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Edad prohibida – Torcuato Luca de Tena

Al autor de EDAD PROHIBIDA le parece que leer su novela de un tirón es una ofensa. A mí me parece un elogio. Yo la he leído de un tirón. El autor la ha escrito con cuidado, con mimo, con morosidad. Cada frase alude a una experiencia, real o imaginaria, pero entrañable. Es natural que tema al lector que devora página tras página, atropellando matices y sin tomarse un descanso en los rincones del relato. Pero, si una novela es un trozo palpitante de vida, puede haber quien desee sumergirse en ella plenamente y empaparse, como quien se empapa en una experiencia personal. Para mí leer una novela no es una operación intelectual; no tengo la suerte de leerlas guardando las distancias. Por eso, o las leo de un tirón, o las dejo, en cualquier página, para no acordarme más de ellas. Para mí leer una novela es una experiencia vital. En el caso de EDAD PROHIBIDA, ese tirón en la lectura es aún más significativo si se tiene en cuenta que el desenlace se conoce. No es el tirón por saber el final de la trama, sino el que imprime el deseo de ver cómo los personajes van cristalizando su vida concretando en realidades las posibilidades que se adivinan viéndoles jugar en la playa de San Sebastián. EDAD PROHIBIDA está llena de intuiciones psicológicas de gran profundidad. (A lo mejor, el autor es más rumiador e introspectivo de lo que parece viéndole desde fuera, siempre saltando de una acción a otra, de un proyecto a otro). Enrique vive en el momento presente. El pasado y el futuro carecen para él de densidad. Sólo la presión del presente configura su vida; y es que su vida se halla secretamente enfriada y socavada por el tedio. Tiene que buscar sensaciones fuertes y extrañamente nuevas, porque no puede encontrar, en la vida cotidiana, el regusto de novedad que nos trae cualquier mínimo suceso. La búsqueda de lo nuevo es, a veces, descomunal; pero eso ocurre en ciertas vidas. El personaje es auténtico, de una implacable realidad; incluso en esa reacción final, orgullosa y distante, cuando la vida le aprisiona y le demuestra que no se puede jugar con ella. El mundo está poblado de Anastasios. Gracias a ellos es posible la vida en común; precisamente por su poquedad, o mejor por su apocamiento que les impide realizarse plenamente. Hay en Anastasio el presentimiento de que le falta un poco de Enrique, y en Enrique un poco de Anastasio. Ellos y los demás crecen descubriendo el mundo, incluso de espaldas a lo que en España estaba ocurriendo entonces. El mundo que descubre el adolescente no es el mundo histórico, concreto, de los mayores —en EDAD PROHIBIDA el mundo de la guerra—, sino un mundo más permanente y metafísico.


Es el mundo que está en la otra orilla de la niñez. El tránsito es tan grande, que en muchos pueblos primitivos tiene carácter de rito de iniciación sacra. Algo misterioso existe en la atmósfera de los adolescentes, algo que quiere enseñamos a comprender EDAD PROHIBIDA. La contraposición entre Enrique y Anastasio hace ver claramente el problema de la distancia psicológica. Es lástima que la psicología tenga que apelar tantas veces, para expresar lo inefable, al vocabulario del mundo de las cosas. La adolescencia es madurez y es distancia. ¿Distancia de qué? Del caos interior, de los instintos que se despiertan, de una vaga y tremenda inquietud de raíz casi biológica, que impregna la atmósfera de la «edad prohibida». Es el salto de lo informe a lo formado, de la posibilidad a la realidad, del tránsito de una vida, poco menos que animal entregada a los estímulos circundantes, a la vida humana. La «prohibición» es la distancia que existe, en la intimidad, entre las corrientes submarinas, que pugnan por aflorar, y ese deseo de ser uno mismo, que es el misterio que consagra la adolescencia. La madurez, se obtiene cuando la distancia entre los impulsos y el centro personal es la adecuada. ¿Se obtiene alguna vez? ¿Hay alguien normal, verdaderamente normal? Todo depende de hallar la distancia justa interior. La externa viene dada por añadidura. Ni Enrique ni Anastasio acertaron, uno por menos y otro por más. Así es la vida. Así es la realidad. En Enrique, la distancia interior era inexistente. El impulso es acción casi en el momento de nacer. Su conducta va a saltos, a bandazos, sin ritmo interior. Por eso es posible que mate antes casi de que amanezca la idea de hacerlo. Su existencia es pura gratuidad. Pero Anastasio también falla. Toma demasiada distancia de sus impulsos internos; le falta «fuelle», como diría un castizo. No hace las grandes oposiciones, las que él podría hacer por su inteligencia y su gusto por el estudio. No despierta una gran pasión y ni siquiera la tiene. Su río interior cursa demasiado plácido.

Demasiadas inhibiciones, demasiadas repugnancias. No es un problema de exceso de reflexión, sino de flexión amortiguada. A Torcuato Luca de Tena le gusta nadar contra corriente. Si hay una manera de novelar actual es la desmelenada y tremendista. Las gentes le echan, en parte, la culpa a Freud. No tuvo él tanta culpa, sino que, por las razones que sean, que no voy a analizar, el gusto va por ahí. No hay otra autenticidad que la visceral, y aun entre las vísceras son más auténticas las más recónditas. Es necesario mostrarlas, y, a ser posible, sin usar guantes de goma, como los cirujanos, sino con las manos sucias. El hombre es así. Y en verdad que todo eso es humano; pero todo eso y mucho más. ¿Por qué no se avanza más en la descripción, en el «descanso ad ínferos»? Si la exigencia de autenticidad es tan grande ¿por qué no se llega hasta el fondo? Aun los que pretenden ser más auténticos, ponen un límite. No es cierto que toquen los últimos planos viscerales del hombre. La exigencia del límite es ineludible, porque pasado él se está en lo informe. Si esto es así ¿por qué criticar a los que buscan lo humano por otra vertiente? ¿Por qué creer que la huida del «feísmo» es traición estética? ¿No hay cierto fanatismo en la primera postura? Creo que hoy es más difícil novelar huyendo del «feísmo» que sumergiéndose en él. Precisamente porque la categoría estética dominante no es la de la belleza, sino la de lo interesante. Al hombre actual le interesan más los subterráneos que los alcázares de la personalidad. No siempre ha de ser así, no siempre será así. Una nueva forma de belleza espera, impaciente, escritores de raza que se atrevan a buscar inéditas veredas. También fatiga mucho la insistencia machacona de la geografía de lo subterráneo. Un poco de viento fresco, de aire puro, no está mal. La vida no es triste y tediosa, sino abierta y generosa. No hay sólo Enriques, sino también Anastasios y Celias, y jóvenes que quieren a sus padres y aman a su patria, como Andrés. La realidad es más compleja de lo que creen algunas sensibilidades encanijadas. ¡Cuán agrio es, muchas veces, el descubrimiento de la sexualidad! ¡Cuán próximo está el mundo de la sexualidad al de la náusea! ¡Cuántas veces la primera revelación sexual es traumatizante, como en Anastasio! La sexualidad no es siempre rosa, ni roja, sino a veces negra, simplemente negra. El mundo de la sexualidad está lleno de metafísica.

Reducirlo a fisiología es falsearlo. Antes de la edad prohibida puede haber más física. Después también, pero durante ella es imprescindible un poco de metafísica.

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