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Donde braman los vientos – Constanza Chesnott

Los gritos cesaron de golpe y a Jane se le encogió el corazón en el pecho. Mantuvo los ojos apretados de angustia y se ovilló aún más contra la esquina que la abrazaba en moho y frialdad de día y de noche, mientras Norman Turner, el hombre con quien un día quiso casarse, resistía el interrogatorio en la celda de al lado. Hacía horas que la noche había apagado completamente las grietas de luz que se filtraban entre los maderos que sellaban la ventana, pero la joven no se había dado cuenta. «Lo han matado», susurró queda; era imposible que hubiese aguantado la tortura de tantos días. Una tristeza densa le embargó el corazón, y las lágrimas se desbordaron sobre el demacrado rostro. Se sobresaltó al escuchar el portazo y pasos acercándose. Levantó la cabeza primero y luego se incorporó como si ardiese el suelo; se pegó a la pared abrazándose a sí misma, como si así pudiera protegerse de los desalmados que los tenían retenidos en la destartalada prisión. Los pasos se aproximaron más. Aguardó conteniendo la respiración. Ahora le tocaba a ella. ¿Podría resistirlo?, se preguntó. —¡Carajo! Yanqui malparido, la chingada madre que lo parió. Me cansé de este pinche malnacido. ¡Ramírez, me lo fusilan al alba! —escuchó la voz del teniente Toza, quien se había parado delante de su puerta. —A sus órdenes, mi teniente —respondió el subalterno. Los pasos se alejaron. Jane soltó un suspiro amargo y se dejó caer escurriendo la espalda por la pared hasta volver a la posición inicial. «No está muerto, Norman no está muerto». Su silencioso llanto se convirtió en un sonoro sollozo, descargo de consuelo y preocupación. Se abrazó las rodillas maltrechas y hundió la cabeza entre ellas. No oyó el rechinar de la puerta de su celda al abrirse, y solo se percató de la presencia del soldado cuando sintió la palma sudada sobre su cabeza. El sargento Ramírez posó el candil en el suelo y se agachó junto a Jane. Ella, instintivamente, se apartó de él buscando el refugio de la pared mohosa. —No tema, soy yo. El teniente Toza salió, le traje algo de comer —dijo ofreciéndole un recipiente de barro que despedía un apetitoso aroma.


Quiso resistirse, pero el olor estaba despertando el hambre atroz con el que pasaba las horas, y que los gritos de Norman habían conseguido acallar. El sargento Ramírez le ofreció la comida e hizo un gesto con la mano para hacerla entender. —Está rica; la Guada tiene buena mano. Está muy flaca, niña. Coma, coma —insistió. Ella, tímida, extendió la mano hacia el alimento. Cuando estuvo en posesión del recipiente, agarró la cuchara de madera y devoró casi sin respirar. Los sonidos de alivio sacaron una sonrisa al soldado, que la observaba satisfecho. Se sentó a su lado contra la pared. Las sombras de sus cuerpos se proyectaban tenebrosamente sobre el suelo. —Su compatriota es muy valiente, no ha soltado prenda, y eso que se han esmerado con él. Una pena que no se avenga a razones y prefiera pasar por el suplicio. A mi teniente se le agotó la paciencia. —Chasqueó la lengua—. Aunque ni sé para qué le digo nada. Yo no hablo inglés como mi teniente, y a duras penas el castellano —dijo soltando una carcajada agria. Jane quiso disimular, pero no pudo. Dejó la cuchara suspendida en el aire y miró con ojos aterrorizados al sargento Ramírez, pero el hombre se examinaba pensativo los pies y no se percató de su expresión. A la joven se le había cerrado el estómago. Le entregó el recipiente con el rostro vuelto hacia el otro lado. Ramírez le echó un último vistazo; había pena en sus ojos. —A ver si acaba de una buena vez esta maldita guerra —dijo con hartazgo, y levantándose, agarró el candil y se dispuso a salir. —Espere. El soldado se giró hacia ella muy despacio. —¿No que no hablaba castellano? «No entender, no entender», eso era todo lo que sabía decir.

—Su gesto era ahora hosco, casi violento. Jane se levantó, dio un paso hacia él y posó su mano sobre el brazo del hombre. —Si no lo fusilan, hablaré, les contaré todo lo que sé. —Mi teniente ya dio la orden y no creo que consiga hacerlo cambiar de parecer. Tenía razón él: son espías y entienden perfectamente nuestro idioma —espetó huraño. La joven apartó la mano y fijó en el rostro redondo del soldado sus ojos suplicantes. —No me mire así, mujer, o ¿qué piensa que hacen los suyos cuando atrapan a alguno de los nuestros? —Ella no respondió—. Se lo comunicaré al teniente cuando regrese, pero vaya encomendándose a la Virgen, porque de esta no sé si van a salir. Duerma un poco. —Y sin añadir nada más, se marchó, dejándola sumida en las tinieblas de los últimos días. ¿O habían sido semanas? Estaba demasiado cansada para pensar. Se tumbó sobre la tierra pisada, apoyó la cabeza en el brazo doblado y se acurrucó con la espalda pegada a la pared. Se quedó dormida al instante. Unas horas después la zarandeaban de malas formas, y dos soldados mexicanos, de mugriento uniforme, la sacaban en volandas del cuartucho maloliente. La aurora alboreaba en el cielo y el frescor consiguió despejar su mente. El teniente Toza esbozó una siniestra sonrisa bajo el espeso bigote al verla entrar a su despacho, un cuartucho igual de mohoso e inmundo que el resto de espacios, aunque con una ventana que daba al chamizo de las caballerizas. —Aquí mi sargento dice que puede convencerme de que no son espías — dijo aproximándose a ella. Jane miró a Ramírez, sorprendida de que hubiera intercedido por ellos. Toza la obligó a encararlo. Pasó sus dedos ásperos y sudados por la mejilla, provocándole un estremecimiento, y después le aferró con fuerza el mentón. —No soporta oír los alaridos del cobarde de su novio, ¿eh? Ya se lo decía yo a mis muchachos: la tortura le suelta la lengua al más corajudo. Aunque ese pinche yanqui tiene los huevos como melones. A pesar del temblor de rodillas, apartó la cara. No soportaba que la tocase ni su apestoso aliento a aguardiente. —Si se me pone brava, me la chingo aquí mismo para bajarle los humos — dijo agarrándola por el brazo y tirando de ella hacia su cuerpo.

—Mi teniente, ejem, andamos escasos de tiempo… —carraspeó incómodo el sargento Ramírez. El hombre la soltó de malos modos. —Entonces, Ramírez, proceda de una puta vez. —Señorita, tome asiento —dijo indicándole una silla. Él se sentó delante de ella, tras la desvencijada mesa, y se dispuso a tomar nota—. Nombre completo. —Jane Sunbright. —Edad. —Veinticuatro años —pronunció con su fuerte acento anglosajón. —¿Qué hace en México? Jane suspiró. —Es una larga historia. —Pues va a tener que resumirla, estamos en mitad de una guerra —la apremió el teniente Toza a su espalda. La joven asintió, aunque pensaba demorarlo todo lo posible. Necesitaba ganar tiempo para un milagro. Cerró los ojos y dejó vagar la mente lejos; se olvidó del encierro, del miedo agarrado al estómago, y viajó de vuelta a casa y al día que cambió su destino. PRIMERA PARTE EN LOS ALBORES DE LA GUERRA BOSTON 1845 1 Boston, dos años antes. Principios de marzo de 1845 Aquel día iba a dar un vuelco a mi existencia. Era sábado y esperábamos ansiosos el retorno de Samuel, mi hermano menor, quien volvía a casa junto con sus amigos de infancia, convertidos todos ellos en oficiales del ejército después de haberse graduado, dos semanas atrás, en la prestigiosa academia militar de West Point. Las familias habíamos asistido a la ceremonia de graduación, al desfile y al posterior cóctel, y ellos se habían tomado unos días para celebrar a su modo el fin de su etapa como cadetes. Esa noche se había organizado una fiesta para dar la bienvenida a nuestros muchachos, y todos esperábamos que los homenajeados se dignaran a aparecer a tiempo. Además era la excusa perfecta para celebrar la reciente elección del nuevo presidente de la Unión, James K. Polk, a quien el Sunbright Daily, nuestro periódico, había apoyado con fervor, junto a las familias más pudientes de nuestra ciudad. Sin duda, iba a ser el acontecimiento de la temporada. Durante el desayuno, esa mañana de comienzos de marzo, observaba los rostros sonrientes de mis padres, quienes charlaban animadamente con el mejor amigo de la familia, Roberto Márquez, y mientras la señora Smith, nuestra ama de llaves, junto con dos criadas, colocaban las viandas sobre el mantel de lino bordado. Me sentía una mujer dichosa, orgullosa de ser una Sunbright.

Definitivamente no éramos la típica familia de Nueva Inglaterra. Mi madre, Agnes Lyman, casó por debajo de su rango social y, durante los primeros años de su matrimonio y de nuestra infancia, fue excluida de los círculos de nobleza mercantil a los que estaba acostumbrada desde la cuna. Se había dejado deslumbrar por las poesías de amor que le enviaba un desconocido, mi padre, Simon Sunbright, a través de una prima con alma de gaviota y corazón de chocolate y crema. Huérfana de padre y madre tras un terrible incendio que conmocionó a la ciudad, mi madre vivía con su tía, Sylvia Lyman, hermana de su padre, y su prima Samantha en una hermosa casa en Beacon Hill. Los Lyman eran una familia de comerciantes cuyos ancestros se remontaban a los primeros colonos. Tía Sylvia, que era viuda y había heredado una enorme fortuna de su venturoso marido, acogió a mi madre con afecto y la educó al estilo de la época, dotándola de todo lo que una dama de sociedad necesitaba para encandilar y para sellar un matrimonio con algún apuesto dandy con apellido de la élite bostoniana. Cuando la tía Sylvia no estaba preparando tertulias en casa o cenas con potenciales candidatos a yerno y a sobrino político, estaba en cama aquejada de terribles jaquecas. Como las criadas andaban normalmente atareadas con las cuestiones domésticas, tía Sylvia mandaba a su hija Samantha, escoltada por el cochero, a conseguirle los remedios a la botica de los Sunbright. Agnes, mi madre, acompañaba de vez en cuando a su prima a la botica, y luego pasaban por un salón de té. Samantha siempre conseguía gastarse parte del dinero de los remedios de tía Sylvia en chocolates y otras delicias de hojaldre y crema, su perdición. Sin embargo, la mayoría de las veces, mi madre prefería quedarse en casa y leer. Mi madre era una joven taciturna: la muerte de sus padres le había dejado en el alma una profunda cicatriz que había acabado con su inocencia a los diez años de edad. La vida no la satisfacía, los eventos sociales la aburrían soberanamente y prefería refugiarse en la literatura. Samantha era todo lo contrario: dicharachera, glotona y amante de bailes y fiestas. Sin embargo, a pesar de los temperamentos dispares, las dos muchachas se querían mucho y compartían sueños y confidencias. Mi madre leía para ella los relatos que más le gustaban, y ambas suspiraban imaginándose que sus vidas eran distintas. Por eso, por la vena soñadora que las unía y su debilidad por los amores imposibles, Samantha se prestó a entregar el mensaje a su prima el día que Simon Sunbright por fin reunió el valor para confesarle sus sentimientos a la joven lánguida, de ojos tristes y porte de heroína de novela gótica de Horace Walpole, que aparecía por la tienda muy de vez en cuando, a través de unos versos que llevaba meses haciendo y deshaciendo. La poesía no era lo suyo, mi padre prefería la prosa política: escribía encendidos artículos y los enviaba a los diversos periódicos de la ciudad con el seudónimo de El duende verde. Siguió mandándole poemas a mi madre durante dos años, siempre por mediación de la prima Samantha, y solo ocasionalmente Agnes aparecía por la botica y se dejaba acariciar la punta de los dedos, posados sobre el mostrador, mientras el joven aprendiz de reportero le recitaba de memoria los poemas que ella había leído hasta la saciedad y mientras su prima Samantha entretenía al boticario. Cuando, a la muerte de su padre, Simon heredó la botica, sin dudarlo un instante, vendió el negocio, compró una pequeña pero bonita casa victoriana en Cambridge y se presentó a la puerta de los Lyman con un grandioso ramo de flores. Avisada por una de las criadas, quien le entregó la tarjeta de visita del caballero, tía Sylvia ordenó que lo hicieran pasar a la sala y lo recibió más por curiosidad que por el apellido, que no le sonaba lo suficientemente sustancioso. Llamó a su hija y a su sobrina para que la acompañaran a tomar el té. Lo atendió con cortés frialdad y sin saber muy bien qué esperar del tímido visitante: su cabello rojizo le dijo que tenía sangre irlandesa y eso le desagradó. Cuando él expresó su deseo de contraer matrimonio con Agnes, tía Sylvia sufrió un vahído. Cuando se recuperó del desmayo, su sobrina ya no estaba en la casa.

Samantha intentó calmar las iras de su madre: «Mire que le va a dar una de sus jaquecas. Es amor, madre, verdadero amor». «Calla, majadera, tienes la cabeza llena de merengue. Tu prima es una desagradecida; después de lo que he hecho por ella, ¿cómo me paga así?, ¿qué dirán los Appleton y los Bradlee, los Jackson, los Dudley? No, no, definitivamente, esto va a arruinar tus perspectivas». «Madre, cálmese. Agnes está enamorada, va a ser feliz». «Desde hoy te prohíbo terminantemente que vuelvas a mencionar el nombre de tu prima, diremos que marchó con un pariente a Europa. ¡Qué desgracia, Dios mío! Una perdida resultó mi sobrina…». Así siguió tía Sylvia hasta que apaciguó todos sus demonios. Mientras, mi madre era conducida por mi padre a su nuevo hogar. Horas más tarde contraían matrimonio en una ceremonia sencilla en la que la prima Samantha, que había conseguido meter a su madre en la cama aquejada del peor dolor de cabeza de su vida, asistió en calidad de testigo. Cuando tía Sylvia murió años después, mi familia se trasladó con prima Samantha, para entonces una solterona obesa, a la casa de Beacon Hill, ya que vivíamos muy estrechamente y ella estaba sola y le sobraba todo lo que a nosotros nos faltaba, y mi madre pudo recuperar poco a poco la estima de la aristocracia mercantil bostoniana, aunque durante años se seguiría comentando el mal matrimonio que había realizado. Prima Samantha odiaba madrugar, así que pedía que le llevaran el desayuno a la cama y solía unirse a la familia a la hora del almuerzo. Esa mañana aún roncaba cuando nosotros disfrutábamos del desayuno que había preparado la cocinera. Mi padre, después de no haber conseguido publicar ninguno de sus artículos como El duende verde en los periódicos locales, decidió invertir el dinero por la venta de la casa en Cambridge en su propio periódico, al que llamó Sunbright Daily. Los primeros años fueron de austeridad, y los réditos llegaban más por las subscripciones a los seriales rosas que escribía mi madre que por los artículos de opinión de mi progenitor. Hasta que mi padre conoció a Roberto Márquez, o tío Roberto, como fue siempre para mí y para mi hermano Samuel, y quien, como cada sábado, nos acompañaba a desayunar mientras comentaba con la familia los últimos sucesos de interés. Tío Roberto había contribuido en gran medida a aumentar la rentabilidad del periódico. Mi padre había conocido a tío Roberto en las carreras en Long Island. Hasta allí se había desplazado para informar a sus conciudadanos del evento del año y, de paso, para entrevistar a alguna de las personalidades políticas del momento. Corría el año de 1823, y mi madre esperaba mi nacimiento para principios de verano. En el Union Course de Long Island se enfrentaban dos caballos y la nación entera: el Norte, representado por Eclipse, y el Sur, representado por Sir Henry; los abolicionistas o estados libres contra los esclavistas. El evento había despertado gran expectación, y el Sunbright Daily apoyó al candidato norteño con entusiasmo. Tío Roberto era ya conocido en los círculos más refinados como un criador excelente de caballos. La mayoría de los cruces se hacían con ejemplares llegados de Inglaterra, pero él apostaba por purasangre española y árabe y sus cruces se cotizaban al alza, incluso, coloquialmente, los llamaban the Márquez breeding.

El día de la carrera, decenas de miles de espectadores rodeaban el circuito de cuatro millas de longitud donde competían los dos contendientes. Por casualidades del destino, Roberto Márquez y Simon Sunbright observaban la carrera uno junto al otro. Mi padre no entendía mucho de caballos y se maravilló de los conocimientos del desconocido que comentaba a su lado, binoculares en mano, las virtudes y ventajas de cada caballo a un grupo de elegantes caballeros de chistera. Obviando las convenciones sociales, se presentó, resuelto, y tanteó con el criador la posibilidad de que le ahorrara la tarea de escribir el artículo sobre el evento y fuese Márquez quien relatara al público la contienda, ya que era tan conocedor de las cualidades de Eclipse y Sir Henry. Conversaron largamente en el banquete posterior a la carrera, donde se celebró la victoria del Norte sobre el Sur y donde Roberto presentó a mi padre a sus amistades de la socialité neoyorquina, consiguiéndole jugosas entrevistas. Fue el inicio de una larga y productiva relación. Cuando yo nací, mi padre le reconoció la amistad convirtiéndolo en parte de la familia: fue mi padrino de bautizo, a pesar de las reticencias del reverendo de nuestra iglesia, que consideraba el hecho de que tío Roberto fuera católico como un gran impedimento para mi futuro en la fe cristiana. De eso hacía veintidós años. Esa mañana, entre bocado y bocado y sorbos de té, ambos comentaban la elección de James K. Polk como nuevo presidente de la Unión, mientras mi madre y yo hablábamos de los preparativos para la fiesta de esa noche, cuando irrumpió en la sala el hombre que me había robado el corazón con un beso imprevisto e impetuoso. —Aquí lo traigo, aún está caliente. —¡Norman! —exclamé. Superé a la carrera la distancia que nos separaba y me lancé a los brazos de mi prometido, quien me recibió con una espléndida sonrisa, dejando caer al suelo la edición matutina del Sunbright Daily. Norman Turner, nuestro reportero estrella, había desbaratado en pocos meses mis planes de permanecer soltera y dedicarme en cuerpo y alma al periódico familiar. Llevaba días sin verlo, demasiados días, porque había viajado a Washington a cubrir la toma de posesión del nuevo presidente. Mi padre interrumpió con un carraspeo mi emotiva recepción. —Jane, vamos, jovencita, no lo acapares, que nos trae noticias frescas. Norman se agachó a recoger el periódico y se lo entregó a mi padre, saludó con un beso en la mejilla a mi madre y un apretón de mano a tío Roberto, y después ocupó el lugar que tenía asignado en nuestra mesa, a la derecha del patriarca de los Sunbright. Yo volví a tomar asiento y seguí desayunando con entusiasmo renovado. Mi padre desplegó el periódico y leyó en voz alta el editorial que había escrito Norman, pero yo no escuchaba, pendiente de los mensajes mudos que me transmitían sus ojos sonrientes y deseando perderme en ellos. De pronto algo captó mi atención: —«… Considero la cuestión de la anexión como perteneciente en exclusiva a los Estados Unidos y Texas. Son poderes independientes competentes para vincularse, y las naciones extranjeras no tienen derecho a interferir en la toma de decisiones de Estados soberanos ni a imponer condiciones a su reunificación… Para Texas es importante la reunificación porque sobre ella se extenderá el fuerte brazo protector de este gobierno…» —leía mi padre el discurso de investidura. Polk también afirmaba el derecho sobre Oregón y sobre los territorios donde los colonos americanos estuviesen asentándose. Derecho de ocupación, lo llamó. —¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Que habrá guerra con México —afirmó Norman. —Esperemos que no llegue a mayores y se pueda negociar una solución que beneficie a todos —afirmó mi padre mirando conciliador a su amigo de tanto tiempo. Tío Roberto había nacido en Monterrey, Alta California, cuando aún pertenecía al reino de España, y que ahora era territorio mexicano. Llevaba varias décadas en nuestro país y no tenía mucha fe en los inestables gobiernos de su patria. Sin embargo, su cuñada y sus sobrinos vivían allí, y los visitaba cada cierto tiempo. Una guerra pondría en peligro a sus seres queridos.

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