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El Águila del Imperio – Simon Scarrow

En esta primera entrega de la serie asistimos a los primeros pasos de la carrera militar de Marco Licinio Cato, quien obtiene la libertad a cambio de enrolarse en la legión. Tras un primera campaña en Germania, viaja a las islas británicas a las órdenes de Vespasiano para recobrar un tesoro que los romanos ocultaron en su primer y fallido intento de invadir la inhóspita isla, y que puede tener una inesperada influencia en el devenir de la política del imperio.


 

La segunda legión, al igual que todas las legiones romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo en el mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto de las barracas, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres, distribuida en cuatro escuadrones que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales: El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión hasta un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse buena fama a fin de mejorar su consiguiente carrera política. El prefecto de campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y estaba al mando de la legión cuando el legado se ausentaba o quedaba fuera de combate. Seis tribunos eran oficiales no profesionales. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera vez al ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión. Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice de bajas entre éstos superara con mucho el índice de bajas en otros rangos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser una persona respetada y laureada. Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería. A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión. Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de quince años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otras poblaciones, y se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones. Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios.


Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio. Prólogo —Es inútil, señor, este trasto se ha embarrancado hasta el fondo. El centurión se recostó contra el carro e hizo una pausa para recobrar el aliento. A su alrededor, una veintena de legionarios agotados aguantaban el hediondo olor del cieno de las marismas, que les llegaba a la cintura. Desde el margen del camino, el general seguía con una frustración creciente los esfuerzos de sus hombres. Al disponerse a subir a bordo de uno de los barcos de evacuación, le habían dado la noticia de que el carro se había salido del estrecho sendero. De inmediato, había montado uno de los pocos caballos que quedaban y atravesado las marismas a fin de conocer de primera mano la situación. El carro, hundido por el peso del arcón que contenía, se resistía a todos los esfuerzos que hacían los soldados para desvararlo. Ya no quedaba ayuda disponible dado que la retaguardia, tras cargar el barco, se había hecho a la mar. Entre el carro varado y el ejército de Casivelauno, que pisaba los talones a los otrora invasores romanos, tan sólo quedaban el general, estos hombres y una escasa alineación de la unidad de caballería. Al general se le escapó un exabrupto y su caballo levantó la cabeza asustado desde el bosquecillo. Era obvio que el carro era insalvable y el arcón demasiado pesado para ser transportado hasta el último barco, que esperaba anclado. Por seguridad, la llave del arcón la guardaba el intendente, que ya había zarpado. Además, el arcón se había construido de forma que fuera imposible abrirlo sin las herramientas apropiadas. —¿Y ahora, qué, señor? —preguntó el centurión. El general dio una larga y dura mirada en silencio al arcón. No podía hacer nada, nada en absoluto. Ni el carro, ni el arcón ni su contenido se moverían. Por un momento se atrevió a desestimar aquella posibilidad, ya que la pérdida del arcón supondría un retroceso de al menos un año en sus planes políticos. En aquel momento desesperante de indecisión, un cuerno en son de guerra retumbaba cada vez más cercano. Una expresión de terror se apoderó de los legionarios, y empezaron a vadear el cieno para recoger las armas que habían dejado en el camino. —¡Quedaos donde estáis! —bramó el general—. ¡No os he ordenado que os mováis! A pesar de tener al enemigo cada vez más cerca, los legionarios se detuvieron, tal era el respeto que les infundía su comandante. Tras mirar por última vez el arcón, el general bajó la cabeza al tomar la decisión.

—Centurión, deshazte del carro. —¿Señor? —Deberá quedarse aquí hasta que volvamos el próximo verano. Hundidlo un poco más hasta que el lodo lo cubra entero, haced una señal en el lugar y volved a la play a tan rápido como podáis. Haré que os tengan preparada una gabarra. —Sí, señor. El general se dio una palmada con furia en el muslo, subió al caballo y se dirigió hacia la playa a través de las marismas. Tras él se escuchó otro estallido del cuerno de guerra y los golpes de espada de la unidad de caballería que combatía con la vanguardia del ejército de Casivelauno. Desde el momento del desembarco hasta ahora, que huían hacia la Galia, los hombres de Casivelauno no habían dejado de perseguir al ejército romano, en un constante hostigamiento a los soldados de vanguardia y retaguardia, sin mostrar un atisbo de piedad por los invasores. —¡Adelante, muchachos! —gritó el centurión—. Un último empujón…, apoy ad los hombros contra el carro. ¿Listos? ¡Empujad! El carro se hundió poco a poco en el fango; de las grietas de la base brotaba un agua pantanosa de color marrón oscuro que iba cubriendo el lado visible del arcón. —¡Vamos, empujad! Con un último empellón, los hombres soltaron el carro en el cieno, y éste desapareció bajo el agua oscura con un borboteo, dejando tras de sí un pequeño remolino sobre la superficie viscosa, quebrada únicamente por la vara del carro. —Ya está, muchachos. De vuelta al barco. Rápido. Los legionarios vadearon el lodo hasta la orilla y recogieron los escudos y las lanzas, mientras el centurión esbozaba a toda prisa un mapa del lugar en la tablilla de cera que llevaba colgada del hombro. Trazado el mapa, cerró la pizarra de golpe y se unió a sus hombres. Pero antes de ponerse en marcha la columna, un súbito golpeteo de cascos en el camino hizo dar media vuelta a sus hombres, aterrados, sobrecogidos por el miedo. Instantes después, un grupo de la unidad de caballería surgió a galope de entre la niebla, cerca de la infantería. Entre ellos, vieron a un hombre reclinado sobre el lomo de un caballo que corría con sangre del jinete en un costado. Momentos después desaparecieron. Casi al instante oy eron llegar más caballos, esta vez acompañados de los crudos gritos britanos que habían horrorizado antes a los legionarios. Unos gritos de guerra triunfales que provocaron un escalofrío al ejército romano. —¡Jabalina en ristre! El centurión gritó y sus hombres enarbolaron las armas arrojadizas a la espera de la orden. El estruendo de sus perseguidores, invisible y aterrador, se aproximaba entre la neblina.

Al momento aparecieron muy cerca unas figuras grises e imprecisas. —¡Lanzad! Las jabalinas volaron en parábola y se perdieron de vista para caer sobre los imprudentes britanos, que gritaron al ser alcanzados. —¡Formad fila! —gritó el centurión—. ¡A las órdenes…, rápido! La pequeña columna apretó el paso por el camino que les conduciría hasta el último y lejano barco de evacuación que les esperaba y les pondría a salvo; el centurión marchaba junto a la fila sin dejar de mirar con inquietud hacia la neblina que envolvía el camino recorrido. La descarga de jabalinas no había retrasado demasiado a los britanos, y pronto oyeron otra vez los cascos cerca, esta vez más cautos y pausados. El centurión percibió un ruido sordo y uno de sus hombres emitió un grito ahogado de dolor. Se dio la vuelta y vio que de la espalda del último legionario sobresalía el asta de una flecha. El herido, respirando a duras penas por la sangre en los pulmones, se desplomó sobre las rodillas, perdió el equilibrio y cayó al suelo. —¡Al trote! Los cinturones y arneses de los legionarios se agitaban al acelerar éstos el paso en un intento por distanciarse de sus invisibles hostigadores. De la neblina surgieron más flechas lanzadas a ciegas contra los romanos. Aun así, algunas dieron en el blanco y la columna de soldados fue reduciéndose según los hombres se desplomaban sobre el camino y, con la espada desenvainada, aguardaban su triste final. Cuando el centurión alcanzó la última colina, donde las marismas daban paso a la arena y los guijarros, sólo le quedaban cuatro hombres. El débil sonido del mar era alentador, y la ligera brisa de septiembre disipaba la neblina que tenía por delante. De repente, el camino desapareció. A doscientos pasos de ellos, una pequeña embarcación les esperaba entre las olas. Mar adentro había un trirreme anclado entre el suave oleaje y, a lo lejos, en el horizonte, las manchas oscuras de la flota invasora se desvanecían en la penumbra del ocaso. —¡Corred hacia el barco! —gritó el centurión, tirando al suelo la espada y el escudo—. ¡Corred! Los guijarros se dispersaban bajo sus pies al correr cuesta abajo hacia la embarcación. Al instante, el cuerno de guerra retronó a sus espaldas. Los britanos y a divisaban el mar y espoleaban sus caballos para dar alcance a los supervivientes de su ataque antes de que pudieran ponerse a salvo. El centurión apretó los dientes y se lanzó por el suave declive, consciente de la inexorable proximidad del enemigo, pero no osó mirar atrás por miedo a reducir el paso. En la parte trasera del barco, vio a un hombre alto de pie que le apremiaba con ademanes desesperados y, tras éste, la capa roja del general ondeando al viento. En cuanto avanzó unos cincuenta pasos, escuchó un grito agudo justo detrás de él; uno de los britanos había clavado una lanza al último legionario. Desesperado por sobrevivir, el centurión atravesó la arena mojada de la orilla, avanzó entre las olas y se lanzó hasta la embarcación por la proa. Una manos impacientes lo agarraron por los hombros y lo echaron hacia abajo con fuerza.

Al momento, un legionario cayó sobre él, intentando tomar aire. Los dos fornidos escoltas del general arrojaron sus lanzas contra los hostigadores que se habían detenido en la orilla, dado que ya habían ajustado cuentas con los invasores. Pero y a no llegaban a alcanzarles; el barco estaba en aguas más profundas, y los remeros y a bogaban hacia el trirreme, a salvo del enemigo. —¿Habéis conseguido hundir el carro? —preguntó el general en tono preocupado. —Sí, señor… —resolló el centurión, y dio unas palmaditas a la tablilla de cera que llevaba colgada a un lado—. Tengo un mapa, señor… Lo he trazado lo mejor que he podido, dado el poco tiempo del que disponíamos. —Bien hecho, centurión. Bien hecho. Déjamelo. Cuando el centurión le dio la tablilla al general, aquél miró a su alrededor y vio al único hombre que había huido con él. Uno solo. Sobre la orilla, vio una veintena de jinetes agrupados alrededor de otro de sus soldados, lo bastante estúpido para haberse dejado atrapar con vida, y se estremeció ante la idea de los horrores que aguardaban a aquel indefenso legionario. Todos los hombres de a bordo observaban la escena en silencio hasta que, por fin, el general habló. —Volveremos. Volveremos y, cuando así sea, prometo que haremos que esos bellacos se arrepientan del día en que se levantaron en armas contra Roma. Yo, Cay o Julio César, lo juro sobre la tumba de mi padre… FRONTERA DEL RIN Noventa y seis años más tarde, durante el segundo año del gobierno del Emperador Claudio Finales del 42 d.C. Capítulo I Una ráfaga de viento helado entró en la letrina al abrir la puerta el centinela. —¡Se aproxima un carro, señor! —¡Cierra la maldita puerta! ¿Algo más? —Y una columna de pocos hombres. —¿Soldados? —Creo que no. —El centinela hizo una mueca—. A menos que haya habido cambios en la instrucción de la marcha. El centurión de guardia levantó la vista con severidad: —Creo que no te he pedido tu opinión acerca de las normas, soldado. —¡No, señor! El centinela se cuadró ante la mirada de su superior. Tan sólo unos meses antes, Lucio Cornelio Macro era un optio, y todavía no había asimilado el ascenso a centurión.

Sus antiguos compañeros de rango aún le trataban como a un igual. Era difícil mostrar respeto por un hombre a quien hacía poco habían visto como una cuba, vomitando vino barato. Pero Macro sabía que, a lo largo de los meses previos al ascenso, los oficiales superiores habían contemplado la posibilidad de que ocupara la primera vacante en la categoría de centurión, y, por tanto, había procurado que sus indiscreciones fueran mínimas. Porque si valoraban sus cualidades en conjunto, Macro era un buen soldado —cuando servía como tal—, aplicado en su deber, digno de confianza y obediente; además, se podía contar con él para resistir en la lucha y motivar a los demás a hacer lo mismo. De repente, Macro se dio cuenta de que hacía rato que miraba fijamente al centinela, y éste, como es natural, se sentía incómodo, al ser escrutado en silencio por un superior. Y un oficial podía ser un canalla imprevisible, pensó el centinela, inquieto. En cuanto se les otorgaba poder, no sabían qué hacer con él o se limitaban a dar órdenes retorcidas y estúpidas. —¿Cuál es la orden, señor? —¿Orden? —Macro frunció el ceño—. De acuerdo. Ahora voy. Vuelve al portón. —Sí, señor. El centinela dio media vuelta y salió rápidamente del cuarto de letrinas de los oficiales subalternos, ante la mirada fulminante de media docena de centuriones. Una norma sobreentendida era no permitir bajo ningún concepto la entrada a los soldados durante una reunión en las letrinas. Macro se aplicó el palo con la esponja, se subió los pantalones y se disculpó ante los otros centuriones para salir a toda prisa. Era una noche desagradable y soplaba un frío viento del norte que traía la lluvia de los bosques germanos. Ésta caía con fuerza sobre todo el Rin y sobre la fortaleza, y entraba en ráfagas de aire helado entre los barracones. Macro sospechaba que no gustaba a sus nuevos compañeros y estaba decidido a demostrar que se equivocaban. Aunque su propósito no estaba surtiendo precisamente el efecto deseado. La tarea de administrar el mando de ochenta hombres se había convertido en una pesadilla: los pormenores de la distribución de las raciones, los turnos para la limpieza de las letrinas, los turnos de guardia, las inspecciones de armas, las inspecciones de barracones, los libros de castigos, los recibos de la adquisición de pertrechos, la distribución del forraje para los caballos de la sección, el control de pagos, ahorros y funerales. La única ayuda de la que disponía para desempeñar todas estas obligaciones provenía del administrativo de las centurias, un tipo viejo y arrugado llamado Piso, de quien Macro presentía una actitud deshonesta o pura incompetencia. Macro no tenía forma posible de averiguarlo, ya que era casi analfabeto. Tenía conocimientos básicos sobre letras y números, era capaz de reconocer la mayoría de éstos de forma aislada, pero de aquí no pasaba. Y ahora era centurión, un rango que exigía ser letrado. El legado había dado por sentado que Macro sabía leer y escribir al aprobar su nombramiento.

Si se descubría que era tan analfabeto como un granjero, sabía que sería degradado de inmediato. Hasta entonces había conseguido sortear el problema delegando en Piso los trámites burocráticos, alegando que sus otras tareas le ocupaban demasiado tiempo pero estaba seguro de que el administrativo empezaba a sospechar la verdad. Meneó la cabeza y se ajustó la capa al acercarse al portón de la fortaleza. Era una noche cerrada y las nubes bajas oscurecían más el cielo, un claro indicio de que nevaría. Desde la penumbra se oían los sonidos propios de la vida en la fortaleza y que Macro ya conocía desde hacía doce años. Se oía a las mulas rebuznar en los establos al final de cada sección de barracones y a los soldados hablar y gritar desde las ventanas, a la luz temblorosa de las velas. En la barraca junto a la que pasaba, estalló una carcajada seguida de una risa femenina más aguda. Macro detuvo el paso y escuchó. Alguien había conseguido introducir a una mujer en el campamento. Ésta volvió a reír y empezó a hablar en latín con un fuerte acento, y su compañero la hizo callar al instante. Aquello suponía una flagrante violación del reglamento, y Macro se dio la vuelta con brusquedad para disponerse a entrar. Entonces se detuvo. Su deber era irrumpir en el lugar dando gritos de autoridad, enviar al soldado al cuartel militar y echar a la mujer del campamento. Pero esto significaba hacer una anotación en el libro de castigos, y, por tanto, tener que escribir. Se contuvo, apartó la mano del cerrojo y volvió a la calle en silencio, al tiempo que la mujer soltaba otra risita que le remordió la conciencia. Echó un vistazo a su alrededor a fin de asegurarse de que nadie había presenciado su intento fallido de actuar y se apresuró hacia el portón sur. El maldito soldado se merecía una buena patada, y de haber pertenecido a su centuria se la habría propinado; nada de papeleo, una buena patada en las gónadas para asegurarse de que el castigo se correspondía con el delito. Además, por la voz, sólo podía tratarse de una de esas fulanas germanas del poblado próximo al campamento. Macro se consoló con la idea de que aquel legionario tal vez contrajera la gonorrea. Pese a la oscuridad que envolvía las calles, Macro se desplazaba por instinto en la dirección correcta, pues todas las bases respondían al mismo plano en campamentos y fortalezas. En cuestión de minutos, llegó a la calle más ancha de la Vía Pretoria y se dirigió hacia al portón, donde la calle atravesaba los muros y se prolongaba hacia la parte sur del campamento base. El centinela que le había interrumpido en las letrinas le esperaba al pie de la escalera. Entró en la sala de guardia y subió la escalera de madera hasta la almena, donde un brasero proy ectaba un resplandor cálido e incandescente. Cuatro legionarios jugaban a los dados en cuclillas junto al fuego. Tan pronto apareció la cabeza del centurión por las escaleras, se cuadraron.

—Descansad, muchachos —dijo Macro—. Seguid con lo que hacíais. Cuando Macro levantó el pestillo, la puerta de la almena se abrió hacia dentro con un golpe de viento y el brasero se inflamó. Macro salió y cerró de un portazo. En el pasillo de guardia, el viento batía con fuerza y le rizaba la capa; tanto, que le arrancó el pasador del hombro izquierdo. Macro se estremeció y lo agarró para sujetarlo con fuerza contra su cuerpo. —¿Dónde están? El centinela miró con detenimiento a la oscuridad desde las almenas y apuntó su jabalina en dirección sur, hacia una luz diminuta que parpadeaba en la parte trasera de un carro. Macro forzó la vista y alcanzó a ver el contorno del vehículo y, tras éste, un grupo de hombres caminando a duras penas. Al final de la columna, avanzaba con más orden la escolta, cuy o trabajo consistía en no permitir que los rezagados interrumpieran la marcha. En total había unos doscientos hombres. —¿Llamo a la guardia, señor? Macro se dio la vuelta hacia el centinela: —¿Qué has dicho? —¿Llamo a la guardia, señor? Macro le miró cansinamente. Siro era uno de los hombres más jóvenes de la centuria y, aunque Macro se sabía todos los nombres de los soldados bajo su mando, aún no conocía bien su forma de ser ni sabía sobre sus vidas. —¿Hace tiempo que estás en el ejército? —No, señor. En diciembre hará un año. Macro pensó que no hacía mucho que había terminado la instrucción. Era evidente que seguía al pie de la letra las normas y las aplicaba en todo momento. Con el tiempo aprendería; sabría encontrar el punto medio entre atenerse a ellas de forma estricta y hacer lo necesario para salvar una situación. —¿Por qué tenemos que llamar a la guardia? —El reglamento lo exige, señor. Si un grupo de hombres no identificado se acerca al campamento, debe alertarse a la centuria de guardia para cubrir el portón y los muros. Macro frunció el ceño sorprendido. Citaba de memoria. No cabía duda de que Siro se había tomado la instrucción en serio. —¿Y luego qué? —¿Señor? —¿Qué pasa después? —El centurión de guardia, una vez sopesada la situación, decide si es necesario dar la alerta general —contestó Siró sin variar el tono, y a continuación añadió—: señor. —Muy bien hecho. Macro sonrió y el centinela le devolvió la sonrisa aliviado, antes de que aquél se volviera para mirar la columna que se acercaba.

—Dime, ¿hasta qué punto crees que son una amenaza? ¿Te asustan, soldado? ¿Crees que esos doscientos van a cargar contra nosotros, escalar los muros y matar salvajemente a todos los soldados de la segunda legión? ¿Qué crees? El centinela miró a Macro, miró atentamente hacia las luces unos instantes y se volvió avergonzado al centurión: —No lo creo. —No lo creo, señor —dijo Macro con brusquedad, al tiempo que le daba un golpe en el hombro. —Disculpe, señor. —Dime, Siro, ¿has prestado atención a las instrucciones para la guardia? —Por supuesto, señor. —¿Has prestado atención a cada detalle? —Creo que sí, señor. —Entonces recordarás que he dicho que esperábamos la llegada de un convoy de reemplazo, ¿no? Y no tendrías que haberme sacado de la letrina y estropearme una buena cagada. El centinela estaba abatido y le costaba soportar la expresión de resignación del centurión. —Lo siento, señor. No volverá a ocurrir. —Procura que así sea. De lo contrario, te doblaré las guardias de aquí a que acabe el año. Reúne a los demás en el portón. Yo llamaré a filas. Abochornado, el centinela saludó y volvió a la sala de guardia. Macro oyó a los soldados levantarse y bajar las escaleras de madera para dirigirse hacia el portón principal. Se sonrió. El muchacho era aplicado y se sentía culpable de su error. Lo suficiente para que no se repitiera. Eso estaba bien. Hasta ese punto se podía lograr que un soldado fuera de fiar, pues no se nace soldado, reflexionó Macro. Una inesperada ráfaga de aire sacudió al centurión, y éste se refugió en la sala de guardia. Se situó junto al brasero y suspiró aliviado cuando el calor invadió su cuerpo. Momentos después, abrió el postigo de la ventana y miró hacia la oscuridad de la noche. El convoy estaba cerca y ya se distinguían el carro y los hombres de la siguiente columna. « Un lamentable grupo de reclutas —pensó —, sin un ápice de espíritu.

» A pesar de avistar el refugio, seguían marchando con una penosa apatía. De repente empezó a llover con más fuerza. Las gotas azotaban su piel, y ni aun así el convoy aligeró el paso. Macro sacudió la cabeza en un ademán de desesperación y empezó con las formalidades. Abrió el postigo principal, sacó la cabeza por la ventana y respiró hondo. —¡Alto ahí! —gritó—. ¡Identifíquense! El carro frenó a unos cincuenta metros del muro, y una figura junto al arriero se levantó para contestar: —Convoy de refuerzo procedente de Aventico y escolta, Lucio Batacio Bestia al mando. —¿Contraseña? —exigió Macro pese a conocer perfectamente a Bestia, el centurión superior de la segunda legión y, por tanto, muy por encima de su rango. —Erizo. ¿Permiso para aproximarnos? —Aproxímate, amigo. El carretero apremió con el látigo a los bueyes para subir la cuesta que conducía al portalón, y Macro fue hasta el postigo de la fortaleza. Abajo, los centinelas se apiñaban a un lado para refugiarse de la lluvia. —Abrid las puertas —ordenó Macro. Uno de los soldados se apresuró a descorrer el cerrojo y los otros apartaron la barra. Las puertas de madera crujieron al abrirse de par en par cuando el carro y a había alcanzado el final de la cuesta y tomaba impulso para entrar en el campamento. Desde la sala de guardia, Macro observó al carro hacerse a un lado. Bestia saltó de su asiento para hacer señas con su bastón de vid a la procesión de nuevos reclutas, que iban cruzando el umbral empapados. —¡Vamos, cretinos! ¡Moveos! ¡Deprisa! ¡Cuanto antes crucéis la puerta, antes entraréis en calor y antes os podréis secar! Los reclutas, que habían seguido al carro a lo largo de más de trescientos kilómetros, empezaron a agruparse a su alrededor una vez dentro. La mayoría vestía capas de viaje y llevaba sus pertenencias en un atillo. Los más pobres no llevaban nada; algunos, ni siquiera tenían capas y temblaban bajo la lluvia y el viento helado. Al final había una cadena de presos que habían preferido el ejército a la cárcel. Bestia enseguida se abrió paso entre la creciente multitud, apartando a los hombres con el bastón para hacerse un lugar entre ellos. —¡No os quedéis ahí como borregos! Haced sitio para los soldados de verdad. Poneos al final de la calle y alineaos aquí. ¡¡Ahora mismo!! El último de la fila cruzó a trompicones la entrada y siguió a los demás para ocupar un lugar en la línea irregular que se estaba formando frente al carro.

Por último, la escolta de veinte hombres entró marcando el paso y se detuvo sincrónicamente al grito de mando de Bestia. Hizo un pausa para evidenciar la comparación. Mientras, Macro daba a los centinelas la orden de cerrar las puertas y volver a su trabajo. Bestia se volvió hacia los reclutas con las piernas abiertas y las manos sobre las caderas. —Estos hombres —Bestia los señaló con la cabeza— son miembros de la segunda legión, la legión augusta, la más fuerte de todo el ejército romano, no lo olvidéis. No hay una sola tribu bárbara, por muy remota, que no haya oído hablar de nosotros ni sienta pánico hacia nosotros. La segunda legión es la unidad que ha matado a más escoria germana y la que más territorio suyo ha conquistado. Y todo porque preparamos a nuestros hombres para ser los luchadores más malvados, más despiadados y más duros del mundo civilizado… Vosotros, en cambio, sois un montón de inútiles fofos e insignificantes. Ni siquiera sois hombres. Sois la forma de vida menos digna de llamarse romana. Os desprecio a todos y voy a eliminar toda la escoria para que sólo los mejores entren a formar parte de mi querida segunda legión y sirvan bajo el águila. Os he estado observando desde Aventico y, señoritas, no me han impresionado precisamente. Os alistasteis y ahora sois todos míos. Os instruiré, os curtiré, os haré hombres. Y entonces, si estáis preparados, y cuando y o lo decida, sólo entonces, os permitiré ser legionarios. Si alguno de vosotros no me da hasta la última brizna de energía y dedicación, lo destrozaré con esto —levantó en alto el sarmiento retorcido para que todos lo vieran—. ¿Ha quedado claro, miserables? Los reclutas asintieron en un murmullo; algunos, de tan cansados, lo hicieron con la cabeza. —¿Qué se supone que ha sido eso? —Bestia gritó enfadado—. ¡No he oído una mierda! Se acercó a los reclutas y agarró a uno por el cuello de la capa. Macro se percató de que éste no iba vestido como los demás. El corte de la capa era sin lugar a dudas caro, a pesar del barro endurecido que lo cubría. Era el soldado más alto, aunque delgado y de aspecto delicado: la víctima perfecta para un castigo ejemplar. —¿Qué mierda es esto? ¿Qué carajo hace un soldado con una capa más cara de lo que yo me puedo permitir? ¿La has robado, muchacho? —No —contestó el recluta con tranquilidad—. Me la dio un amigo. Bestia le dio un golpe en el estómago con el bastón, y el recluta se dobló y cay ó al suelo sobre un charco.

Bestia le miraba con el bastón levantado, a punto para otro golpe. —¡Cuando te dirijas a mí, di señor! ¿Entendido?

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