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Domingos de agosto – Patrick Modiano

Al final nuestras miradas se cruzaron. Era en Niza, al principio del bulevar de Gambetta. Estaba subido a algo así como una tarima delante de un puesto de chaquetas y abrigos de cuero y yo me había ido colando hasta la primera fila de mirones que lo oían alabar la mercancía. Al verme se le fue al garete la labia de charlatán. Hablaba de forma más escueta, como si quisiera marcar distancias entre su auditorio y él y que yo entendiera que ese oficio que ejercía allí, a cielo abierto, era inferior a su categoría. En siete años no había cambiado mucho: sólo me parecía que tenía el cutis más encarnado. Caía la tarde y una ráfaga de viento se metió por el bulevar de Gambetta con las primeras gotas de lluvia. Junto a mí, una mujer de pelo rubio y rizado se estaba probando un abrigo. Él, desde la tarima, se inclinaba hacia ella y la miraba con expresión alentadora. –Le sienta estupendamente, señora. La voz seguía teniendo el mismo timbre metálico, un metal que se hubiese ido oxidando con el tiempo. Ya se estaban dispersando los curiosos por culpa de la lluvia y la mujer rubia se quitaba el abrigo y lo dejaba tímidamente al borde del puesto. –Es una auténtica ganga, señora… Precio americano… Debería usted… Pero ella, sin darle tiempo a seguir hablando, se apartaba deprisa y desaparecía con los demás, como si se avergonzase de estar atendiendo a las proposiciones obscenas de un transeúnte. Él se bajó de la tarima y se me acercó. –Qué sorpresa tan estupenda… Tengo yo muy buen ojo… Lo he reconocido enseguida… Parecía apurado, casi medroso. Yo, en cambio, me notaba tranquilo y relajado. –Tiene gracia esto de encontrarse así, ¿eh? –le dije. –Sí. Sonreía. Había recobrado el aplomo. Una camioneta se detuvo al borde de la acera, a nuestra altura, y se bajó de ella un hombre con guardapolvos rojo. –Puedes recogerlo todo… Luego me miró de frente, a los ojos. –¿Tomamos algo? –Bueno… –Voy al Forum, a tomar algo con el señor. Ven a recogerme dentro de media hora. El otro hombre empezó a meter en la camioneta los abrigos y las chaquetas del puesto mientras, a nuestro alrededor, un flujo de clientes brotaba de las puertas de los grandes almacenes que hacen esquina con la calle de La Buffa.


Un timbre agudo anunciaba la hora de cerrar. –Todo bien… Ya casi no llueve… Llevaba un bolso de cuero muy plano en bandolera. Cruzamos el bulevar y fuimos por el Paseo de los Ingleses. El café estaba muy cerca, junto al cine Le Forum. Escogió una mesa detrás de la luna de la fachada y se desplomó en el asiento. –¿Qué hay de nuevo? –me dijo–. ¿Anda usted por la Costa Azul? Quise que estuviera a gusto: –Tiene gracia… Lo vi el otro día en el Paseo de los Ingleses… –Debería haberme saludado. Esa silueta recia por el Paseo, y ese bolso en bandolera que lucen algunos hombres que rondan los cincuenta años y llevan chaquetas demasiado entalladas con la intención de conservar una silueta juvenil… –Llevo una temporada trabajando por aquí… Intento dar salida a unas existencias de prendas de cuero… –¿Y qué tal? –Regular. ¿Y usted? –Yo también trabajo por aquí –le dije–. Nada de particular… Fuera, las altas farolas del Paseo se iban encendiendo poco a poco. Primero una luz malva y titubeante que una simple ráfaga de viento podía apagar igual que la llama de una vela. Pero no se apagaba. Al cabo de un instante esa luz incierta se volvía blanca y dura. –Así que trabajamos por la misma zona –me dijo–. Yo vivo en Antibes. Pero me muevo mucho… El bolso se abría igual que las carteras escolares. Sacó un paquete de cigarrillos. –¿Ya no va nunca por Val-de-Marne? –le pregunté. –No, eso se acabó. Pasamos por un momento de tirantez. –¿Y usted? –me dijo–. ¿Ha vuelto por allí? –Nunca. La sola idea de verme otra vez a orillas del Marne me dio escalofríos. Le eché una mirada al Paseo de los Ingleses, al cielo naranja que se iba poniendo oscuro y al mar. Sí, estaba a gusto en Niza.

Me entraban ganas de soltar un suspiro de alivio. –No querría volver al sitio aquel por nada del mundo –le dije. –Yo tampoco. El camarero estaba poniendo el zumo de naranja, el coñac con agua y las copas encima de la mesa. Los dos teníamos la vista pendiente de sus mínimos gestos, como si quisiéramos retrasar cuanto fuera posible el momento de reanudar la conversación. Fue él quien, por fin, rompió el silencio. –Querría aclarar algo con usted… Me miraba con ojos apagados. –Resulta que yo no estaba casado con Sylvia, pese a las apariencias… Mi madre no quería esa boda… Durante una décima de segundo se me apareció la silueta de la señora Villecourt, sentada en el pontón, a orillas del Marne. –¿Se acuerda de mi madre?… No era una mujer fácil de tratar… Había problemas de dinero entre nosotros… Me habría cerrado el grifo si me hubiese casado con Sylvia… –Me deja muy sorprendido. –Pues eso es lo que hay… Yo creía estar soñando. ¿Por qué no me diría Sylvia la verdad? Me acordaba incluso de que llevaba puesta una alianza. –Quería que la gente creyera que estábamos casados… Para ella era una cuestión de amor propio… Y yo me porté como un cobarde… Debería haberme casado con ella… No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: aquel hombre no se parecía al de siete años atrás. Ya no mostraba aquella confianza en sí mismo y aquella grosería por las que me resultaba odioso. Antes bien, ahora rezumaba una dulzura resignada. Las manos le habían cambiado. Ya no llevaba una esclava. –Si hubiese estado casado con ella, todo habría sido muy diferente… –¿Usted cree? Definitivamente, estaba hablando de alguien que no era Sylvia, y las cosas, vistas a distancia, tenían un sentido diferente para él que para mí. –No me perdonó que fuera tan cobarde… Me quería… Yo era el único a quien quería… La sonrisa triste resultaba tan sorprendente como el bolso en bandolera. No, no tenía delante al mismo hombre que aquel de las orillas del Marne. A lo mejor se le habían olvidado fragmentos enteros del pasado o había acabado por convencerse a sí mismo de que algunos de esos acontecimientos que habían tenido para todos nosotros consecuencias tan gravosas no habían ocurrido jamás. Yo sentía unos deseos irresistibles de zarandearlo. –¿Y ese proyecto de restaurante y de piscina en aquella islita, por la zona de Chennevières? Yo había alzado el tono de voz y había arrimado la cara a la suya. Pero, lejos de ponerlo en un aprieto la pregunta, no se le iba la sonrisa triste. –No veo a qué se refiere… Me dedicaba sobre todo a los caballos de mi madre, ¿sabe? Tenía dos trotones y los llevaba a correr a Vincennes… Parecía de tan buena fe que no quise contradecirlo. –¿Ha visto hace un rato al individuo que estaba metiendo mis abrigos en la camioneta? Bueno, pues apuesta en las carreras… En mi opinión no puede haber sino malentendidos entre los hombres y los caballos… ¿Se estaba riendo de mí? No.

Nunca había tenido ni un ápice de sentido del humor. Y las luces de neón le acentuaban la expresión cansada y seria de la cara. –Muy pocas veces encajan las cosas entre los caballos y los hombres… Por mucho que le digo que no debería apostar en las carreras, lo sigue haciendo, pero no gana nunca… ¿Y usted? ¿Aún es fotógrafo? Había articulado las últimas palabras con ese timbre metálico que tenía siete años atrás. –Por entonces, no entendí muy bien aquel proyecto suyo de álbum fotográfico… –Quería fotografiar las playas fluviales de los alrededores de París –le dije. –¿Las playas fluviales? ¿Y por eso se había instalado en La Varenne?

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