debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Día de Muertos – AA. VV.

Coordinada y seleccionada por Jorge Volpi, Día de muertos es una antología de cuentos de escritores mexicanos que no pretende contribuir a una resurrección folclórica de las fiestas de los difuntos, de arraigada imaginería cristiana, sino más bien aprovechar sus metáforas y connotaciones y el poder de seducción que la muerte ejerce en las mentes contemporáneas. Trece autores con distintas trayectorias y distintos estilos nos ofrecen una particular visión del primero de noviembre con registros que van desde el humor a lo macabro, del tópico a la ternura, más allá de las calaveras de azúcar, las flores cempasúchil, las ofrendas de fruta y mole. El resultado es este singular volumen.


 

« Los mexicanos poseen una relación muy cercana con la muerte» . He escuchado esta frase cientos de veces, en los contextos más variados, pronunciada con los más diversos acentos, sorprendido de que se nos considere universalmente como una raza de médiums o profanadores de tumbas. Además de las pirámides, los sombreros de charro, los mariachis, el tequila y el chile, a los mexicanos se nos asocia invariablemente con los cementerios invadidos por el tono anaranjado de las flores de cempasúchil, los altares tapizados con papel picado, el pan de muerto —un bizcocho azucarado adornado con semiesferas que recuerdan vagamente las terminaciones de los fémures y que, por fortuna, no incluye entre sus ingredientes ninguna porción arrancada a los cadáveres—, las ofrendas de frutas y mole, las calaveras de azúcar —diligentemente provistas con tu nombre— y los irreverentes grabados de José Guadalupe Posada. No es casual, tampoco, que el poema más importante de la literatura mexicana del siglo XX se titule « Muerte sin fin» ni que Pedro Páramo, una obra literalmente habitada por los muertos, sea nuestra novela más característica. Por lo visto, la conjunción de la delicada costumbre azteca de sacrificar corazones frescos con la escabrosa imaginería católica que venera a los mártires y considera fieles a los difuntos ha provocado esta escatológica amalgama de cercanía, burla, ternura y encantamiento que los habitantes de esta región del mundo le profesamos a esa impúdica exhibición del esqueleto que identificamos con la muerte. Decenas de estudios que van de la antropología al psicoanálisis se han empeñado en mostrar los orígenes y consecuencias de esta afición nacional: en resumidas cuentas, como señaló Octavio Paz, el mexicano insiste en transformar el horror natural frente a la extinción en un desafío lleno de bravuconería. Siempre que uno de mis compatriotas se enfrenta a la muerte resulta posible imaginarlo con el perfil de Pedro Infante o, mejor aún, de Cantinflas, y con esa actitud de temeroso desafío con la cual combaten a sus rivales de amores: en su reto siempre hay algo de ridículo, cierta conciencia de la propia flaqueza y, por tanto, la necesidad de enfrentarse al más fuerte aparentando un coraje que en realidad no se posee. Como si un bluf bastara para engatusar a la naturaleza, el mexicano busca colocarse en una posición de igualdad ante una fuerza que lo rebasa: con ello no disminuye el poder del adversario —la muerte, por desgracia, nunca pierde— pero, a diferencia de lo que sucede con otras civilizaciones, al menos disfruta un poco más de la breve experiencia de la vida. Quizá sea este rasgo, precisamente, lo más rescatable de nuestra actitud hacia el inframundo: más que la pedregosa defensa de una tradición inmarcesible, ese humor macabro y distante con el cual contemplamos lo inexorable. En vez del fastidioso respeto provocado por las misas de réquiem o la exaltada carnicería de nuestros antepasados prehispánicos, por no referir otros ejemplos como el solemne dolor de los protestantes o la aburrida impasibilidad de las religiones orientales, la tradición mexicana preserva un destello de ironía —y, por tanto, de crítica— hacia esos morosos rituales que conjuran el pánico y mueven a la resignación. Puede afirmarse, como lo hace Guillermo Sheridan en las brillantes páginas que cierran este libro, que hay pocas cosas más desagradables que prolongar artificialmente una tradición que se empeña en regocijarse con la desgracia ajena —morir, en general, no resulta afortunado—, pero en nuestro caso al menos este afán paródico y carnavalesco ayuda a despejar las pretensiones y los dogmas. Yo mismo nunca me he considerado un mexicano ejemplar y, al igual que Sheridan, procuro mantenerme lo más lejos posible de la humedad de los cementerios —nosotros preferimos llamarlos, con etimológica ignorancia pero mayor ecumenismo, panteones—, pero aun así en diversas circunstancias he comprobado con sorpresa que esa « relación privilegiada» a la que me he referido antes se perpetúa naturalmente en mis genes. Aunque no nos demos cuenta, todos los mexicanos tenemos un humor necrófilo por dentro: si no poseemos una relación privilegiada con la muerte —seguimos muriendo como todos—, al menos nos mostramos permanentemente dispuestos a burlarnos de ella y, de paso, de nosotros mismos. Este libro no pretende contribuir, pues, a esa resurrección folclórica de las fiestas de difuntos, tal como la practican hoy los diversos gobiernos estatales con el argumento de « conservar la tradición» —como escribió Jorge Cuesta, si las tradiciones se preservan es que han dejado de serlo—, sino más bien aprovechar sus metáforas y connotaciones y el poder de seducción que continúan ejerciendo en las mentes contemporáneas. La intención es, más bien, provocar un experimento que permita observar cómo se vive en nuestros días esta fecha y cómo esa costumbre puede ser cuestionada y renovada. De este modo, aunque los doce cuentos que se incluy en en esta antología han sido expresamente escritos para ella por algunos de los mejores cuentistas mexicanos en activo, a sus autores se les dio la sola consigna de hacer que la acción de sus relatos transcurriese el 2 de noviembre. En ningún caso se les pidió que lo asociasen con las festividades tradicionales ni se les insinuó que debiesen utilizar la típica parafernalia ligada con ella. El resultado ha sido, desde este punto de vista, sorprendente: en registros muy variados que van del realismo a la evocación fantástica y de la sátira a la historia o incluso la ciencia ficción, los doce relatos que componen este libro no han dejado de incluir los tópicos relacionados con el día de Muertos pero, sin negarlos, se han atrevido a despedazarlos y a fraguar así su única supervivencia artística posible. En la mayor parte de ellos figuran los altares de muertos, las calaveras de azúcar, las inquietantes flores de cempasúchil, los claroscuros de Posada, pese a que sus tramas recorran el pasado, el presente y el futuro e incluso se sitúen en escenarios que ni siquiera pueden reconocerse como mexicanos. De la estampa lírica y el juego intelectual a la reflexión metafísica y filosófica, esta particular ofrenda mortuoria no intenta representar al conjunto de los narradores mexicanos nacidos a partir de 1960, sino ofrecer una muestra de la paradójica vitalidad de una literatura indefectiblemente ligada con los muertos. París, 12 de julio de 2001 LOS SANTOS INOCENTES Eduardo Antonio Parra Una gota de agua estalló en la superficie terrosa arrebatando a Carmen Guerrero del letargo en que la habían sumergido las plegarias a su alrededor. Abrió los ojos.


Los ires y venires continuaban en el camposanto entre la luz difusa de un sol que se adormecía del otro lado de las nubes. El viento hacía papalotear las guirnaldas de papel de china, los manteles sobre las tumbas, las estampas de santos con nombres en desuso, las fotos amarillentas; esparcía por todos los rincones el aroma de los manjares enredado en el tufo aceitoso de las veladoras. Aún se escuchaban risas, música, llantos y letanías. Carmen alcanzó el tequila y tomó un trago gordo. Tosió. Se limpió la nariz con la manga de su vestido negro. Después volvió a cerrar los ojos en tanto abría los brazos para tallarse contra el sepulcro, untando los pechos a la losa en un esfuerzo por arrancarle un poco de calor. Sabía que abrazaba una tumba sin nombre, olvidada como tantas en aquel panteón. Pero que podía hacer, si su muerto se encontraba unos pasos más allá, en compañía de la viuda y los hijos… Al llegar, varias horas antes, vio cómo los niños acomodaban las ofrendas dirigidos por la madre, y cómo, al terminar, los cuatro se sentaron a comer entre sonrisas igual que si se tratara de un día de campo. Ellos no lo echaban realmente de menos, como Carmen, a quien su ausencia había hundido en el desamparo. Nomás a mí me dueles, Gabriel, dijo desde lejos y dio media vuelta para no ser advertida por María de los Ángeles. Deambuló durante un rato por los andadores, sin prestar atención a los altares que los deudos erigían a sus difuntos. De la base de un nicho recogió la botella y, dándose un poco de valor con unos tragos, desanduvo el camino. Cuando se topó con la tumba abandonada se dejó caer de rodillas para murmurarle sus reclamos, su rencor y su desesperación a ese desconocido cubierto de piedra. Las lágrimas de Carmen escurrían a la lápida y formaban grumos de lodo que se le adherían a las mejillas. Por unos minutos dejó de recordar a Gabriel: la memoria se le había agotado. Veía los remolinos que el polvo levantaba al enroscarse con su respiración, cuando otra gota se desprendió de lo alto para caer a unos centímetros de su nariz. Enseguida otra y otra más. Alzó rostro y vista al cielo: las nubes se habían cuajado hasta ennegrecer y ahora se desgajaban en goterones que al venirse abajo moteaban la tierra con lunares cada vez más prietos. Pero si nunca llueve…, y Carmen no pudo pensar más porque un trueno cimbró el camposanto dando paso a la tormenta. Familias, grupos de amigos y dolientes solitarios se desbandaron rumbo a la salida como si temieran que los muertos se fugaran de las tumbas a causa de una inundación. Sólo Carmen aguantaba impasible los embates del aguacero. Las veladoras se extinguieron, resistiendo unas más que otras dentro de su vaso de cristal. Los platos de carne asada, barbacoa, riñonadas de cabrito y mole pronto se llenaron de un caldo grasoso. El pan de muerto y las tortillas se reblandecieron hasta quedar hechos una sopa.

Nada más las botellas seguían en su sitio, inalterables, en espera de la presencia de aquellos a quienes habían sido ofrendadas. Desde la tumba sin nombre Carmen Guerrero observó a los rezagados persignarse con una rodilla en tierra en señal de despedida antes de correr en busca de un techo. En cuestión de minutos quedó a solas con la lluvia, a merced de los susurros mortecinos que parecían brotar de debajo de las lápidas… Dios está enojado con nosotros, no nos ama, le parece poco el infierno al que nos condenó para ser semejantes a los topos y a las lagartijas, nos obliga a soportar la soledad, el abandono, la negrura reseca de un sepulcro estrecho durante todo el año y para qué, ¿para enviarnos ahora el castigo de un torrente que se cuela por cada una de las rendijas y nos tortura con la humedad y el frío?, un año entero esperando esta noche: el banquete preparado con devoción, el vino que alivia la ansiedad del olvido, la fiesta capaz de devolvernos la alegría aunque sea nomás por unas cuantas horas… es cierto: no nos ama ni nos ha amado nunca, nos ignora para que acabemos de pudrirnos sin que nadie nos recuerde, por eso nos destinó a tumbas sin cruz y sin nombre, a criptas con aspecto tan siniestro que ponen a temblar de pavor a la gente ante la perspectiva de morir y acabar en una de ellas, pero nosotros al repudiar el mundo dejamos de ser gente, no somos nada… y a se marchan, la tormenta acalló la música, los cantos, los rezos, se acabaron los consuelos, queda sólo la esperanza de salir a llenarnos de placer, mas con el aguacero es difícil no pensar que nos disolveremos en la lluvia como calaveras de azúcar… ¿por qué no nos perdonas?, ¿no es suficiente para ti que sigamos un día tras otro igual que las hormigas, sepultos en la tierra?, ¿por qué no paras la tormenta que nos impide ausentarnos de estas covachas y vivir nuestra noche? Empapada hasta el escalofrío, Carmen miraba el camposanto en penumbra a través de la cortina de lluvia: todos se habían ido; los familiares de Gabriel entre los primeros. Caminó con paso incierto sobre la tierra que rápido se transformó en una plasta chiclosa hasta que sus pies pisaron la firmeza de un andador. Avanzó en contra de la tormenta, sintiendo cómo el agua se filtraba a la intimidad de su piel provocándole una serie de estornudos. Cuando estuvo junto al sepulcro de Gabriel barrió con el brazo los platos de comida, las diluidas calaveras de azúcar, los muebles en miniatura y dejó en pie un par de botellas de vino. Estas nos las vamos a tomar los dos, solitos, como antes, dijo y se echó de cuerpo entero encima de la losa. La había abandonado en medio de la incertidumbre seis meses atrás cuando, después de estar en la casa chica hasta el amanecer, Gabriel se dirigía a su hogar y su auto fue embestido por una camioneta gringa, viejísima, cuyo conductor era un obrero borracho que celebraba su retorno triunfal del otro lado. Murió en el acto, sin tiempo de nada pero sin sufrir. Estuviste junto a mí tu última noche, le dijo Carmen al mármol, por eso eres más mío que de ella. Bebió un trago mientras intentaba construir en la imaginación un velorio al que no había asistido porque María de los Ángeles la conocía, sabía de las relaciones entre ella y Gabriel y hubiera llamado a uno de sus hermanos para correrla en cuanto se presentara en la funeraria. Difícil ocultar un amorío como el de ellos en una ciudad tan pequeña, aislada por el desierto. « Vuélvete a tu pueblo —le decían las amigas de María de los Ángeles al encontrarse con ella—, aquí nadie te quiere» . Pero Carmen no iría a ningún lado. Aquí estaba Gabriel y ella permanecería cerca. Después de casi una hora de azotar con furia la ciudad, el aguacero languideció. Se convirtió en llovizna, sin viento. Carmen se soltó de la tumba de Gabriel. Tenía frío. Frotó las mangas mojadas del vestido. Su borrachera se había estancado con la lluvia y el alcohol que le hacía olas en el estómago no llegaba a calentarle la sangre. La soledad del cementerio comenzaba a plagarse de rumores acuáticos, borboteos, rechinidos de madera al expandirse, pero por debajo de estos sonidos se alcanzaban a percibir otros, más profundos, como de tierra removiéndose, uñas que arañan piedra, largos suspiros. La atmósfera se transformaba. Un tono ocre licuaba el aire inmóvil. La oscuridad había encapotado las tumbas y sólo dentro de ciertos mausoleos continuaban encendidas unas cuantas veladoras, de esas que no se apagan nunca.

De pronto, la sombra de un personaje esculpido en el muro de una cripta pareció agitarse y ella esquivó la vista. La posó en la placa con el nombre de Gabriel Talavera en tanto tomaba otro trago de tequila. Enseguida se recostó de nuevo sobre el mármol refugiándose en el recuerdo de Gabriel, tratando de no hacer caso de los murmullos que, por momentos, crecían en torno suyo hasta ponerla a tiritar… Todo cuanto poseemos es un pedazo de terreno y la noche de un día durante el año: resplandeciente de risas y sabores, tragos y calidez, compañía, festejo, además de la tierra que se finge protectora para curarnos de la ausencia de recuerdos, de esta memoria ciega incapaz de decirnos algo de nosotros mismos, tierra de cementerio que nos dio cobijo concediéndonos un sitio en su seno aunque no sepamos nuestros nombres ni cómo ni cuándo ni por qué llegamos a ella, que a diferencia del mundo se muestra generosa y nos reconoce y acepta porque sabe que somos santos, unos santos inocentes que creyeron que su estancia en este camposanto sería momentánea, y sin embargo transcurren las semanas y los meses y los años y seguimos haciéndole compañía a las lombrices y las ratas en esta tierra que no se cansa de absorber cuerpos nuevos para cubrir sus huecos que son tantos… pero pronto partiremos, sí, un día como hoy, borrachos de entusiasmo, hartos de alegría, en busca de un lugar mejor a este donde y a no caben todos los muertos que vomita el mundo, alguna noche quizá y a señalada, porque además de nuestro trozo de tierra lo único que podemos poseer es la fecha probable de nuestra partida, de nuestra fuga, de nuestro alivio, de ese consuelo final que vendrá cuando queden atrás los dolores, las penas y todas las carencias, y sólo podemos acariciar la certeza de que tal día llegará si vivimos con intensidad esta noche, la de la fiesta, la de la orgía que cada año por una sola vez nos despierta la piel, los apetitos, la lengua, el olfato, los ojos… pronto pasará la llovizna, el placer y la vida nos aguardan allá afuera. La humedad recrudeció el calor. Emergía de la tierra que no necesitaba del sol para evaporar sus excedentes de agua, tejiendo así un ceñido sudario de niebla entre los sepulcros. Carmen ahora transpiraba mientras el recuerdo de la tarde en que conoció a Gabriel aparecía nítido en su memoria. ¿Pa qué cruza la frontera, mija?, le había dicho. Si lo que quiere es trabajar, no necesita seguirse de frente, aquí mero y o la ocupo pa la pizca de algodón. Y se quedó a disgusto, pues ella estaba acostumbrada a la vegetación abundante, no a aquel paisaje y ermo donde había que caminar cientos de metros para toparse con un árbol. Contuvo un sollozo y sus palabras surgieron como una letanía sin volumen, un susurro monótono, como si del otro lado de la losa Gabriel arrimara el oído para escuchar su confesión. Pero nunca tuve una brizna entre los dedos, decía, porque siempre aseguraste que en la pizca las manos de mujer se vuelven una desgracia, y tú las querías suavecitas para sentir mis caricias en el cuerpo. Sonrió al advertir un rumor debajo del mármol. Sabía que Gabriel era de esos hombres que jamás terminan de consumirse, porque si lo hicieran consumirían también a quienes estuvieron cerca de ellos. Lo imaginó abriendo los ojos, revolcándose en el ataúd igual que los nonatos cuando reconocen una voz amada. Luego tuvo miedo. Sí, había escuchado un rumor, pero no dentro del sepulcro de Gabriel sino fuera, atrás, en algún rincón del camposanto. Pisadas. Parecían pisadas. Carmen giró la vista pero lo único que vio fueron tumbas en silencio, la blancura de las estatuas fúnebres y, más allá, las siluetas de los mausoleos dibujadas al carbón contra el fondo de la noche. La luna se debatía en el cielo para vencer la barrera de las nubes y un haz plateado se abrió paso, triunfante, hasta caer en el cementerio. Aún intranquila, Carmen pegó de nuevo el rostro a la losa que encerraba los despojos de Gabriel Talavera, mas un rastrillar en el piso semejante al de las hojas empujadas por el viento la hizo levantar la cabeza. Temblaba. Agotó el último sorbo de tequila y estrelló la botella en la tumba vecina. El cristal se reventó en un eco que se mantuvo vibrando en la quietud por espacio de varios segundos. Carmen rió.

Estoy borracha, Gabriel, dijo con los ojos fijos en la placa. Primero creí oír voces, después pasos, ahora no sé ni lo que oigo. Cogió una de las botellas de vino y la revisó. A la bruja de tu mujer se le olvidó el sacacorchos, ¿en qué estaría pensando? Luego recordó el altar, las ofrendas. A menos que…, y se arrodilló junto al sepulcro a buscar entre las cosas que había tirado. Su nerviosismo iba en aumento. Sin ponerse de pie, a cada instante erguía la espalda y miraba alrededor intentando escudriñar lo profundo de las sombras. Creía descubrir movimientos en los claroscuros de las esculturas, en el interior de las criptas donde pequeñas luces parpadeaban agitadamente entre la bruma, en los reductos donde las manchas de oscuridad se amontonaban. Percibía el crepitar del silencio: un siseo sordo pero continuo, como el de los organismos que crecen despacio desde la nada. El corazón de Carmen golpeaba duro, con un tamborileo que no se detenía en el pecho sino que arrojaba su ritmo desquiciado al exterior. Cuando la amargura que provenía de sus entrañas le llegó a la boca, supo que debía levantarse y encontrar la salida, que los seres que habitaban el camposanto reclamaban la noche y si descubrían su presencia no podrían contener el asco y el horror hacia ella y su aroma de carne viva y palpitante. Movió una rodilla en el suelo y el dolor que le produjo la punta del sacacorchos sumergido en el lodo la hizo olvidar sus temores. Me estoy volviendo loca, rió de nuevo, esta vez con una risa falsa. Qué cosas se me ocurren, Gabrielito, dijo mientras con manos ansiosas despojaba a la botella de su capucha para encajar en el corcho el espiral. Estoy muy, pero muy borracha. Apenas la destapó, bebió de ella a grandes tragos dejando que el vino tinto borrara de su lengua el sabor de la hiel y de su mente esas ideas absurdas que la inquietaban. La oscuridad ha caído por completo, y a se fueron los hombres, comienzan a arrastrarse las lapidas, a abrirse los nichos, se animan los inquilinos de las criptas, es preciso recoger las ofrendas de los deudos, emborracharnos hasta la carcajada y el llanto, hasta la histeria que nos aleje de esta creencia de que la inmovilidad y el sueño nos librarán de los sufrimientos de afuera, de las persecuciones, de los peligros de la vida y no de la muerte, que no guarda ningún significado para nosotros porque el temor a morir sólo tortura a quienes tienen algo y nosotros nomás contamos con un pedazo de tierra, o un nicho, o una plancha vacía dentro de un mausoleo, y con esta noche de dos de noviembre para olvidarnos de los trapos en jirones que nos cubren, de los mendrugos de pan tieso envueltos en periódico que disputamos a las ratas, de los platos, tazas, fotos, cajas de música inservibles, boletas de calificaciones de los hijos de otros y estampas de santos martirizados que recogimos en años anteriores, del agujero compartido con un esqueleto que se ha vuelto entrañable, pero sobre todo para olvidarnos de este nuestro miedo a existir que nos mantiene ocultos, alejados del mundo… ya salen los demás, afuera nos miraremos a los ojos sin reconocernos, sin recordar los nombres que no tenemos porque no nos hacen falta conjuros creados por la gente, nos abrazaremos unos a otros para cantar la tonada que persista en la memoria y quizá la luna nos traiga de regreso un rostro familiar, un paisaje de tierras más amables, al sur, que nos haga llorar un recuerdo imposible de revivir, y después, muchas horas después, cerca del alba, cuando el banquete hay a terminado y no quede ni una gota de mezcal ni de vino ni de pulque en los envases, regresaremos a nuestro refugio para iniciar de nuevo la cuenta de los días hasta el próximo noviembre. Sus propios temblores y una tos que era un latigazo en la columna vertebral interrumpieron el sopor alcohólico de Carmen. Soñaba con las manos de Gabriel en un recorrido a través de su cuerpo, con los labios de Gabriel enganchados a su boca, con las palabras de Gabriel que le juraban por Dios y todos los santos que jamás la dejaría sola, que siempre estaría junto a ella, aunque volviera a morirse otra vez y otra vez. En alguna parte del sueño fue presa de la inquietud porque ese hombre ya no se mostraba amoroso con ella, únicamente reía en medio de un entrechocar de vasos, vítores y silbidos, y Carmen tuvo la impresión de que y a no soñaba, de que aquello que se le internaba en los oídos procedía del exterior. Váy anse, dijo y se cubrió el rostro con las manos en busca de la imagen esquiva de su amante, mas la tos que le abría senderos de fuego en los pulmones la despertó a una realidad donde se hallaba a la intemperie, ebria, ardiendo en calentura. No importa, dijo casi sin voz. Mejor si muero. Así estaremos juntos para siempre. Tensó los músculos y tomó impulso con el fin de ponerse en pie, sin embargo la borrachera y la debilidad sólo le permitieron sentarse.

Las nubes se habían ido a otro cielo. Una luna llena, rotunda y espléndida, argentaba en relieve el camposanto donde cientos de sombras se retorcían en una danza descompuesta. Carmen se frotó las sienes y la nuca: el dolor que trepanaba su cerebro le provocaba alucinaciones. No encontró la botella de vino: había rodado al lodo. Al agacharse para recogerla perdió el equilibrio y se fue de bruces. Jadeaba. La fiebre era una coraza que inmovilizaba sus miembros, la hacía castañetear los dientes y le oprimía el pecho. No me dejes, Gabriel, susurró y con grandes esfuerzos reptó unos centímetros hasta alcanzar la botella. Aunque casi todo su contenido había escurrido, aún quedaba suficiente para enjuagar las encías y aliviar aunque fuera un poco el ardor de garganta. Después de beber se acurrucó junto al sepulcro de su amante, apretándose las rodillas, tratando de contener los estertores del cuerpo. Entonces las vio: las siluetas deformes brotaban de cualquier rincón bajo la luz de la luna. Acercaban el rostro a las lápidas para examinar las ofrendas y enseguida las engullían con desesperación. Arrancaban los corchos a mordidas y dejaban caer el licor en torrente dentro de sus bocas. Carmen se replegó aún más contra el sepulcro, y de su pecho surgió un gemido ronco, continuo. Ya no temblaba, sus huesos se habían paralizado. Con ojos muy abiertos veía el ir y venir de las siluetas que se multiplicaban sin cesar, que se arrimaban a las tumbas cercanas permitiéndole percibir con claridad sus semblantes cadavéricos, descarnados y resecos, sus cuerpos moviéndose rígidos, como si hubieran olvidado la capacidad de desplazarse, bajo harapos que quizá en otro tiempo lucieron un color; sus efluvios agridulces de carne corrupta. Y seguían saliendo de las tumbas, de los nichos. El ruido de las lápidas al arrastrarse le erizaba la piel a Carmen, le retorcía los entresijos obligándola a morderse las mejillas y la lengua para no gritar. No quería que se dieran cuenta de que estaba ahí, tiesa de pánico, violando la sacralidad de su festín.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |