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El Águila en la Nieve – Wallace Breem

El águila en la nieve es sin ningún género de dudas la mejor novela sobre la caída del Imperio romano. Wallace Breem despliega su considerable talento para trazar un relato de los días postreros del mayor imperio que el mundo ha conocido, y de la desesperación y el heroísmo de sus últimos defensores. El general Máximo, protagonista principal de la novela, sirvió junto con muchos otros detalles de este libro como inspiración para las escenas iniciales de la premiada película Gladiator de Ridley Scott.


 

En los valles profundos, entre las montañas oscuras y azotadas por la lluvia de la costa oeste, hay pocas cosas que hacer en una noche invernal cuando uno pertenece a un pueblo derrotado. Vencido, asustado y con el corazón triste, uno se arrebuja en su capa raída, sentado en torno a las grandes hogueras, y sueña con un mañana que nunca llegará. Las mujeres cuidan de sus hijos que lloran y anhelan unas cabañas cálidas y un mundo en que la leche abunde siempre; los jóvenes guerreros afilan las lanzas romas y rezan por una sola victoria contra los hombres del mar; mientras los ancianos recuerdan una época en la que el cielo nocturno estaba libre de fuegos que revelaran poblados ardiendo, y en la que había paz en las tierras de las que han sido exiliados para siempre. Las conversaciones sobre el futuro mueren con las chispas que se alzan de las cenizas calientes, y los ancianos de la tribu cuentan historias del pasado. La desesperación y el miedo retroceden un poco en la oscuridad, y la curiosidad y la esperanza ocupan su lugar cuando las gratas historias vuelven a contarse por centésima vez. Tal vez un hombre anciano a quien nadie conoce relatará una historia nueva, y los vencidos lo escucharán en silencio. Oirán la historia de la gran conspiración al otro lado del Muro, y de un hombre sin cabello que tuvo la desgracia de convertirse en dios. Oirán la historia del soldado que llevó el mensaje de un emperador a través de media Europa en una mano cortada; y, por primera vez, también oirán la historia de cómo la última de las Águilas fue destruida por un río de hielo. Capítulo I Pensaréis que tengo suerte porque soy viejo, porque conocí un mundo que no estaba vuelto del revés. Tal vez tengáis razón. Igual que vosotros, también, podríais haber tenido suerte si el hielo se hubiera quebrado. No sabéis de qué os estoy hablando, ¿verdad? Pues bien, escuchadme, y yo, Paulino Gayo Máximo, os lo contaré. Nací y crecí en la Galia, aunque mis antepasados procedían de la misma Roma. De pequeño viví junto a los campamentos militares, y desde el principio mi vida estuvo regulada por las trompetas que despertaban a los soldados por la mañana y les decían cuándo dormir por la noche. Luego, cuando tenía seis años, a mi padre le pidieron que renunciara al mando de la Segunda Flavia en Moguntiacum, y se retiró a su villa cerca de Arélate. Por lo que recuerdo, era una casa muy grande. Tenía un primo, Juliano, que creció conmigo. Su padre, Martino, había sido gobernador de una provincia, pero más tarde se convirtió en vicario de su Britania natal. Era un hombre justo y apreciado por todos, pero se enfrentó a un emperador usurpador y se encontró proscrito. Mi tía estaba con Martino cuando oyó la noticia de que iban a arrestarlo. Cogió el puñal y se acuchilló primero a sí misma. Y entonces se lo tendió a él, todo ensangrentado entre sus manos.


—Mira —dijo—. No duele, Martino. Mi padre se lo contó a Juliano cuando tuvo la edad suficiente para comprenderlo. Quería que Juliano estuviera orgulloso de sus padres y supiera la clase de personas que habían sido. Pero fue un error; no consiguió que Juliano se sintiera orgulloso, sino sólo que aprendiera a odiar. Pero eso fue más tarde. En las lecciones y en los juegos éramos inseparables, y como todos los niños, planeábamos hacer grandes cosas para ayudar a Roma cuando creciéramos. Éramos como hermanos. Cuando tenía trece años, mi padre fue nombrado legado de la Vigésima Valeria, destinada en Britania. Se lo debía al joven césar, Juliano, que, como nosotros, adoraba a los antiguos dioses. El día que salimos de la Galia hubo un eclipse de sol. Resultó siniestro cuando la luz se desvaneció y el día se convirtió en noche. Fue como el fin del mundo. Recuerdo que Juliano se estremeció y dijo que navegar en un día así nos traería mala suerte. Pero mi padre sacrificó un gallo y decidió que los augurios eran buenos. De modo que seguimos viaje. Cuando tuvimos la edad suficiente, entramos en la legión de mi padre como tribunos ecuestres. Nos iniciaron en los misterios de nuestra fe en el mismo templo y el mismo día. Juntos prestamos el juramento sagrado: « En nombre del dios que ha separado la tierra del cielo, la luz de la oscuridad, el día de la noche, el mundo del caos y la vida de la muerte…» . Y juntos salimos a la luz, llevando sobre la espalda las palabras de nuestro dios. Aquéllos fueron buenos tiempos, pues lo hacíamos todo juntos. Aprendimos a ser soldados en Deva, y también aprendí algo que estaba desapareciendo rápidamente, a sentirme orgulloso de la legión a la que pertenecía. En tiempos de mi bisabuelo, las legiones habían sido las tropas de choque de Roma, las más disciplinadas y las que mejor luchaban. Pero bajo Diocleciano, las cosas habían cambiado. Empezó a crecer un nuevo ejército de campo, que consistía en regimientos auxiliares constituidos por provincianos e incluso por bárbaros dispuestos a entrar al servicio de Roma.

La caballería se puso de moda, y las legiones perdieron importancia hasta convertirse en meras tropas fronterizas. Pero en Britania las tres legiones todavía importaban, y y o me alegraba de ello. Lo lamenté cuando me llegó el momento de partir, porque significaba separarme de Juliano, que permanecería con el personal de mi padre. Pasaron tres años antes de que volviera a verlo. Presté servicio en Isca Silurium con la Segunda Augusta, y luego nos enviaron al cuartel general en Eburacum. Allí pasaba el tiempo haciendo trabajo administrativo, preocupándome por las cuentas, las pensiones y los fondos para funerales. Era una tarea aburrida. Un día me convocó Fullofaudes. Era el nuevo Dux Britanniarum, un alamán de las orillas del Rhenus. —Parte de la legión de Deva ha intentado amotinarse —dijo—. La rebelión ha sido aplastada y los dirigentes arrestados. Irás inmediatamente a Deva con refuerzos y asumirás el mando hasta que yo nombre al nuevo comandante. Lo miré estupefacto. —El legado ha muerto —me dijo bruscamente—. Lo siento. Cogió un rollo de documentos de la mesa. —Hace tres días atrapamos a un esclavo que llevaba estos escritos. Contienen detalles sobre la conspiración… y también sobre otras cosas. Están llenos de nombres. Demasiados nombres. —Muerto —dije. Apenas podía oírlo. —La conspiración está muy extendida. Hay demasiados implicados. Demasiada gente que piensa que la provincia debería romper con Roma.

—Pueden ser arrestados y ejecutados. —No. Entrar más a fondo en este asunto no serviría de nada. Me quedarían pocos oficiales y ningún hombre. —Me miró fijamente—. No se ejecutará a nadie. ¿Me comprendes? Me entregó un rollo sellado. —Aquí tienes las órdenes y la autorización. En cuanto a éstos… —Se inclinó hacia la mesa, recogió los documentos y los echó al fuego—. Yo no creo que esta provincia deba separarse de Roma. No quiero mártires cuyo recuerdo pueda inflamar a los insatisfechos. Pero necesito tiempo para construir lealtades. ¿Me entiendes ahora? —Sí —dije. Pero en realidad no lo entendía. Sólo sabía que mi padre había muerto. Llegué a Deva una semana más tarde. Hice formar a la legión y los hombres permanecieron dos horas bajo la lluvia antes de que fuera a hablar con ellos. Esperaban ser diezmados, y tenían los rostros grises y llenos de miedo. Sólo al final, cuando y a sudaban de nerviosismo, les dije que no habría ejecuciones. Me vitorearon, llenos de alivio, y los despedí. Estaba ronco de tanto hablar. Entré en los aposentos del legado —los aposentos de mi padre— y allí me trajeron a los ocho dirigentes, cargados de cadenas. Había cinco tribunos y tres centuriones. La furia que me había dominado durante la formación se había evaporado. No sentía nada más que un frío enorme.

—No seréis ejecutados —dije—. Pero seréis acusados de traición y perderéis la ciudadanía romana, por orden del vicario. Vuestra condición es ahora la de esclavos, y como a esclavos se os tratará. Los centuriones iréis a las minas de plomo de Isca Silurium, donde trabajaréis para Roma hasta morir. Respecto al resto… y a que os gusta luchar contra los vuestros, tendréis la ocasión de practicarlo un poco más. Iréis a la escuela de gladiadores de Calleva, y después os enfrentaréis unos a otros en la arena. Si tenéis suerte, podréis sobrevivir unos cinco años. Antes de que se los llevaran, me dirigí al líder. —¿Por qué lo hiciste, Juliano? —dije—. En nombre de Mitras, ¿por qué? —Tu emperador mató a mi padre —dijo con voz inexpresiva. —Pero… ¿tú? Un oficial romano. —Lo era —dijo, y trató de sonreír. —Pero, ¿por qué? ¿Por qué? —Si no lo comprendes —dijo—, y o no puedo explicártelo. Se lo llevaron, y me quedé solo en aquella habitación vacía, con los recuerdos de mi padre y de mi niñez con Juliano. Recordé las discusiones que habíamos tenido, y las peleas; recordé las cosas que habíamos disfrutado juntos, los días bajo el sol, aprendiendo a conducir un carro de guerra, días de caza y pesca, los largos atardeceres en la Galia, charlando y jugando a las damas, los hermosos planes que habíamos trazado y los sueños que habíamos compartido. Lo recordé todo con un dolor que era indescriptible, y una sensación de angustia que no podía aliviarse. Y lloré. Volví a Eburacum y regresé a mis cuentas. Trabajaba muy duro, para no tener tiempo de pensar, excepto durante las noches largas y solitarias en las que no podía dormir. Pero nunca fui a los juegos, y los que los frecuentaban nunca hablaron de ellos en mi presencia. Tres meses más tarde me dieron un permiso y fui a Corinium, ciudad que no conocía. Fui al club de los oficiales, bebí y cacé un poco, pues los lobos fueron un verdadero problema aquel otoño. Luego conocí a una chica de cabello oscuro, cuy o nombre era Aelia, y me casé con ella. Como regalo de bodas, le di unos pendientes de oro que habían pertenecido a mi madre, y ella me regaló un anillo con sello con una imagen de Mercurio grabada. Era cristiana, aunque más tolerante que la mayoría.

Allí recibí la noticia de que me habían destinado al Muro, a un lugar llamado Borcovicum, del que nunca había oído hablar. Estaba en el fin del mundo, o eso nos pareció. Una zona abrupta de arbustos y rocas, desolada y terrible en invierno, pero de una belleza austera en verano; una tierra vasta y solitaria, con un clima implacable con hombres y animales. Si uno se alejaba un poco del campamento, no se oía nada a excepción del grito solitario del zarapito, y no se percibía nada más que el azote del viento eterno. Mi fuerte tenía cierta importancia. Se encontraba en la confluencia de varios caminos, y guardaba el sendero que llevaba al norte, al territorio tribal. Mis auxiliares eran la Primera Cohorte de Tungrios, originalmente del nordeste de la Galia, una mezcla de íberos, partos, brigantes y godos, divididos por centurias en clases tribales. Ya sólo quedaba una centuria de tungrios, pero encontré sus inscripciones por todo el campamento. Recuerdo que había una en la pared de mi alojamiento. Decía: « Ojalá haga lo correcto» , y yo solía mirarla cada día y preguntarme cómo habría sido aquel primer comandante, y qué problema particular le habría llevado a grabar precisamente aquellas palabras en aquel lugar. Mi adjunto, Vitalio, era un hombre de unos treinta años, de expresión ansiosa y solemne. Gayo, mi segundo, era mayor. Era un sármata, de más allá del Danubius, y por sus modales resentidos creo que había esperado que el mando le correspondiera. Mi primer centurión, Saturnino, procedente de la Segunda Augusta, era un hombre muy tranquilo, de pocas palabras y enorme experiencia. Pasó mucho tiempo antes de que me ganara su respeto. Los castillos miliares y las torres de señales a lo largo de la frontera estaban a cargo de la milicia, los arcani, como los llamábamos; hombres reclutados entre los nativos locales de ambos lados del Muro. La frontera estaba muy tranquila por aquel entonces, y había poco que hacer aparte de trabajar, pero yo me sentía feliz. A Aelia no le gustaba el sitio, porque había pocas mujeres y se sentía sola, pero nunca se quejaba. Me veía poco durante el día, excepto a las horas de comer, pero por la noche éramos felices, y nos quedábamos despiertos escuchando a los borrachos que cantaban en la taberna del poblado, y sintiendo el olor de las cabras que pastaban bajo las murallas junto a la puerta oeste si el viento venía en mala dirección. A veces cabalgaba hasta el fuerte vecino, Vindolanda, y jugaba a las damas con Quinto Veronio, su prefecto, que se enfadaba cuando lo llamaba así. —Soy tribuno —solía decir con altanería—, aunque sólo esté al mando de una chusma de auxiliares. Tenía mi edad, siempre montaba en un caballo negro de patas blancas, y era el mejor oficial de caballería que he conocido. Lo habían enviado allí desde la Décima Gemina en Panonia, a raíz de un escándalo relacionado con una chica, y cuando se emborrachaba solía hablar con emoción de una tropa de caballería dacia que había dirigido y que, según juraba, era la mejor caballería del mundo. Pero nunca hablaba de la chica. Su familia procedía de Hispania; suspiraba por el sol y anhelaba que lo trasladaran allí.

Pero aunque escribía numerosas cartas a parientes influyentes, nunca consiguió resultados, de lo que yo me alegraba en privado. Quinto mostró gran interés por nuestras catapultas, cosa que me sorprendió, pues los soldados de caballería solían pensar en pocas cosas más que en espadas y cargas. —Estuve en la costa sajona bajo mi paisano Nectárido —me explicó—. Es un gran luchador. —¿Lo pasaste bien? Se encogió de hombros. —Pasé mucho frío, allí de pie sobre las enormes torres planas de Lemanis. El viento me aullaba en la cara, y los ojos me dolían de mirar hacia la oscuridad. Los sajones solían llegar en silencio si podían, con las velas bajas, en la marea de medianoche. Si los veíamos, los atacábamos con las ballistae hasta romper los barcos. Entonces había que matar a los supervivientes con flechas mientras trataban de nadar entre las olas. —Buena puntería —dije. Me sentía impresionado. —Gracias a Nectárido. Insistía en que no teníamos que luchar contra sajones secos; había que matarlos mientras aún estaban mojados. —¿Por qué te fuiste? —Solicité el mando del Ala Petriana, pero me rechazaron —dijo con aire despreocupado—. Entonces… oh, me emborraché e hice algo estúpido. —Me miró con una sonrisa—. De modo que me enviaron aquí. —Es un buen sitio si te gusta luchar —dije. —También es un buen sitio para que te olviden. Siempre tenía frío en la costa sajona, pero volvería mañana si me lo permitieran. —Tenemos que salir juntos de caza algún día —dije. Entonces se animó y respondió: —Me gustaría. Aquí estoy muy solo, y me siento algo cansado de la compañía de esclavas que hablan un latín pésimo. —Ven a Borcovicum y conocerás a Aelia —le dije riendo—.

Es una gran conversadora. —Creo que la conocí un día que salí a montar —dijo—. Eres un hombre afortunado. —Sí, creo que lo soy. —Máximo, ¿por qué estás aquí? —me preguntó de repente. Por un momento, no le respondí. Luego dije en voz baja: —Un destino es muy parecido a cualquier otro. Espero no pasarme aquí toda la vida. Entonces cambió de tema. Cuando Aelia regresó del nacimiento del primogénito de Saturnino estaba muy callada, tras la alegría inicial que muestran las mujeres en tales ocasiones. Le cogí la mano y le dije suavemente: —No debes preocuparte. Todavía hay mucho tiempo. Tendremos un hijo. Tú reza a tu dios y y o rezaré al mío. De ese modo tendremos dos posibilidades de conseguirlo, en lugar de una. Por un momento se echó a reír, y luego su expresión cambió. —Tal vez sea un castigo por mis pecados. —Estaba muy seria, y eso me preocupó. —No hay muchas posibilidades de cometer pecados en Borcovicum —dije alegremente. —Se puede pecar de pensamiento, además de obra —dijo ella en voz baja. Yo volví a concentrarme en la carta. Al cabo de un rato, ella levantó la vista del fuego. —¿Recuerdas aquella vez que un centinela se durmió en la guardia y Saturnino te pidió que pasaras por alto su falta? —preguntó. —Lo recuerdo. —Entré cuando estabais discutiendo qué hacer con él.

Y él dijo, ¿lo recuerdas?, dijo: « Nunca tuvo usted piedad, señor, y con el otro tampoco» . ¿Qué quiso decir? Me temblaban las manos. —Pensó que era demasiado estricto —dije. —Eres un buen soldado —dijo ella—. Hasta yo lo veo. Pero creo que Saturnino tiene razón. Puedes ser muy duro. —Trato de ser justo. —A veces es mejor ser amable. Quedó en silencio y continuó contemplando el fuego. Yo dejé de escribir y la miré. La quería mucho, pero no sabía qué estaba pensando. Llevábamos allí dos inviernos cuando, un cálido día de primavera, me dirigí al segundo castillo miliar al este del campamento, donde algunos de nuestros hombres reparaban la calzada. Al terminar la inspección, me senté en una roca, no lejos de la puerta, a charlar con el comandante del puesto. Al hacerlo, pude ver que un hombre avanzaba hacia nosotros por el sendero. Acabé mi conversación y monté en mi caballo. Había algo en su modo de andar que me inquietaba, de modo que me quedé quieto y esperé a que se acercara. Conocía bien aquella forma de caminar, y cuando él se detuvo a diez pasos de distancia y me miró con aquella expresión tensa y terrible que siempre tienen, con aquellos ojos que observan el parpadeo de cada sombra y están vacíos de todo sentimiento, de todo calor, supe quién era. —Juliano —dije—. Eres Juliano. —Y esperé. —El noble comandante lo sabe todo —replicó. —¿Qué estás haciendo aquí? —Soy un hombre libre. —Las palabras carecían de expresión. Rebuscó en el interior de su capa y extrajo un cuadrado de pergamino—.

Si el comandante no me cree, aquí está la prueba. —De modo que te dieron la placa de madera. —Sí. Me dieron la placa de madera. Nos matamos unos a otros, tal como predijiste, aunque algunos murieron antes que otros. Ésos fueron los afortunados. Lo observé en silencio. Luego dije en voz baja: —Pero tú viviste. —Sí, viví, si puedes llamarlo vida. —¿Y entonces? —Al final sólo quedamos dos, y o y… pero te habrás olvidado de su nombre, sin duda. Negué con la cabeza. —No —dije—. No habré olvidado su nombre. Los he recordado todos, hasta el día de hoy. —Como yo recuerdo el tuy o, noble comandante. Nos emparejaron para luchar en Eburacum. Éramos el espectáculo que todo el mundo esperaba, y el comandante de la Sexta Legión ocupó el asiento de honor. Era un día de fiesta, su hija acababa de casarse, y él quería celebrarlo mostrando su… misericordia. Me dio la libertad mientras la sangre de mi compañero se secaba en mi espada. —Comprendo. ¿Adónde irás ahora? —Al otro lado del Muro, donde Roma no gobierne. —¿Estás loco? —dije, inclinándome hacia él—. ¿Qué vas a hacer allá arriba, aun suponiendo que no te maten de entrada? ¿Qué clase de vida tendrás? —Eso es problema mío. —Juliano —dije con voz ronca—, tengo una villa y tierras en la Galia que no he visto desde que nosotros… desde que era pequeño. Puedes ir allí: puedes quedarte a vivir; pueden ser tuyas si quieres.

Te lo ofrezco en nombre de una amistad muerta. Pero, te lo ruego, no vayas al norte del Muro. Entonces me miró, y en sus ojos seguía sin haber rastro de calor o sentimiento humano. —Voy al norte —dijo—. Y nadie me detendrá. La lanza, que al principio había tomado por un bastón, descansaba con ligereza en su mano, pero se había apoy ado cuidadosamente en las puntas de los pies, y entonces supe que me mataría si me movía. Habría atacado a cualquier otro hombre con una posibilidad de éxito razonable. Pero él era distinto. Había sido gladiador. Estaban entrenados para moverse con una velocidad que un soldado no podía emular. Eran capaces de coger moscas de la pared con las manos desnudas. Lo sabía. Los había visto hacerlo. Hice girar a mi caballo para dejarlo pasar. —Eres un hombre legalmente libre, como has dicho, y puedes ir donde quieras. —Lo haré, desde luego. —Una advertencia, Juliano. Se volvió al oírme, y por un instante me pareció detectar algo casi humano en sus ojos. —¿Y bien? —Ve al norte, desde luego. Pero si lo haces, no vuelvas a ponerte a tiro de lanza desde mi Muro. —Lo recordaré —dijo sin expresión—. Cuando venga, puedes estar seguro de que no vendré solo. Lo observé mientras avanzaba por el camino, vi cómo mostraba los documentos al centinela y se perdía de vista en los bosques del norte. Había cambiado por completo, y tal vez yo también. Me pregunté qué pensarían los pictos de él, un hombre sin cabello.

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