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Despierta – Chloe Santana

CAPÍTULO UNO Sanatorio Waverly Hills, Louisville, Kentucky , 5 de Marzo de 2013 Siento un fuerte dolor en el cráneo. Cuando me llevo la mano a la cabeza, descubro con horror que una circunferencia de cinco centímetros de cabello ha sido afeitada. Durante unos segundos me mantengo incrédula, acariciando la piel desnuda y pasando mis dedos por los puntos de sutura que llevo sobre la cabeza. En algún otro momento de mi vida me habría preocupado acerca de si el cabello volvería a crecer sobre la zona desnuda. Ahora no me importa. Sólo puedo pensar en él, en nuestra última conversación, y en los nocivos efectos que de ella derivaron. Trato de hacer memoria, pero un agudo dolor me sacude la cabeza y me obliga a detenerme. La habitación está sumida en la más absoluta penumbra. Siento miedo, pero al menos no estoy atada. Podría moverme a mis anchas de no ser porque no veo nada. Estoy sumergida en la oscuridad. Detesto los sitios oscuros. Me concentró en el olor. Hay una mezcla de puré de patatas y desinfectante, y algo más. Un final metálico, cerrado y poco acogedor. Es la clase de lugar en el que no quiero estar. Me levanto del camastro y extiendo las manos para no golpearme con algún mueble, pero el sitio está vacío. Pego la espalda a la pared, cuyo tacto es áspero. Me deslizo hacia la primera esquina como una serpiente sigilosa, y constato que no hay nada. Continúo hacia la otra esquina, y extiendo mis manos hacia algo parecido a una puerta. Debe de serlo. Su tacto es suave y metálico, y encuentro el agujero de una cerradura. No hay pomo, ni forma de escapar. Pero yo sé que siempre hay una salida. Me siento en el suelo, con la espalda pegada a la pared y los brazos extendidos sobre el regazo.


Si he aprendido algo útil en la vida es que nunca hay que perder la calma. Quien me ha encerrado en este lugar volverá a buscarme. Necesito pensar en una forma de salir de aquí, eso es todo. Para ello, debo saber donde me encuentro. En la habitación no hay una sola ventana. La puerta está cerrada, y es imposible saber si es de noche o de día. Vuelvo a incorporarme, me acerco a la puerta y la palpo con las manos para encontrar el hueco de la cerradura. Me agacho hasta colocar el ojo sobre el agujero hasta que percibo algo de luz. No es más que un destello amarillo y parpadeante. Demasiado amarillo para ser luz natural. Es lógico que sea de noche si me mantienen aquí encerrada y nadie viene en mi búsqueda. Algo más tranquila al encontrar un dato certero, vuelvo a sentarme sobre mis rodillas y trato de contar el tiempo. No hay nada peor que estar encerrada sin saber el día en el que te encuentras. La última vez que estuve a salvo era 27 de febrero, pero no sé cuánto tiempo ha pasado desde que perdí la conciencia hasta que la he recuperado. Tal vez minutos, horas o incluso días. Llevo exactamente cuatro horas contando cuando las extremidades se me adormecen y empiezo a perder los nervios. La calma que me he prometido a mí misma se ha evaporado, y siento una furia instantánea que me va consumiendo hasta que soy incapaz de controlar lo que siento. Estoy acostumbrada a manejar la situación, pero esto se escapa de mi control. Me incorporo de manera repentina, encuentro a tientas la puerta y comienzo a golpearla con el puño cerrado. ─ ¿Hay alguien ahí? ¡Exijo que me saquen de aquí inmediatamente! ─le grito a la puerta. Pego la oreja , pero no escucho nada. Allí afuera reina el silencio absoluto. Apoyo la frente en la puerta y siento que todas mis esperanzas se están desvaneciendo. Utilizo mis ejercicios de respiración para mantener la calma, pero todo lo que consigo es llenarme de una explosiva mezcla de frustración y rabia. No sé dónde estoy.

No puedo salir de aquí. Ni siquiera entiendo por qué me mantienen encerrada. La herida de la cabeza me pica, y si aprieto la mandíbula, siento como los puntos de sutura se abren. De manera inconsciente me llevo la mano a la cabeza, y los dedos se me manchan de una sustancia líquida y pegajosa que adivino como mi sangre. Quien me ha hecho esto es un carnicero. Encerrada en el minúsculo cubículo, trato de encontrar una explicación lógica a lo que sucede. Tal y como hago en mi trabajo, busco la cronología de los hechos. Lo último que recuerdo es haber perdido la conciencia. Después estoy aquí, con una herida en la cabeza y la desorientación más absoluta. ─ De algún modo tuviste que hacerte esta herida, Pamela. Trata de recordarlo ─me exijo en voz alta a mí misma. No me da tiempo a murmurar nada más, pues la puerta de la habitación se abre, y yo me aparto hacia atrás, tomando la prudencia como mi mejor arma defensiva. Una intensa luz me ciega, por lo que me tapo los ojos con las manos. Oigo pasos y el cuchicheo de unas voces femeninas. Cuando abro los ojos, acostumbrados ya a la luz, me encuentro con dos mujeres vestidas de blanco. Ambas son grandes, corpulentas y me infunden respeto. No se trata de la clase de respeto que hubiera sentido hace unos días, sino de un temor puramente físico que es fruto de la supervivencia. ─ Ya se ha despertado. Tenemos que avisar al doctor Moore ─le dice una a la otra. Las dos me observan. Tienen expresiones severas en los rostros anodinos. ─ Cierra la puerta. Es peligrosa ─le advierte su compañera. ─ Ahí dentro no tiene nada con lo que pueda herir a alguien ─la contradice. ─ Hazme caso.

Cierran la puerta sin darme opción a replicar nada. Me llama la atención que hablen de mí con tal liberalidad estando yo presente. Parece que mi opinión les trae sin cuidado. Me siento en el borde del camastro y me abrazo a mí misma. Ahora que sé lo que puede esperarme allí fuera, permanecer encerrada me parece la mejor opción. Nunca he sido una persona cobarde. Tal vez, si lo hubiese sido, hoy no me encontraría en este lugar. Encerrada, herida y sin ninguna escapatoria. Con mujeres de rostros severos que me ignoran y hablan en mi presencia. Sumergida en la oscuridad. Sola. Recuerdo las palabras de Jack antes de que todo se volviera demasiado caótico como para actuar con la prudencia que siempre me ha caracterizado, y un sentimiento de congoja me invade: «Por tu propio bien, no te metas donde no te llaman, Pamela» Si alguien me hubiera dicho hace un par de meses que el hecho de estar encerrada en un lugar que desconozco me impulsaría a pensar sólo en él, y en el temor que me infunde no volver a verlo, lo habría tachado de lunático. Jack. La simple mención de su nombre me reconforta. Jack. Con el cabello rubio ceniza, ojos increíbles y una sonrisa que incendiaba todo mi cuerpo. De haber sabido lo que me esperaba, las cosas entre nosotros no habrían terminado de aquella manera. Yo jamás le hubiese dicho… Clack. La puerta vuelve a abrirse, emitiendo un sonido seco que se clava en mis entrañas. Me hago un ovillo con mi propio cuerpo, y me pego todo lo que puedo hacia la pared. Mi padre me dijo una vez: «la mejor forma de defenderte es hacer creer a los demás que no tienen nada que temer de ti» Si mis compañeros de profesión me vieran en este momento, pensarían que de Pamela Blume no quedan más que los despojos de lo que alguna vez fue. Sin duda estarían equivocados. Pienso salir de aquí, cueste lo que cueste. ─ ¿Señorita Devereux? ─llama una voz masculina y grave. Alzo un poco la cabeza y miro hacia uno y otro lado de la habitación.

Sólo estamos él y yo. Estudio al hombre que tengo frente a mí. Debe de rondar la cuarentena, y las primeras canas se le acentúan en las sienes. Es moreno, alto y fuerte. ─ Señorita Devereux, me estoy dirigiendo a usted ─insiste el hombre. La calma que desprende me horroriza. Es la clase de postura que yo habría utilizado hace unos días. Ahora no estoy calmada. ─ No se está dirigiendo a mí. Yo soy la señorita Blume ─lo corrijo. Trato de no sonar irritada. De nada me serviría parecer fuera de mis cabales. Él hombre me observa con intensidad. La respuesta no parece sorprenderlo. Me ofrece una mano y me sonríe con franqueza. ─ Señorita Devereux, le ruego que me acompañe. Tiene las manos manchadas de sangre, por lo que supongo que los puntos de la herida se han abierto. Permítame que le cure la herida. Observo la mano que me ofrece. Ni siquiera sé quién es, pero lo que más me ofende es que se dirija a mí con un nombre equivocado. Esta situación ya es de por sí surrealista como para que se tome licencias creativas respecto a mi nombre. El hombre se inclina hacia mí para colocar su mano a la altura de mis ojos. No me intimida. No es el tipo de hombre que podría intimidarme. Por su aspecto, se desprende que es un hombre educado y cultivado.

Las mujeres a las que vi antes sí que me horrorizan. ─ No voy a acompañarlo a ningún sitio hasta que no me llame por mi verdadero nombre ─insisto yo. Esta vez, el hombre parpadea un par de veces. Mi resistencia lo sobresalta.

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