamos imprimiendo exiguas marcas en el barro, aquí casi seco. Cecilia, impetuosa, me sobrepasa y abraza a mi amiga. Luego se dirige a su compañera, tomando la iniciativa en la presentación. Me aproximo a Marta, la beso, siento su cuerpo contra el mío, breve y real, me separo un poco sin dejar de mirarla, mi mano izquierda todavía en su cintura, esta es Solange, me dice, un placer, Jonás, tenía muchas ganas de conocerte. Me gusta su olor y el modo en que ha pronunciado mi nombre, ablandando la jota. Hacemos crujir el piso de madera en dirección a una gran sala contigua. El perro se ha tumbado frente a la chimenea apagada, desinteresado muy pronto de todos nosotros. Roberto, cerveza temprana en mano, se acerca propulsado por el estruendo de su propia voz, dejando un hueco en el sofá junto a las piernas cruzadísimas de Paula, desnudas e inapelables, mil veces jóvenes en el centro de la estancia.

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