debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


El Abominable Hombre de Säffle – Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Cuando un veterano agente de la policía sueca muere asesinado en un hospital, el comisario Martin Beck cree encontrarse ante un caso de fácil resolución. El cuerpo del difunto, que presenta profundas heridas de bayoneta, ha debido ser el blanco de un maníaco que se ha ensañado a conciencia con su víctima. Pero Beck irá atando cabos a medida que la investigación del brutal asesinato avance, topándose de repente con un historial de abusos y brutalidad policial que no deja precisamente en buen lugar a la víctima. Los expeditivos métodos del agente Nyman convierten a cualquiera que haya pasado por una de sus celdas en un potencial asesino en busca de venganza.


 

Poco después de medianoche dejó de pensar. Había estado escribiendo algo un poco antes, pero ahora el bolígrafo azul yacía delante de él, sobre el periódico, exactamente en la columna de la derecha del crucigrama. Estaba sentado erguido e inmóvil sobre una vieja silla de madera, frente a una mesa baja en aquella pequeña habitación del ático. Sobre su cabeza colgaba una pantalla redonda y amarillenta con un gran reborde. El tejido había empalidecido por el tiempo, y la luz de la débil bombilla era nebulosa e insegura. Todo estaba tranquilo en la casa. Pero era una quietud relativa, pues dentro había tres personas respirando, y del exterior venía un murmullo indistinto, como un latido apenas discernible. Como el del tráfico en unas lejanas carreteras, o el de un distante mar revuelto. El sonido de un millón de seres humanos. De una gran ciudad en su sueño lleno de ansiedad. El hombre de la habitación del ático estaba vestido con un pesado chaquetón beige, pantalones grises de esquiar, un jersey negro con cuello alto, hecho a máquina, y botas negras de esquiador. Tenía un bigote grande aunque bien cuidado, sólo una tonalidad más oscuro que el cabello peinado cuidadosamente hacia atrás y formando ángulo sobre la cabeza. Su cara era estrecha, de neto perfil y rasgos pronunciados, y tras la rígida máscara de resentimiento, acusación e intención obstinada, había una expresión casi infantil, de debilidad y perplejidad atray entes, y, sin embargo, un poco calculadora. Sus ojos azul claro eran graves, pero sin expresión. Daba la impresión de ser un muchacho que de repente se hubiera hecho mayor. El hombre siguió sentado inmóvil durante casi una hora, con las palmas de las manos apoy adas sobre las rodillas, los ojos mirando fijamente al mismo lugar del florido empapelado ya descolorido. Luego se levantó, atravesó la habitación, abrió la puerta de una alacena, alzó la mano izquierda y tomó algo de un estante. Un objeto largo y fino envuelto en un blanco paño de cocina con borde rojo. El objeto era una bayoneta de fusil. La metió en su vaina de acero azul, después de haberle quitado cuidadosamente la grasa amarillenta. A pesar de que era un hombre alto y más bien robusto, sus movimientos eran rápidos, flexibles y precisos, y sus manos tan rápidas como su mirada.


Hebilló su correa y la pasó por el ojal de cuero de la cintura. Luego se subió la cremallera de la chaqueta, se puso un par de guantes y un gorrito de lana a cuadros y salió de la casa. La escalera de madera crujió bajo su peso, aunque sus pasos no fueron audibles. La casa era pequeña y vieja y se erguía en la cima de una colina que dominaba la autopista. Era una noche helada y estrellada. El hombre del gorrito de lana dobló la esquina de la casa y se dirigió con la seguridad de un sonámbulo hacia el camino de atrás. Abrió la portezuela delantera izquierda de su Volkswagen, entró en el coche, se sentó al volante y ajustó la bayoneta, que descansó sobre su muslo derecho. Luego puso en marcha el motor, encendió los faros, salió retrocediendo a la carretera y se dirigió hacia el norte. En la oscuridad de la noche el automóvil negro rodó a toda velocidad, de modo preciso e implacable, como si fuera un vehículo sin peso en el espacio. Fueron apareciendo edificios a lo largo de la carretera, y la ciudad surgió bajo su cúpula de luces, enorme, fría y desolada, despojada de todo, excepto de las desnudas superficies de metal, cristal y cemento. Ni siquiera en el centro de la ciudad había vida callejera a aquellas horas de la noche. Con la excepción del paso de algún taxi, dos ambulancias y un coche de la policía, todo parecía muerto. El coche de la policía era negro con guardabarros blancos y cruzó rápidamente alejándose en la propia alfombra del sonido de su sirena. Las luces del tráfico cambiaban del rojo al amarillo y al verde, y del verde al amarillo y al rojo con una monotonía mecánica sin significado. El coche negro circulaba estrictamente de acuerdo con las normas del tráfico, jamás excedía la velocidad máxima permitida, aminoraba la marcha ante todos los cruces de calles y se detenía frente a todos los semáforos. Se dirigió por la Vasagatan pasando por la Estación Central y el recién terminado hotel Sheraton-Stockholm, giró a la izquierda en Norra Bantorget y siguió al norte por Torsgatan. En la plaza había un árbol iluminado y el autobús 591 esperando en su parada. La luna aparecía sobre St. Eriksplan y las manecillas azules de neón del edificio Bonnier indicaban la hora. Eran las dos menos veinte. En ese instante, el hombre que iba en el coche cumplía precisamente los treinta y seis años de edad. Ahora se dirigió hacia el este a lo largo de Odengatan, pasó junto al desierto parque Vasa, con sus frías farolas blancas y las gruesas y ramificadas sombras de diez mil ramajes de árboles sin hojas. El coche negro giró otra vez a la derecha y rodó unos ciento veinticinco metros más hacia el sur a lo largo de Dalagatan. Luego frenó y se detuvo. Con estudiada negligencia, el hombre del chaquetón y el gorrito de lana aparcó el coche metiendo dos ruedas en la acera, frente a la escalera del instituto Eastman.

Se apeó en la oscuridad y cerró de un portazo la portezuela. Era el sábado 3 de abril de 1971. Hora: la una y cuarenta minutos. No había ocurrido nada en particular. 2 A las dos menos cuarto la morfina dejó de causar efecto. Él se había puesto la última inyección poco antes de las diez, lo que significaba que la narcosis duraba menos de cuatro horas. El dolor volvió esporádicamente; primero lo sintió en el lado izquierdo del diafragma y luego también, al cabo de unos minutos, en el lado derecho. Después irradió hacia su espalda y se extendió a todo el cuerpo, de modo rápido, cruel y mordiente, como si buitres hambrientos le desgarraran las entrañas. Estaba tumbado de espaldas en la alta y estrecha cama y miraba fijamente al blanco techo de yeso, donde el pálido fulgor de la luz nocturna y los reflejos del exterior ejecutaban un dibujo de sombras angular y estático que era indescifrable, y tan frío y repelente como la propia habitación. El techo no era plano, sino arqueado ligeramente en dos curvas, y parecía distante. Era alto, de unos tres metros y medio sobre el suelo, y tan anticuado como todo lo que formaba parte del edificio. La cama estaba situada en medio de la habitación, sobre el pavimento de piedra y sólo había otras dos piezas de mobiliario: la mesita de noche y una silla de recto respaldo. Las cortinas no habían sido corridas del todo y la ventana estaba entreabierta. Por aquella abertura de cinco centímetros entraba el aire entre helado y fresco de la noche intermedia entre invierno y primavera que imperaba afuera; pero él, sin embargo, se sentía desagradablemente sofocado por el olor a podrido de las flores que había sobre la mesita de noche y de su propio cuerpo enfermo. No había dormido, sino que permanecía acostado y en silencio, pensando en que pronto se acabaría el efecto de la droga. Hacía una hora que había oído pasar a la enfermera de noche, con sus zapatos de madera, frente a la doble puerta del pasillo. Desde entonces no había oído nada excepto el rumor de su propia respiración y quizás el de su sangre, latiendo de modo pesado y desigual por todo su cuerpo. Pero no se oían ruidos distintos; eran más bien figuraciones de su imaginación, compañeras adecuadas a su temor a la agonía que empezaría pronto y a su temor irracional a morir. Siempre había sido un hombre duro, poco dispuesto a tolerar errores o debilidades en otros, y jamás estuvo preparado para reconocer que él también podía tener fallos, físicos o mentales. Ahora sentía temor y estaba dolorido. Le parecía haber sido traicionado y pillado por sorpresa. Sus sentidos se habían agudizado durante las semanas transcurridas en el hospital. De modo antinatural había llegado a ser sensible a todas las formas de dolor, y se estremecía sólo ante la perspectiva de una iny ección o de la aguja de la jeringuilla en el pliegue de su brazo cuando las enfermeras le extraían diariamente la muestra de sangre. Además, tenía miedo de la oscuridad; no podía soportar quedarse solo y había aprendido a oír ruidos que jamás oyó antes. Los exámenes —a los que los doctores, con bastante ironía, llamaban la « investigación» —, agotaban sus fuerzas y le hacían sentirse peor.

Y cuanto más enfermo se sentía, hacíase más intenso su temor a la muerte, hasta que ello circunscribía toda su vida consciente y le dejaba completamente desnudo, en un estado de desenmascaramiento espiritual y de casi egoísmo obsceno. Algo susurró fuera de la ventana. Un animal, desde luego, deslizándose sobre el lecho de rosas marchitas. Un ratón campestre o un erizo, quizás un gato. Pero ¿no invernaban los erizos? Debía de ser un animal, pensó, y luego, no teniendo y a el control de sus actos, levantó su mano izquierda hacia el timbre eléctrico que pendía al alcance de su mano, con el cordón enrollado en el barrote de la cama. Pero cuando sus dedos palparon el frío metal de la cabecera de la cama, le tembló la mano en un espasmo involuntario, y el timbre se le escapó y al caer en el suelo produjo un ligero ruido de matraca. Ese ruido le hizo sobreponerse. Si hubiera apretado con la mano el interruptor, una luz roja se habría encendido sobre su puerta, en el pasillo, y la enfermera de noche habría acudido en seguida con paso rápido desde su habitación, taconeando con sus chanclos de madera. Pero aunque tenía miedo, como era vanidoso, casi se alegró de no haber podido llamar. La enfermera nocturna habría entrado en la habitación, encendido la luz de cabecera y se hubiese quedado mirándole fijamente en tanto él yacía allí impedido y desgraciado. Se estuvo quieto un rato, sintiendo que el dolor volvía a apoderarse de él y luego aumentaba en oleadas repentinas, como si fuera una locomotora conducida por un ingeniero loco. De repente se dio cuenta de una nueva necesidad. Tenía que orinar. Había una botella al alcance de su mano, metida en la papelera de plástico amarillo que había tras la mesita de noche. Pero él no quería usarla. Le estaba permitido levantarse, si quería. Uno de los médicos incluso le había dicho que le convendría moverse un poco. Así que pensó levantarse, abrir la doble puerta e ir por el pasillo hasta el retrete, que estaba en el otro extremo del corredor. Era como una distracción, por hacer algo, algo que daría que pensar a su mente durante un rato. Apartó a un lado la sábana y la manta, se incorporó y sentó en el borde de la cama. Durante unos instantes, permaneció en esta posición, con los pies colgando, mientras tiraba de la blanca bata de noche y oía crujir debajo de él la cubierta de plástico del colchón. Luego, cuidadosamente, se incorporó, se puso de pie en el suelo, y sintió bajo sus pies el frío de la piedra. Trató de erguirse, a pesar de los vendajes que sujetaban su bajo vientre y le apretaban las caderas, y lo logró. Aún llevaba los sujetadores de espuma de plástico que sirvieron para la aortografía del día anterior. Sus zapatillas estaban junto a la mesita de noche y metió los pies dentro de ellas.

Luego anduvo con cuidado, a tientas, hacia la puerta. La abrió y en seguida salió al oscuro pasillo y se dirigió hacia el retrete. Fue luego al lavabo y se lavó las manos con agua fría. Emprendió el regreso y se detuvo en el pasillo para escuchar. El ahogado sonido del transistor de la enfermera de noche le llegaba de lejos. Sentía dolores otra vez y de nuevo empezó a tener miedo. Pensó si no sería mejor que fuera y pidiese que le pusieran un par de iny ecciones. No le causarían mucho efecto; pero ella tendría que abrir el botiquín, sacar la botella y darle un poco de jugo; de ese modo al menos habría alguien que se ocuparía de él por un rato. Habría una distancia de unos veinte metros hasta el despacho, y se tomó su tiempo. Arrastraba los pies lentamente y los faldones de su sudado batín azotaban sus pantorrillas. El cuarto de guardia estaba iluminado; pero allí no había nadie. Sólo el transistor funcionando entre dos tazas de café vacías. La enfermera de noche y el ordenanza deberían de estar en otra parte. La habitación empezó a darle vueltas y él tuvo que apoyarse contra la puerta. Al cabo de un minuto se sintió un poco mejor y regresó despacio hacia su habitación a través del pasillo a oscuras. La puerta doble estaba tal como él la había dejado, ligeramente entreabierta. La cerró con cuidado, dio los pocos pasos que le separaban de su cama, se quitó las zapatillas, se echó de espaldas y, con un estremecimiento, se subió la sábana y la manta hasta la barbilla. Permaneció inmóvil, con los ojos abiertos, y oyó al tren expreso que pasaba traqueteando a través de su cuerpo. Había algo diferente en la habitación. El dibujo del techo había cambiado un poco. Se dio cuenta de ello en seguida. Pero ¿qué había hecho cambiar el dibujo de sombras y reflejos? Recorrió con la mirada las paredes desnudas, luego volvió la cabeza a la derecha y miró hacia la ventana. La ventana había quedado abierta cuando él salió de la habitación. Estaba seguro de eso. Ahora estaba cerrada.

El terror se apoderó de él inmediatamente y alzó la mano hacia el timbre. Pero no estaba en su sitio. Había olvidado recoger el cordón y el pulsador cuando cay eron al suelo. Apretó firmemente los dedos alrededor del tubo de hierro donde debería de haber estado el llamador, y miró con fijeza a la ventana. La abertura entre las dos largas cortinas seguía siendo de cinco centímetros de ancho; pero ya no colgaban como habían colgado, y la ventana estaba cerrada. ¿Acaso alguien del personal habría estado en la habitación? No era muy probable. Sintió salir un sudor frío por todos sus poros, y su pijama le pareció helado y pegajoso en contacto con su piel sensible. Completamente a merced de su temor e incapaz de apartar los ojos de la ventana, empezó a incorporarse en la cama. Las cortinas colgaban absolutamente inmóviles; pero él estaba seguro de que había alguien detrás de ellas. ¿Quién será?, pensó. ¿Quién? Y entonces, con un último chispazo de sentido común, se dijo: « Debe de ser una alucinación» . Se puso de pie al lado de la cama, enfermo e inseguro, con los pies desnudos sobre el suelo de piedra. Dio dos pasos poco firmes hacia la ventana, se detuvo y se inclinó ligeramente, con los labios temblorosos. El hombre que había junto a la ventana apartó las cortinas con la mano derecha y, simultáneamente, con la izquierda, sacó la bayoneta. En la larga y ancha hoja brillaron unos reflejos metálicos. El hombre del chaquetón y del gorrito de lana a cuadros, dio dos rápidos pasos hacia adelante y se detuvo, con las piernas separadas, alto, erguido, con el arma a la altura del hombro. El enfermo lo reconoció en seguida y empezó a abrir la boca para gritar. El pesado mango de la bay oneta le golpeó en la boca y él sintió que se le desgarraban los labios y se rompía su dentadura artificial. Eso fue lo último que sintió. El resto fue demasiado rápido. El tiempo se alejó de él. El primer golpe le alcanzó en el lado derecho del diafragma, justo debajo de sus costillas, mientras la bay oneta se hundía hasta la empuñadura. El enfermo estaba todavía de pie, con la cabeza echada hacia atrás, cuando el hombre del chaquetón alzó el arma por tercera vez y le hizo un corte en el cuello, desde la oreja izquierda a la derecha. Un rumor de borboteo, ligeramente silbante, salió de la tráquea abierta. Nada más.

3 Era un viernes por la noche y los cafés de Estocolmo deberían de haber estado llenos de personas felices y divirtiéndose después de los afanes de la semana. Pero no era así, y no resultaba difícil adivinar por qué. En el transcurso de los cinco años anteriores los precios de los restaurantes casi se habían doblado, y muy poca gente que viviera de un sueldo podía permitirse el lujo de cenar fuera de casa, ni siquiera una noche al mes. Los dueños de restaurantes se quejaban y hablaban de crisis; pero quienes no habían convertido sus establecimientos en tabernas o discotecas para atraer a una juventud que gastaba fácilmente el dinero, lograron mantener la cabeza por encima del agua gracias a que cada vez era may or el número de hombres de negocios con tarjetas de crédito y dietas para gastos, que preferían llevar a cabo sus transacciones ante una mesa bien provista. El Golden Peace en la ciudad antigua no era una excepción. Era tarde, y el viernes había pasado a ser sábado; pero durante la última hora hubo sólo dos huéspedes en el comedor de la planta baja: un hombre y una mujer. Habían comido bistec a la tártara y ahora bebían café y punsch y hablaban en voz baja frente a la mesa situada en el cenador. Dos camareras estaban sentadas doblando servilletas ante una mesita frente a la entrada. La más joven, que era pelirroja y parecía cansada, se levantó y echó una mirada al reloj que había encima de la barra. Bostezó, tomó una servilleta, y se dirigió hacia los huéspedes que estaban en el cenador. —¿Querrán tomar algo más antes de que el bar cierre? —preguntó empleando la servilleta para recoger algunas motas de tabaco que habían caído sobre el mantel—. ¿Quiere más café, inspector? Martin Beck se dio cuenta, sorprendido, de que le halagaba que ella supiera quién era él. Normalmente le irritaba que le recordasen que, como jefe de la Brigada Nacional de Homicidios, él era un personaje más o menos público; pero ya hacía tiempo que su foto no había salido en los periódicos, o aparecido en la televisión, así que tomó las palabras de la camarera como una señal de que en el Golden Peace empezaban a mirarlo como a un cliente regular. Cosa que, además, era cierta. Hacía dos años que vivía no muy lejos de aquí y cuando algunas veces salía a la calle a comer, generalmente prefería ir al Golden Peace. El que tuviera una compañera, como sucedía esta noche, era menos frecuente. La muchacha que estaba frente a él era su hija Ingrid. Tenía diecinueve años, y si uno pasaba por alto el hecho de que ella era muy rubia y él muy moreno, se parecían muchísimo. —¿Quieres más café? —preguntó Martin Beck. Ingrid negó con la cabeza y la camarera se retiró para preparar la cuenta. Martin Beck sacó la botellita de punsch del cubo de hielo y vertió en dos vasos lo que quedaba. Ingrid se tomó el contenido del suy o. —Deberíamos de hacer esto más a menudo —dijo ella. —¿Beber punsch? —¡Humm! Es muy bueno. No, quiero decir reunirnos.

La próxima vez te invitaré y o a cenar. En mi apartamento de Klostervägen. No lo has visto todavía. Ingrid se había ido de casa tres meses antes de que sus padres se separasen. Martin Beck se preguntaba a veces si él habría tenido la fuerza suficiente para terminar su estancado matrimonio con Inga si Ingrid no le hubiera animado. Ella no se sentía feliz en casa y se había mudado con un amigo aún antes de salir de la escuela superior. Ahora estaba estudiando sociología en la Universidad, y acababa de encontrar un apartamento de una sola habitación en Stocksund. De momento estaba realquilada; pero tenía perspectivas de convertirse en la arrendataria. —Mamá y Rolf fueron a verme anteayer —dijo ella—. Esperaba que tú hubieses ido también; pero no pude localizarte. —Es que he estado en Örebro un par de días. ¿Cómo se encuentran? —Bien. Mamá me llevó un baúl lleno de cosas: toallas, servilletas, aquel servicio de café azul, y yo no sé qué más. ¡Ah! Y hablamos del cumpleaños de Rolf. Mamá quiere que vay amos y cenemos con ellos. Si tú puedes… Rolf era tres años menor que Ingrid. Eran tan diferentes como puedan serlo un hermano y una hermana, pero siempre se habían llevado bien. La pelirroja acudió con la cuenta. Martin Beck pagó y terminó de beber el contenido de su vaso. Miró su reloj de pulsera. La una menos dos minutos. —¿Nos vamos? —preguntó Ingrid, tomándose rápidamente las últimas gotas de su punsch. Echaron a andar en dirección norte por Österlanggatan. El cielo estaba estrellado y el viento era muy frío. Un par de mozalbetes borrachos salieron de Drakens Gränd, gritando y escandalizando hasta que los muros de los viejos edificios les respondieron con su eco.

Ingrid pasó la mano bajo el brazo de su padre y acompasó su paso al de él. Ella tenía unas piernas largas y delgadas, casi huesudas, pensó Martin Beck, pero no dejaba de repetir que tendría que ponerse a régimen. —¿Quieres subir? —le preguntó él en la cuesta que llevaba hacia Köpmantorget. —Sí, pero sólo para llamar a un taxi. Es tarde y tú tienes que dormir. Martin Beck bostezó. —La verdad es que estoy muy cansado —reconoció. Un hombre estaba en cuclillas al pie de la estatua de San Jorge y el dragón. Parecía estar durmiendo, la frente descansando sobre las rodillas. Cuando Ingrid y Martin Beck pasaron junto a él, alzó la cabeza y dijo algo inarticulado en un tono de voz alto y espeso, luego estiró sus piernas hacia delante y se quedó dormido con la barbilla sobre el pecho. —Debería irse a dormir al Nicolai —comentó Ingrid—. Hace mucho frío para estar sentado a la intemperie. —Ya se le pasará la mona y se irá allí —dijo Martin Beck—. Lo admitirán si hay sitio. Ya hace tiempo que dejó de ser mi trabajo encargarme de recoger borrachos. Siguieron caminando en silencio por Köpmangatan. Martin Beck estaba pensando en el verano de hacía veintidós años, cuando llevó a un vagabundo a la comisaría del Nicolai. Estocolmo era entonces una ciudad diferente. La ciudad antigua era pequeña e idílica. Quizás hubiera más alcoholismo, pobreza y miseria, por supuesto; antes de que derribaran las viviendas insanas, restaurasen los edificios y elevaran los alquileres, de modo que los antiguos arrendatarios y a no pudieron quedarse. Vivir allí se había puesto de moda, y él mismo era uno de los pocos privilegiados. Subieron hasta el último piso en el ascensor, que había sido instalado cuando renovaron el edificio, y era uno de los pocos de la ciudad antigua. El apartamento estaba completamente modernizado y consistía en un recibidor, una cocinita, un baño y dos habitaciones cuyas ventanas daban a un gran patio hacia el este. Las habitaciones eran más bien pequeñas y asimétricas, con profundas ventanas saledizas y techos bajos. La primera de las dos habitaciones estaba amueblada con cómodas mecedoras y mesas bajas y tenía una chimenea.

En la habitación interior había una amplia cama enmarcada por estantes y aparadores empotrados y, junto a la ventana, un enorme bufete con cajones en la parte baja. Sin quitarse el abrigo, Ingrid fue a sentarse ante el bufete, alzó el auricular y marcó el número para pedir un taxi. —¿No te quedas un momento? —le preguntó Martin desde la cocina. —No, quiero irme a casa y acostarme. Estoy muerta de fatiga. Y tú estás cansado también. Martin Beck no hizo ninguna objeción. De repente no sintió sueño, a pesar de que toda la noche había estado bostezando, y en el cine —a donde había ido a ver la película de Truffau Los 400 golpes—, había estado varias veces a punto de dormirse. Ingrid logró finalmente un taxi, se dirigió a la cocina, y besó a Martin Beck en la mejilla. —Gracias por el buen rato que me has hecho pasar. Te veré en la fiesta de cumpleaños de Rolf, si no antes. Que duermas bien. Martin Beck la acompañó hasta el ascensor, y le deseó buenas noches antes de cerrar la puerta y regresar a su apartamento. Vertió en un vaso grande la cerveza que había sacado del refrigerador, y se dirigió a su mesa de trabajo, ante la cual se sentó. Luego fue hasta el tocadiscos que había junto a la chimenea, echó un vistazo a sus discos y puso sobre la placa giratoria uno de los Conciertos de Brandeburgo de Bach. El edificio estaba bien aislado y él sabía que podía poner el volumen alto sin molestar a los vecinos. Se volvió a sentar ante la mesa y se bebió la cerveza, que estaba agradable y fría y le quitó el gusto dulzón y pegajoso del punsch. Tomó un « florida» , puso el cigarrillo entre sus dientes y encendió una cerilla. Luego apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente a través de la ventana. El cielo primaveral se arqueaba con un azul profundo y estrellado sobre el tejado bañado por la luna, al otro lado del patio. Martin Beck escuchó la música y dejó que sus pensamientos vagaran libremente. Se sintió descansado y contento. Al volver el disco, se dirigió hacia el estante que había sobre la cama y bajó un modelo casi terminado del clipper Flying Cloud. Trabajó con los mástiles y vergas durante casi una hora, antes de volver a dejar el modelo en su estante. Mientras se desvestía, admiró con cierto orgullo sus dos modelos completos: el Cutty Sark y el buque escuela Danmark.

Pronto ya sólo le quedaría por hacer la arboladura izquierda del Flying Cloud, la parte más difícil y engorrosa. Fue andando desnudo hasta la cocina y puso el cenicero y el vaso de la cerveza sobre el poyo, junto al fregadero. Luego apagó todas las luces, excepto la que había sobre su almohada; dejó un poco entreabierta la puerta del dormitorio y se fue a la cama. Dio cuerda al reloj, que señalaba las dos y treinta y cinco, y comprobó que el timbre despertador no tenía cuerda. Esperaba tener libre el día siguiente y poder dormir hasta que quisiera.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |