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Efecto domino – Chloe Santana

¿Se podía morir de amor? Nunca antes se había formulado aquella pregunta, pero mientras recorría el largo pasillo del hospital, sentía que su corazón se paralizaba a cada nuevo paso. Perseguía la camilla que transportaba al hombre que había jurado proteger de sí misma, y al tipo del que prometió no enamorarse. A aquellas alturas, sobraba admitir que era pésima cumpliendo las promesas que se hacía a sí misma. La idea de perderlo la aterrorizaba. Un pinchazo se apoderó de su pecho al contemplar el cuerpo inerte sobre la camilla. Había gritado tantas veces su nombre que el hecho de susurrarlo le dolía demasiado. Incluso deseaba que él se despertara para que volvieran a discutir como dos idiotas que estaban demasiado enamorados el uno del otro para admitirlo sin sentir miedo. ¿Miedo? La había perseguido toda su vida, pero el sentimiento era incomparable a la agonía que le producía su posible perdida. A veces era necesario que la realidad te abofeteara para que la contemplaras en toda su mediocridad. Con tus errores salvables y tus victorias factibles. Con todo lo que podías perder si no tenías valor para afrontar aquellas inseguridades que quizás merecieran la pena. Entre el quizás y el miedo se había movido su vida. Un camino de probabilidades condicionadas en el que siempre eligió el atajo fácil. El atajo fácil del engaño feliz y pasajero. El de las lágrimas lloradas en silencio y a oscuras. Se había esforzado en no demostrar debilidad. ¿Y todo para qué? Para terminar llorando en el pasillo de un hospital, rogándole a Dios y a los médicos, a la vida y a la muerte, que no se llevaran al hombre del que se había enamorado de manera irremediable. Una mano trenzó la suya. Aquel gesto de apoyo la conmovió, porque en aquel momento no existía para ella mayor enemiga que la muerte. Abrazó a la mujer que tenía a su lado y sollozó como una niña pequeña y angustiada. Como una chiquilla enamorada, al fin y al cabo. ─Tiene que vivir ─exigió conmocionada─. Lo necesito… 1 Treinta días antes. Eran las seis y cuarto de la mañana cuando se despertó. No importaba a qué hora programara su despertador, pues había adquirido la indeseada habilidad de desvelarse unos minutos antes de que la alarma sonara.


Estiró los brazos y soltó un bostezo. A su lado, el cuerpo del hombre le daba la espalda como solía hacer siempre que culminaba rendido tras el sexo. Se conocían desde hacía años y jamás habían cruzado la línea que los estabilizara más allá de los amigos con derecho a roce. Ambos hacían su vida y de vez en cuando se reencontraban pese a la distancia que los separaba. Se puso en pie y lo zarandeó ofuscada para que se despertara. No toleraba que ningún hombre invadiera su intimidad, y la otra noche había ido demasiado lejos al permitir que Dominique se quedara a dormir en su casa. El hombre se dio la vuelta, mostrándole un torso desnudo y esbelto que Mónica ya había contemplado otras veces. Unos ojos azules y somnolientos la saludaron con aquella sonrisa pendenciera. El cabello rojizo y rizado le caía sobre la frente confiriéndole un aspecto bohemio y encantador. Dominique provocaba que las mujeres suspiraran por él y sollozaran al no comprender su carácter despreocupado, rebelde y en ocasiones ególatra. Mónica sabía que habría caído rendida al encanto del artista de no haberlo conocido en el momento más complicado de su vida. Tras aquel incidente se había cerrado al amor, y lo único a lo que se aferraba era algún que otro revolcón sin compromiso con un hombre tan interesante como Dominique. ─Bonjour, ma belle ─la saludó, alargando la última vocal con una cadencia seductora. Dominique llevaba al máximo aquello del artista bohemio. Hacía el amor de madrugada, se inspiraba por la noche y dormitaba hasta medio día. Pero Mónica detestaba la impuntualidad, por lo que le arrebató la sábana de un manotazo. ─Tienes que irte. En una hora tengo que coger el avión ─lo instó en tono apremiante. Él esbozó una mueca de fastidio. Incorporándose con lentitud, la atrajo hacia sí para mordisquearle el cuello. Mónica suspiró. ─Me encanta tu olor, ma douce… C´est tres sensuelle… ─Dominique, tengo que irme… ─insistió, con menos énfasis del debido. El francés capturó su boca e hizo caso omiso a su petición. Las manos pálidas le recorrieron los hombros desnudos hasta asentarse en la curva de la cadera, consiguiendo atraerla hacia sí. Apretó su cuerpo contra el de ella y tumbó todo el peso sobre Mónica, por lo que esta se tensó y apoyó las manos sobre el pecho para apartarlo de un empujón.

Él se disculpó con una sonrisa triste y forzada. ─Tus reglas, lo sé ─intentó tranquilizarla al tomar su barbilla con dos dedos y depositar un beso suave sobre los labios, pero ella se removió incómoda─. Ma belle… jamás haría nada que pudiera incomodarte. Pese a que Mónica lo sabía, se levantó de un golpe y se encerró malhumorada dentro del cuarto de baño. Nunca superaría su terror al contacto físico. Ni siquiera los años de intimidad y la amistad compartida con Dominique lograban tranquilizarla, pues cada vez que un hombre se colocaba encima suya el terror la invadía y las náuseas se apoderaban de todo su cuerpo. Treinta minutos después salieron de la vivienda. Pese a que Dominique insistió en acercarla al aeropuerto, Mónica arrastró su maleta hacia un taxi cercano. El hombre se encogió de hombros tras contemplar como se subía al vehículo. Si existía un tipo capaz de comprender a esa mujer, él mismo le estrecharía la mano para ofrecerle su más sincera enhorabuena. Desgraciadamente, hacía años que la conocía y seguía diciéndose a sí mismo que ella era un verdadero misterio. *** Volar no le producía ningún sentimiento más allá de la indiferencia, pero aquel día era distinto. Se sentía nerviosa pese a que se esforzaba en disimular lo contrario. Por culpa de su mejor amiga y de un trabajo aceptado a última hora, volvería a encontrarse con él. Hacía un año que no se veían, pero los recuerdos de su último encuentro latían en su memoria para avivar su nerviosismo. Pese al fuego inicial, ninguno de los dos había hecho nada para comunicarse con el otro. Quizás debería haber contactado con él, pero siempre que caviló aquella opción terminó por desecharla como algo absurdo. Tal vez él no había sentido lo mismo, pese a que la atracción fue palpable desde el principio. Y para colmo, ahora se veía obligado a recogerla en la parada del aeropuerto por culpa de Sara. Su amiga le sugirió que le ofreciera un tour por la ciudad antes de dejarla en el hotel, pero todos sabían que lo que en realidad movía a Sara era su intención de ejercer como Celestina. Recordó la primera vez que se vieron y no pudo evitar sonreír. Ella había sido consciente del influjo sexual ejercido sobre el hombre, pero se mantuvo aparentemente inconsciente con el deseo de saber hasta dónde era capaz de llegar. Lástima que hubiera sido tan educado…

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