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Dime que soy yo – Scarlett Butler

Beatriz llegó a decirme que el amor de Diego estuvo a punto de ahogarla, que lo mismo que brilló iluminando su vida y dándole un nuevo enfoque, un día la apagó dejándola ciega, sin aire. Al igual que llegó a respirar gracias a él, el mismo Diego acabó por destruirla. Ella me había dicho cientos de veces, antes de conocerlo, que enamorarse de un imposible era algo que nos sucedía a muchos. Y hasta que lo conoció, hasta que conoció a la persona, Diego era su imposible. Pero volvamos al tema, que me despisto fácilmente. Diego. ÉL, la persona que ocupó los días y las noches de una Beatriz soñadora, sensible y enigmática a ratos. Y no es que se portase mal con ella adrede, pues a veces somos un mero producto de nuestros actos y palabras. No es que ella le tirase cosas, le pegara o le faltara el respeto, al menos, que yo sepa, de manera intencionada. Ambos se amaron mucho, pero a veces no lo hicieron bien. Unas veces se quisieron en silencio; otras lo hicieron demasiado en alto, y en otras se quisieron en direcciones equivocadas: cuando uno miraba y el otro ya no lo hacía. Y esto, cuanto menos, es confuso y doloroso. Con Diego nunca me mostré muy comunicativa ni él fue muy prolífico en palabras. Lo recuerdo bastante taciturno y reservado, quizá a consecuencia de su trabajo. Y es que ya se sabe que el alma de los artistas es tortuosa. Pero las pocas veces que hablamos de Beatriz, me quedó claro lo que ella significaba en su vida, o sea, todo. Y es que a Diego lo recuerdo así: todo a lo grande. No podía hacer nada a pequeña escala. Si cocinaba, quedaba comida para un par de días; si organizaba una cena familiar, no faltaba ni siquiera la familia más lejana, y si amaba… Ay, si amaba, no tenía medida y se dejaba el alma en la relación, perdiéndose a sí mismo. Y después de Beatriz, ¿qué fue de él? Y después de Diego, ¿qué pasó con Bea? ¿Fue su fin para siempre? ¿Pudieron volver a buscarse en otros? Ellos afirmaban que sí, que algún día habría una nueva persona, una nueva piel, otro olor, otra ilusión… Y aunque yo los miraba en silencio, negando con la cabeza, nunca los saqué de su error, pues estaba muy claro que jamás podría haber un Diego sin Beatriz ni una Bea sin Diego. 1 Aparqué el coche, como cada mañana, en el parking del centro donde trabajaba. Resoplé al pensar que al mediodía tenía una reunión de esas que odiaba a muerte. Al salir del coche, vi a dos de mis nuevas compañeras, que se habían hecho amiguísimas en apenas un mes, caminar hacia el colegio. Quería evitar recorrer esos cuarenta pasos con ellas, así que volví a abrir la puerta del coche para fingir que buscaba algo, aunque en realidad estaba haciendo tiempo para que avanzaran delante de mí. Pasados unos segundos, cerré el coche por segunda vez y caminé hacia el colegio.


Las vi a lo lejos, entrando por la puerta principal por la que yo entraría en un minuto. Saludé a las compañeras ya congregadas en el hall y subí a mi aula a organizar las clases; en diez minutos llegaban las fieras llegasen. Cogí la programación semanal por la que me guiaba a diario; vi que a primera hora tenía que dar ciencias naturales. «Actividades en pizarra digital y el juego en las tablets». Encendí el ordenador y busqué la página con la que los chavales trabajaban cada día, disfrutando al mismo tiempo que aprendían. A segunda hora era el examen de inglés; me di la vuelta para comprobar que estaban en el cajón del armario, estiré la mano para alcanzar el bolso y salí de la clase. —¡Buenos días! —Una de mis compañeras, María, con la que llevaba trabajando tres años, me saludó con la alegría de cada mañana. La seguí a su aula, que estaba junto a la mía, y me apoyé en una de las mesas—. Hoy tenemos la reunión de padres, ¿tienes tantas ganas como yo? —me preguntó en tono sarcástico mientras preparaba sus materiales, como había hecho yo cinco minutos antes. Repasamos los puntos de los que se iba a hablar en la bendita reunión hasta que la sirena nos avisó de que la jornada debía comenzar. El día pasó sin pena ni gloria, con las mismas quejas de los alumnos por tener que llevarse deberes a casa, aunque fueran pocos; con los típicos conflictos originados por el fútbol en el patio; con los nervios de la reunión, que por suerte no fue tan mal; con las recriminaciones de turno de algunas familias y el mismo papeleo de principio de curso… «Estoy tan harta…», pensé sentándome en la silla de profe antes de volver a casa. Cada año era igual: más burocracia, más problemas por resolver, más quejas de familias que básicamente me decían cómo debía hacer mi trabajo, más compañeras egoístas que apenas preparaban sus clases… Llevaba años ejerciendo de profesora. Siete años, tras acabar la carrera de Magisterio en Educación Musical. La música me había marcado desde pequeña. Para empezar, nací el día de Santa Cecilia, patrona de los músicos. Mi padre había sido músico durante años, tocaba el piano, y yo, con apenas tres, ya lo imitaba en el de juguete que me regalaron. Él tenía un pequeño grupo de jazz con unos amigos; recuerdo verlo muchas veces sobre el escenario disfrutando con su banda. Fui al conservatorio, asistí a campamentos relacionados con la música, a clases de canto, de lenguaje musical… Fueron años difíciles, pues compaginar los estudios con la música no siempre es sencillo, y hay que hacer sacrificios y ser muy constante y disciplinado. Además, quise estudiar inglés, porque ya se sabe lo importantes que son los idiomas. Con dieciséis años me presenté a un examen y fui una de las galardonadas con una beca en Canadá para un curso de verano. Recuerdo aquella experiencia con muchísimo cariño. Me alojé con una familia maravillosa que me trató como si fuera su propia hija, y al regresar a casa, me costó readaptarme a mi vida en Madrid. Al finalizar la carrera, preparé a conciencia unas oposiciones que aprobé sin mucha dificultad, y así fue como acabé en la función pública con apenas veintiún años. Había vivido de todo, y en muchas ocasiones sentía como si llevara trabajando media vida. En los últimos años las vacaciones no eran suficientes (yo, que siempre decía que con un mes me sobraba, a pesar de la mirada asesina de mis compañeras del colegio).

Sin embargo, algo no iba bien. Lo sabía desde mucho antes, pero aún no me atrevía a decirlo en voz alta. Tenía veintiocho años y una obsesión me perseguía hacía tiempo. Algo no funcionaba: mi trabajo, ese que siempre me había apasionado, empezaba a ahogarme y a no hacerme feliz. Quizá había llegado el momento de introducir un cambio, ¿pero cuál? En mi profesión no había muchas opciones. A lo mejor tenía que haber sido más valiente y mudarme al extranjero, como Raquel, mi Rach («Reich», como a mí me gustaba llamarla), mi mejor amiga en la universidad, que se fue a trabajar a Londres, donde pasó más de tres años. O quizá debía haber sido mucho más valiente y trasladarme a Estados Unidos, como mi compañera del año anterior, que lo dejó todo por vivir aquella mágica experiencia. Pero yo no era de construirme castillos en el aire; era cien por cien racionalidad, estabilidad y fiabilidad. Por desgracia, aquello ya no me hacía feliz, sino que más bien me comportaba como un autómata haciendo un trabajo que se había vuelto rutinario y aburrido. —¡Bea! El director quiere verte porque ha llamado la madre de Joaquín para contarle no sé qué tonterías, y como ya sabes que nuestro querido director les hace la pelota a todas las madres, pues ahora quiere hablar contigo. —Pero si ya es la hora de irnos a casa. Joder, María —bufé, dando golpes al cerrar la tapa del piano. En el aula de música disponía de uno y últimamente lo tocaba a diario; me relajaba bastante. Miré el reloj, las tres y diez. Lo que menos me apetecía era bajar al despacho del director a escuchar boberías. Estaba cansada de todo aquello. —Venga, cuanto antes vayas, antes te largas a casa. Bajamos la escalera y, media hora más tarde, conseguí salir del colegio hasta el día siguiente. Volví a casa más cansada de lo habitual. Podía estar todo el verano relajada y tranquila, pero era comenzar el curso y el agotamiento se apoderaba de mi cuerpo. Mi madre no dejaba de agobiarme pidiéndome que me hiciera análisis, pues no comprendía que el ritmo de trabajo era insoportable y que mi ánimo no estaba en su mejor momento. Las expectativas son algo tremendamente peligroso: nos hacen soñar con un ideal elevado a su máxima potencia. Después, la bofetada que te das es tremenda. Recuerdo las expectativas respecto a mi trabajo estando en la universidad. Raquel y yo nos ilusionábamos con cada tontería.

Recuerdo lo nerviosa que había ido en el autobús el primer día. Tras el examen de selectividad había decidido, junto con mis padres —y gracias a ellos—, que me matricularía en una universidad privada por estar más cerca de casa. Me puse música para relajarme, pero ni así. Al llegar allí, las risitas nerviosas y las falsas sonrisas fueron dos de mis mejores armas, porque, reconozcámoslo, nunca he sido una persona muy sociable ni extravertida, a diferencia de Raquel. Aquel día se acercó a mí; siempre he creído que ella supo leer mi interior desde la primera vez que me vio. Me preguntó por la secretaría y, desde entonces, no nos separamos; parecíamos siamesas. Hacíamos todos los trabajos juntas, yo iba a su casa, ella venía a la mía, nos pasábamos los apuntes… Solamente había un par de cosas que no compartíamos: las visitas a la cafetería, que yo pisé tres veces en tres años, y las salidas a fiestas. Mis padres no eran muy permisivos conmigo en aquellos tiempos, quizá por miedo a lo desconocido, a que me pasara algo, y les costó soltar el sedal para que pudiese caminar sola. El tercer año en la universidad, no sé si por madurez o porque ya estaba harta de recibir invitaciones que rechazaba, comencé a acudir a algunas fiestas junto a Raquel. Ese año también me enamoré por primera vez. David. Tenía veintidós años; él estudiaba para ser profesor de inglés, por lo que llevábamos tres cursos coincidiendo en asignaturas optativas. Llamadme inocentona, pero en ningún momento de esos tres años me di cuenta de que me había estado tirando los trastos desde el primer día. Según Raquel, no había duda, a él se le notaba a la legua. Salía a los pasillos con sus amigos y me buscaba con la mirada, pero yo, que era una chica poco dada a las multitudes, en los descansos entre clase y clase prefería quedarme dentro del aula guardando los apuntes, charlando con alguna compañera más cercana, o simplemente aguardando sentada a la siguiente profesora. Hasta que llegó el día en el que mi amiga me forzó a salir con ella a un hall próximo. El primer día que nos sentamos en las sillas de aquel amplio recinto, con tablones atestados de papeles en todas las paredes, me sentí extraña e incluso temerosa. Quizá en este punto debería especificar lo miedosa que soy. No es algo lógico ni racional, lo sé, y eso es lo que más me jode. Desde bien pequeña he sido una persona asustadiza, podría decirse que me espanto de mi propia sombra, pero el caso ahora no es ese. Como iba diciendo, la primera vez que me senté en aquellas sillas con Raquel, las dos solas, me sentí extraña, a pesar de que atravesaba aquel lugar cada día. Mi amiga, que me conocía, se percató enseguida y no paró de bromear, provocando que la Coca-Cola se me saliera por la nariz. Aquel momento fue memorable, un momento que yo pensaba que habíamos vivido solamente las dos. Meses después, en una sencilla y fluida conversación con David, mientras entrelazábamos las manos sin parar, me confesó que había presenciado aquel desternillante episodio, que, a pesar de ser vergonzoso, siempre he guardado en mi memoria como algo natural que me hizo soltarme un poco. Y desde aquel día, Raquel y yo salíamos a ese hall a esperar la siguiente clase.

David se hizo el encontradizo en un inicio, y así fue como poco a poco comenzó a unirse a nosotras, y sin darme cuenta, Raquel fue desapareciendo para dejarnos solos. Recuerdo estar incómoda en su presencia al principio, pero David siempre fue avispado y ágil, y en cuanto se percató, hizo lo posible por solucionarlo, distrayéndome con dudas de asignaturas que compartíamos, que luego no eran tales dudas. Tercer año de universidad, mi primer amor, las primeras fiestas, los primeros errores (algunos garrafales; otros nimios), el miedo a lo que sucedería a continuación, la incertidumbre, las dudas, los sueños que iban cobrando forma… Los tres años de carrera fueron para mí un viaje en muchos sentidos. No aprendí únicamente didáctica o conceptos: aprendí a manejarme en un ambiente en el que no había nadie de mi sobreprotectora familia que me defendiese o hablase por mí; a salir con amigas; a enamorarme y a vivir el amor por primera vez, con todo lo bueno y lo malo que eso lleva implícito. Fue un auténtico proceso que me transformó, que ayudó a moldear mi carácter, en el que sufrí, lloré, me agobié, toqué el cielo con el cuerpo entero, fui absolutamente feliz, y que me dio el empujón necesario para convertirme en la Beatriz que fui después.

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