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Dias apasionantes – Naoise Dolan

Julio de 2016 Julian, mi amigo banquero, me llevó a almorzar por primera vez en julio, el mes de mi llegada a Hong Kong. Se me había olvidado en qué salida de la estación habíamos quedado, pero me llamó para decirme que me había visto delante de la Kee Wah Bakery y que lo esperase allí. Hacía humedad. Por los torniquetes salían portadores de maletines al ritmo del clonc, como burras para la cría. En la megafonía resonaba un mensaje en cantonés, luego en mandarín y por último una mujer británica que nos recordaba lo del hueco entre andén y vagón, please mind the gap. Mientras cruzábamos el vestíbulo y subíamos las escaleras, fuimos hablando de lo atestada que estaba Hong Kong. Julian dijo que Londres era más tranquila y yo añadí que Dublín igual. En el restaurante, dejó el móvil bocabajo sobre la mesa, así que yo hice lo mismo, como si para mí eso también representara un sacrificio profesional. Consciente de que pagaría él, le pregunté si quería agua, pero mientras terminaba de decírselo levantó la jarra y sirvió. —Ando muy ocupado en el trabajo —dijo—. Me cuesta hasta enterarme de qué puñetas estoy haciendo. Típico comentario de banqueros. Cuanto menos conocimiento profesaban, más sabían y más les pagaban. Le pregunté dónde había vivido antes de Hong Kong y me dijo que había estudiado historia en Oxford. La gente que había ido a Oxford siempre te lo contaba aunque no se lo hubieses preguntado. Luego, como «todo el mundo», se fue a trabajar a Londres, a la City. «¿Qué es eso?», le dije. Julian evaluó si las mujeres éramos capaces de gastar bromas, decidió que sí y se echó a reír. Le comenté que yo no sabía dónde iba a acabar. Me preguntó cuántos años tenía, le respondí que acababa de cumplir veintidós y me dijo que era una niña chica, que ya lo averiguaría. Nos terminamos las ensaladas y Julian me preguntó si ya había tenido alguna cita en Hong Kong. Le dije que en realidad no, con la sensación de que el adverbio «ya» funcionaba de manera contradictoria y que podría haber elegido una alternativa más acertada. En Irlanda, le expliqué, no se tenían «citas». Te liabas con alguien y pasado un tiempo llegabais a un entendimiento. —Entonces es como en Londres, ¿no? —dijo Julian.


—No lo sé, nunca he estado. —Que «nunca has estado» en Londres. —No. —Pero ¿nunca? —Nunca —contesté tras hacer una pausa lo bastante larga para convencerlo de que, ante su insistencia, había intentado cambiar ese dato de mi expediente personal y sentía mucho no haberlo conseguido. —Me parece increíble, Ava. —¿Por qué? —Desde Dublín no se tarda nada en avión. Yo también me sentía decepcionada. Él nunca había estado en Irlanda, pero habría sido redundante explicarle que a la inversa se tardaba lo mismo. Comentamos los titulares. Julian había leído en el Financial Times que el renminbi of shore había bajado frente al dólar. La única noticia que yo pude ofrecerle fue que se acercaba una tormenta tropical. «Sí, la Mirinae. Y un tifón para la semana siguiente», dijo. Los dos coincidimos en que nos había tocado vivir días apasionantes. Llegaron las dos tormentas. Aparte de eso, seguimos yendo a almorzar juntos. «Me alegro de que seamos amigos», me decía, y a mí jamás se me habría ocurrido corregir a un hombre que había estudiado la carrera en el Balliol College. Creía que pasar tiempo con él me haría más inteligente, o que al menos así estaría más preparada para hablar sobre divisas e índices con la gente seria que iba a conocer en el desarrollo de mi vida adulta. Nos llevábamos bien. Yo disfrutaba de su dinero y él, de la facilidad con la que el dinero me impresionaba a mí. 2 En Dublín estaba triste, decidí que Dublín tenía la culpa y pensé que Hong Kong me ayudaría. La escuela donde enseñaba inglés como lengua extranjera estaba en un distrito comercial con torres de color pastel. Allí solo contrataban a gente blanca, aunque se aseguraban de no ponerlo por escrito. Los profesores se iban y llegaban otros nuevos para sustituirlos, como los dientes de un tiburón. La mayoría eran mochileros que se marchaban en cuanto habían ahorrado lo suficiente para encontrarse a sí mismos en Tailandia.

Yo encontrarme no me había encontrado, pero dudaba que los tailandeses pudieran ayudarme a hacerlo. Como me faltaba simpatía, me asignaban sobre todo clases de gramática, en las que no caerles bien a los niños se consideraba un indicador positivo de rendimiento. Una manera de evaluar a las mujeres que me pareció estimulante, por ser distinta a las de siempre. Los alumnos venían a clases semanales. Dábamos todas las horas seguidas, una tras otra, quitando el almuerzo. Me acabaron apodando Doña Escaqueo por escabullirme entre clases para orinar. —Ava, ¿dónde te habías metido? —me dijo Joan, mi jefa (una, santa y apostólica, porque eso daba dinero, pero católica no, que no lo daba), al volver de una de esas pausas para el baño. Fue de las primeras personas de Hong Kong a las que conocí. —Han sido solo cinco minutos. —¿Y esos minutos de dónde salen? Los padres pagan por sesenta minutos a la semana. —¿Y no podría terminar mi clase un poco antes? Luego empezaría la siguiente un poco después. Dos minutos de una y dos de la otra. —Pero eso serían dos minutos del comienzo y dos del final de la clase que tocase en medio. Pese a que intentó gesticular, le resultó complicado representar un sándwich de tres clases porque Joan era una persona con dos manos. Desistió de la tarea con un agrio suspiro, como si yo tuviera la culpa. Me vi en la necesidad de elevar aquello a una instancia superior. Nuestro director, Benny, tenía cuarenta años y llevaba siempre una gorra de béisbol colocada para atrás, ya fuese con intención de aparentar que le encantaba trabajar con críos o para subrayar que era su propio jefe y no se vestía para agradar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Nacido en Hong Kong, educado en Canadá, repatriado y próspero, Benny era dueño de otras diez o doce escuelas y (qué evocador me resultaba esto) de una empresa de algas irlandesa. Sobre esta última decía que estaba ubicada en «la vieja» Connemara, un sitio en el que ni él ni yo habíamos estado nunca; supuse que sería para enfatizar lo poético del asunto. Benny tenía la última palabra para todo, y para todo también tenía el puño cerrado. Cuando vino a pagarme a finales de julio, le dije que estaba pensando en marcharme. —¿Por qué? Si llevas aquí un mes… —Necesito ir al baño entre clases. Me va a dar una cistitis si no. —El trabajo no lo dejas por eso. Tenía razón.

No lo había dejado tras ver su política racista de contratación, aparte de otras cosas, así que habría sido raro largarme solo por no poder mear cuando quisiera. Admitía estar dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. Cuando iba a la universidad, en Irlanda, tenía una cuenta de ahorros a la que puse el encantador apelativo de «fondo para abortos». Al final, acumulé mil quinientos euros en esa cuenta. Conocía a mujeres que ahorraban con sus amigas y entre todas ayudaban a la que tuviese mala suerte. Pero yo no me fiaba de nadie. Reuní el dinero trabajando de camarera y no dejé de incrementar la cantidad cuando ya tuve suficiente para pagarme el procedimiento en Inglaterra. Me gustaba ver subir el balance. Cuanto más rica me hacía, más complicado era que alguien pudiese obligarme a hacer algo. Justo antes de marcharme a Hong Kong tuve el último examen. Conforme nos iban repartiendo las hojas, yo contaba las horas que había pasado sirviendo mesas. Había semanas de mi vida en aquella cuenta de ahorros. Mientras viviese en Irlanda, y mientras el aborto fuese ilegal allí, iba a tener que mantener bloqueados mis tiempos muertos. Esa misma noche gasté buena parte del dinero en reservar un vuelo a Hong Kong y una habitación para el primer mes, y me puse a mandar solicitudes de trabajo de profesora. Me marché de Dublín tres semanas después.

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