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Derrida en 90 Minutos – Paul Strathern

El desconstructivismo de Derrida es nada menos que un intento de destruir toda escritura demostrando su inevitable falsedad. El escritor escribe con una mano, pero ¿qué hace con la otra? Todo escrito, todo texto, insiste Derrida, contiene su propia agenda escondida, sus propias suposiciones metafísicas. El propio lenguaje del escritor distorsiona inevitablemente lo que piensa y escribe. Se socava así la verdad de todo conocimiento; llega el posestructuralismo. En Derrida en 90 minutos, Paul Strathern presenta un recuento preciso y experto de la vida e ideas de Derrida, y explica su influencia en la lucha del hombre por comprender su existencia en el mundo. El libro incluye una selección de escritos de Derrida, una breve lista de lecturas sugeridas para aquellos que deseen profundizar en su pensamiento, así como cronologías que sitúan a Derrida en su época y en una sinopsis más amplia de la filosofía.


 

« Nada amo más que recordar y que la memoria misma» afirmó Derrida en remembranza de su buen amigo el filósofo Paul de Man, que había fallecido recientemente. Pero, a la vez, confiesa Derrida: « Nunca he sabido cómo contar una historia» . Estos dos rasgos están lejos de ser contradictorios para el autor. Como dice de sí mismo: « Pierde la narración precisamente porque conserva el recuerdo» . La imagen sigue siendo « legible» ; al incorporarla a una « historia» se desdibuja inevitablemente su legibilidad y se impone una interpretación. Hasta aquí, todo va bien, de modo que la sorpresa llega al descubrir que la semblanza subsiguiente no contiene ni una sola imagen de su amigo, y en absoluto un recuerdo suy o. Ni que decir tiene que no hay ni siquiera un indicio de historia acerca de él, pues eso impondría una interpretación. Sin embargo, todo este « recordatorio» está dedicado a interpretar los logros intelectuales del amigo. Según sus propias palabras, Derrida « dialoga oblicuamente» con la obra de De Man, interpretándola oscuramente mediante « una explicación prudente» y « una batería de actuaciones representativas» a cargo de personalidades como Heidegger, Austin, Hölderlin y Nietzsche. Toda aproximación clara, de sentido común, a la obra de Derrida trabaja, por tanto, con una severa desventaja. Peor aún, va completamente en contra de la intención del autor. De modo que es justo advertir al lector de que mi intento de alcanzar claridad en la descripción que sigue de la vida y la obra de Derrida sería visto por éste como contraproducente e indefectiblemente sesgado. El ingenio, por otra parte, está sin duda permitido. Derrida es un decidido partidario de los chistes, las agudezas y el humor, aunque hemos de sufrir un nuevo revés, pues se trata de un humor intelectual específicamente francés, que deriva de aquella tradición modernista del arte y el pensamiento europeo continental conocida como « el absurdo» . Enfrentados a una situación absurda, los inocentes intrusos que viven fuera de este territorio intelectual privilegiado suelen reír. Semejante ingenuidad revela un lamentable malentendido. El absurdo es una idea de la mayor seriedad. Ocurre algo parecido con el humor de Derrida. No es cosa de risa.


No es divertido (salvo para intelectuales franceses). Tal humor no se hace con el fin de provocar la risa. Aunque Derrida comparta con Woody Allen sus antecedentes judíos, no puede decirse lo mismo, ni en lo más mínimo, en cuanto a un humor común. Otra cuestión es si es el hipocondriaco de Manhattan o, por el contrario, el gran intelectual parisino quien mejor ilumina nuestra varia humanidad, quien es más « serio» . Vida y obra de Derrida Es central en la filosofía desconstructivista de Derrida su insistencia en que « no hay nada fuera del texto» . A pesar de ello, y cualquiera que sea la forma textual que tome, el hecho de que Derrida nació en Argelia en 1930 parecería ser inexpugnable ante el asalto desconstructivista. La suya era una familia petit bourgeoise de judíos « asimilados» , que formaban parte de la clase colonial francesa a la vez que eran extraños a ella. Creció en la capital, la ciudad de Argel, situada al borde del mar. Los europeos vivían allí una despreocupada y vana vida mediterránea que transcurría entre el negocio, el café y la playa, y que tan diestramente fue evocada por el escritor y filósofo francés de Argelia Albert Camus en El extranjero. Derrida vivió en la Rue Saint-Augustin, algo que había de desempeñar el importante papel de coincidencia afortunada en su autobiografía de 1991, a la que llamó Circunfesión, un título que implicaba los dos tópicos principales de circuncisión y confesión, aunque al final del libro nos quedamos sin conocer detalles de ninguna de las dos. En cierto lugar, aparentemente refiriéndose a sí mismo, Derrida escribe: « se circuncida a sí mismo, la “lira” en una mano y el cuchillo en la otra» . Pero unas páginas más adelante dice: « La circuncisión sigue siendo la amenaza que me hace escribir aquí» . El elemento de confesión es igualmente confuso. En cierto momento se dirige al lector con respecto a su madre: « Le mentí todo el tiempo, igual que hago con todos vosotros» . Sigue una larga cita de las Confesiones de san Agustín. La « circunfesión» de Derrida tiene muchas citas latinas de san Agustín, con quien trata de identificarse. En efecto, san Agustín nació el año 354 d. C. en la colonia romana de Numidia, cuyo territorio forma parte ahora de Argelia. Otras semejanzas con el filósofo del cristianismo temprano son más fugaces. Además de identificarse con san Agustín, Derrida fantasea también sobre él e imagina al santo cristiano como « un pequeño judío homosexual (de Argel o de Nueva York)» , e incluso se refiere a su propia « homosexualidad imposible» ). En otro momento confiesa: « No conozco a san Agustín» . Ya con todo este bagaje asegurado, podemos adentrarnos en terrenos más objetivos. En 1940, cuando Derrida contaba diez años de edad, Argelia se vio arrastrada a la Segunda Guerra Mundial. Aunque el país no fue testigo de combates y no vio ni siquiera un uniforme alemán, la guerra arrojó una sombra pestilente sobre la vida de la colonia francesa, que se había convertido en un protectorado del imperio nazi.

De nuevo, Camus capta la atmósfera del periodo, esta vez en La peste. Francia había sido invadida y la Argelia francesa estaba siendo gobernada por el régimen colaboracionista de Pétain. En línea con los decretos nazis, se introdujeron leyes racistas en 1942, tray endo a la superficie el antisemitismo latente en la población europea. Derrida fue informado por un maestro de que « la cultura francesa no está hecha para pequeños judíos» . Era privilegio del primero de la clase izar todas las mañanas la bandera francesa en la escuela, pero, en el caso de Derrida, esta tarea fue asignada al segundo. Se introdujo un sistema de cuotas que limitaba el número de judíos (el 14%) en los lycées (institutos). El director del liceo de Derrida decidió por su cuenta reducir la cuota al 7% y Derrida fue expulsado. Este tipo de situaciones degeneraba en la calle en insultos e incluso en violencia. No es difícil imaginar el efecto que pudo tener todo esto en un alumno excepcionalmente inteligente y sensible. Es igualmente comprensible que el hombre que emergió de esta experiencia negara cualquier influencia de su vida temprana en su pensamiento posterior. Después de todo, su objetivo confesado era el de interrogar a la filosofía, no a sí mismo. Por consiguiente, sintió siempre aversión a comunicar detalles personales que parecieran proporcionar un lazo causal entre su vida y su obra. Y con cierta justicia. Debiera recordarse que el superviviente maduro pensó su filosofía a pesar de los intentos de sabotear su vida intelectual y social. Durante una parte de su primera adolescencia, Jacques no recibió ninguna educación. Fue inscrito en el lycée judío no oficial, pero casi siempre hizo novillos. Era consciente de « pertenecer» al judaísmo; a pesar de que había crecido asimilado a la sociedad europea, sentía ahora que no era parte de ella. Su penosa experiencia le llevó a rechazar toda clase de racismo, si bien, en palabras de su colaborador George Bennington, también sentía « desasosiego respecto de una identificación gregaria, de militancia o pertenencia, incluso judía» . Al reanudar su educación una vez terminada la guerra, Derrida se comportó como un alumno desordenado, triunfante sólo en el campo de juego. Soñaba con llegar a ser un jugador profesional de fútbol. Semejante ambición pudiera no ser tan iletrada como parece a primera vista. Diez años antes, Camus había jugado de portero en el Racing de Argel, y fue por entonces cuando Derrida escuchó, por casualidad, en la radio una charla sobre Camus que le atrajo hacia la filosofía. El héroe de Derrida era un hombre de pensamiento y de acción. A pesar de su rebeldía de adolescente, el intelecto excepcional de Derrida era evidente. A los diecinueve años fue enviado a París para preparar el ingreso en la École Normale Supérieure, la institución de educación superior de más prestigio en Francia.

Vivir solo en medio de las frías y grises calles de París después del mar y la luz del sol de Argel resultó ser una experiencia perturbadora. Derrida se vio atraído por la filosofía existencialista y nihilista de Sartre, que causaba entonces furor en los cafés de estudiantes de la Orilla Izquierda. Sartre afirmaba que la « existencia precede a la esencia» y sostenía que no hay una humanidad esencial. Nuestra subjetividad no nos ha sido dada, nosotros mismos la creamos a través de nuestra acción. La manera como elegimos vivir nos hace lo que somos. Como resultado de la presión de los exámenes, la desorientación y las pastillas (anfetaminas y somníferos), abandonó después del primer examen y sufrió una ligera crisis nerviosa. En el segundo intento, en 1952, consiguió ser admitido en la École Normale Supérieure, donde estudió filosofía los cinco años siguientes. Allí ley ó con atención a los dos personajes que más habían influido en Sartre, los filósofos alemanes Husserl y Heidegger. Estos pensadores de la primera parte del siglo XX habían sido importantes en el desarrollo y la elaboración de la fenomenología, « la filosofía de la conciencia» , que afirmaba que nuestra conciencia fundamental queda fuera del alcance de una prueba racional o de la evidencia científica. Sólo es accesible a la intuición, y sólo mediante ésta accedemos a los problemas centrales del ser, de la existencia misma. La base de todo nuestro conocimiento queda por tanto más allá de la razón y de la ciencia: el conocimiento se asienta en la conciencia. La guerra de Argelia estalló en 1954, al sublevarse contra los franceses las poblaciones árabe y bereber en pro de la independencia. Derrida apoyó la lucha por la independencia, pero al graduarse en 1957 fue llamado a filas para servir en Argelia en el ejército francés. Se ofreció como voluntario para enseñar y fue destinado a una escuela de fuera de Argel para hijos de soldados franceses y argelinos del ejército francés. Derrida se sintió desgarrado por las atrocidades, cada vez may ores, cometidas por los dos bandos, pero todavía confiaba en que se llegarla a una Argelia independiente en la que los europeos pudieran coexistir con sus vecinos árabes y bereberes. La familia de Derrida había vivido en Argelia a lo largo de más de cinco generaciones y sus miembros se sentían más argelinos que franceses. En 1960 regresó a Francia, donde obtuvo una plaza para enseñar filosofía y lógica en la Sorbona, en la Universidad de París. Estaba ya casado con Marguerite Aucoutourier, que había sido compañera suy a de estudios en la École Normale Supérieure y le había acompañado hasta Argelia, pero que no pudo evitar que sufriera un episodio de depresión severa después del regreso. La guerra terminaría con la independencia de Argelia en 1962 y con el éxodo masivo de los europeos. Se rompió en pedazos la esperanza acariciada por Derrida de llegar a ser ciudadano de una Argelia independiente; a partir de entonces experimentaría a menudo un sentimiento que denominó « nostalgeria» [1] . En 1962 tuvo lugar también el comienzo de la propia independencia de Derrida como filósofo, con la publicación de su primer trabajo importante; añadió a su traducción de Origen de la geometría, de Edmund Husserl, una introducción, del tamaño de un libro, que empequeñeció el trabajo de Husserl, que tenía la longitud de un ensayo. Husserl fue originariamente matemático, lo cual le condujo a ver el peligro implícito en la fenomenología de que basara todo el conocimiento en la intuición, es decir, en la inmediatez de la aprehensión individual. Si la base de todo conocimiento está más allá de la razón y la ciencia, ¿cómo puede uno conocer la verdad de algo que no esté basado en la propia intuición? Esto significaba que el conocimiento matemático y científico era relativo. Proposiciones del tipo de 2 + 2 = 4 no son incontrovertibles, surgen simplemente de la intuición que uno tiene del mundo. Otros podrían intuir las cosas de manera diferente, en cuyo caso no existirían razones para refutarles.

Husserl trató de rescatar a la filosofía de esta dificultad que amenazaba con socavar todo conocimiento. Tomó la geometría como la forma más cierta del conocimiento, usándola como paradigma de todo el conocimiento matemático y científico; toda ciencia de este tipo se aseguraría la verdad si se pudiera demostrar que el conocimiento de la geometría está a salvo del relativismo. Husserl razonó que la geometría ha debido de tener un origen histórico y que este origen debió de consistir en la intuición original de un ser humano histórico. Cierto día de la prehistoria, un individuo tuvo que tener la intuición de línea, de distancia o, posiblemente, incluso de punto. La geometría —línea, distancia, punto, etc.— comenzó de este modo subjetivo, y estos términos originales han debido de tener un significado claro e irrefutable, captado primero por la intuición. Pero una vez que estos términos han sido captados por la intuición, el resto de la geometría era sólo cuestión de descubrir las implicaciones lógicas de estos supuestos fundacionales. En época de la Grecia antigua, Euclides demostró que la estructura de la geometría se construía a partir de conceptos básicos semejantes. La propia geometría estaba, en cierto modo, « ya allí» , esperando ser descubierta, aguardando su momento histórico. Una vez que las nociones originales habían sido intuidas, el resto era incontestable y no había en ello ningún relativismo. Todo conocimiento científico, e incluso filosófico, funcionaría de esta manera. Sí, está ciertamente fundado en la intuición (hablando históricamente) en línea con los deslindes hechos por la fenomenología, pero no es relativo, puesto que se sigue a partir de estas intuiciones originales por pasos lógicos que descubren una estructura que, en cierto modo, estaba « ya allí» , esperando ser descubierta. Derrida estaba seguro de que este razonamiento contiene una aporía, una inconsistencia interna sin resolución posible y, argumentando de esta manera, en su introducción al Origen de la geometría de Husserl y en obras posteriores, estaba sentando las bases de su posición filosófica. Pues la « filosofía» de Derrida no es propiamente tal, sino más bien un cuestionar la filosofía, un « interrogarse sobre su posibilidad» . Se cuestiona la base entera de la filosofía y su capacidad de operar en sus propios términos. Toda la estructura de la filosofía está contaminada por una aporía y por eso no puede ser consistente. Era algo más que un oscuro razonamiento acerca de las bases de la geometría, se cuestionaba la posibilidad de la filosofía misma, y, con ella, los fundamentos de todo conocimiento. Según Derrida, Husserl vio la geometría como una forma de conocimiento perfecto que existía en un reino de verdades intemporales. Era incontestable y seguía siendo verdadera independientemente de la aprehensión o intuición humana. Para Derrida, cualquier intuición prehistórica posible era irrelevante respecto del camino mediante el cual la geometría había llegado a ser considerada en la historia como el paradigma de toda verdad científica y filosófica. Era una verdad ideal, más allá del reino de los razonamientos. Derrida se oponía a esto. Aunque los conceptos básicos de esta verdad hubieran sido intuidos históricamente (o prehistóricamente), la verdad misma no estaba fundada en una experiencia vivida. Según Husserl, ya había existido « ahí afuera» , esperando ser descubierta; por ende, esta verdad no podía estar fundada en una experiencia vivida. No era intuida conscientemente, fundamento necesario exigido por la fenomenología para todo conocimiento.

Ahí, en el corazón mismo de la filosofía, residía una aporía. Por implicación, nuestra noción toda del conocimiento era inconsistente. O bien el conocimiento se fundamenta en la intuición o no es así; no puede ser a la vez las dos cosas. ¿Cómo sabemos que la geometría está « ahí afuera» esperando ser descubierta? ¿Y es seguro que admitamos que la geometría es verdadera porque aplicamos la lógica en ella, y no porque la intuy amos? Puede que sea consistente dentro de sus propios términos, pero ¿cómo la intuimos en cuanto que conocimiento? ¿Qué bases hay en la conciencia —el fundamento último del conocimiento— para que aceptemos su verdad? Semejantes preguntas pueden parecer nimias, pero sus implicaciones afectan al conjunto de la filosofía occidental y al conocimiento científico basado en ella. Heidegger se hizo preguntas similares y, al hacerlo, reveló una suposición escondida que suby ace a toda la estructura del conocimiento. Y lejos de fundamentarse en la intuición individual, esta suposición es puramente metafísica, es decir, está de algún modo por encima y más allá del mundo físico. No se basa en experiencia de ningún tipo. Heidegger mostró que la noción toda de filosofía occidental, y su sirviente, el conocimiento científico, se basa en la idea de que de alguna manera, en alguna parte, la verdad puede ser validada en un sentido absoluto. Hay un reino de la verdad que no es relativo. El « alguna parte ahí afuera» donde existe la geometría es parte de ese reino, « una presencia» , donde existe la verdad absoluta. También garantiza toda verdad. La verdad es validada aquí por su propia presencia. Existe. (De otro modo habría sido una ausencia). Esta presencia es absoluta, garantiza la verdad absoluta. La identidad de esta presencia existente no puede ser otra cosa que una forma de ser que conoce todas las cosas y conoce la verdad de todas las cosas, incluida ella misma. Éste es el significado de la verdad. Se da una coincidencia de ser y conocer en esta presencia que garantiza la verdad de todas las cosas. Como había de mostrar Derrida, esta garantía de verdad, esta presencia, revela otra aporía. La idea filosófica de la verdad basada puramente en la intuición cae víctima de su propia contradicción interna. La verdad absoluta puede ser garantizada sólo por un reino o presencia absoluta. Cualquier verdad menor finita debe ser inevitablemente relativa. No hay manera de que un intelecto finito, limitado a su propia intuición, pueda saber si la verdad de lo que conoce por intuición se ajusta de algún modo a la verdad de lo que es. Semejante coincidencia, semejante igualdad, puede garantizarse solamente por un absoluto que él no es capaz de intuir. No es difícil detectar la figura fantasmal de la divinidad detrás del argumento de la « presencia» .

Durante muchos siglos, Dios ha sido la verdad que garantizaba la verdad absoluta. Pero sin su presencia — llámese divinidad o lo absoluto— no existe la verdad y quedamos debatiéndonos en un tremedal de relativismo. Esto se aplica a la geometría tanto como a la filosofía. En realidad, Derrida había de afirmar que una situación semejante niega hasta la posibilidad de la filosofía. Queda claro ahora por qué no se ve a sí mismo como filósofo. La filosofía se había encontrado antes en esta encrucijada. En el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume suscribió la idea de que todo conocimiento se basa en la experiencia. Analizó entonces este aserto, aparentemente incontrovertible, y llegó a unas conclusiones sorprendentes. Si se lleva el empirismo hasta sus límites, el conocimiento se reduce a ruinas. No tenemos experiencia real de la causalidad; todo lo que percibimos realmente es que una cosa sigue a otra, y no que una sea causa de otra. De manera semejante, no tenemos experiencia real de los cuerpos, sino simplemente de conjuntos de datos sensoriales. Ni siquiera tenemos experiencia de nosotros mismos. No experimentamos directamente el y o, ni tenemos impresión alguna que corresponda a una identidad, ni experimentamos nada que nos diga que el denominado « y o» sea el mismo en un momento y en el siguiente. Tan tajante reducción de la verdad a la experiencia (precursora reconocible del intuicionismo fenomenológico) detuvo en seco en su camino a la filosofía, pero no terminó con ella. Tampoco terminó con el conocimiento humano, especialmente la ciencia, que se basa en nociones tales como causalidad, identidad, continuidad, etc. Lo único que hizo Hume fue poner de manifiesto el status de nuestro conocimiento. Confrontado a un análisis lógico rígido, salta en pedazos lo ilógico de la experiencia. La filosofía puede a veces socavar completamente el status del conocimiento. La teoría puede reducirse a la nada, pero esto no detiene la práctica de nuestros intentos por construirla. Es ciertamente así en los campos de las matemáticas y de las ciencias « duras» , como la física. Seguimos tratando de alcanzar conocimientos de manera científica, aun cuando antifilósofos como Heidegger y Derrida logren desbaratar el concepto de verdad científica. Incluso, de manera perversa, continuamos aplicando el método científico a campos que no están todavía establecidos como ciencia. La teoría del caos muestra cómo el movimiento del ala de una mariposa en la selva brasileña puede producir un tornado en Kansas. Los efectos enormemente cambiantes de las numerosas variables involucradas en la predicción meteorológica son incalculables como para que se pueda predecir con alguna certeza el tiempo con mucha antelación. Lo mismo puede aplicarse a todas las predicciones económicas o al ejercicio del psicoanálisis.

No se trata todavía de ciencias (y es posible que nunca lleguen a serlo). Pero el hecho es que continuamos aplicando lo mejor que podemos el rigor científico en esos campos. La negación de Derrida de la verdad en geometría, e incluso de la posibilidad de la filosofía, está sujeta, en su propia manera abstracta, a exactamente las mismas restricciones. Al socavar la verdad logra socavar la verdad de lo que está diciendo. Como veremos, Derrida admitirá esto y seguirá sus implicaciones hasta alcanzar conclusiones atrevidas y radicales. Pero el hecho es que semejante teoría (sufra o no el sabotaje de sus propias contradicciones) desafía la práctica humana. Practicamos la economía y la meteorología porque nos sirven de ayuda los conocimientos infundados que descubren. Podemos admitir que no existe la verdad absoluta ni una garantía final para el conocimiento, pero, una vez dicho esto, no nos cuestionamos que los tres ángulos de un triángulo plano sumen 180 grados. Un electrón es comparable en tamaño a una aguja en un estadio de fútbol y, sin embargo, hemos descubierto cálculos exactos que nos permiten predecir su comportamiento con precisión. Toda la industria de los ordenadores se apoya en tales predicciones. Y aceptamos otras « verdades» menos matemáticas y científicas, tales como la teoría de la evolución de Darwin, la estructura del ADN, etc. En realidad, incluso admitiendo que no haya una verdad absoluta, nos oponemos paradójica y firmemente a cualquier intento de socavar tales verdades « no absolutas» mediante otras refutaciones que no sean las científicas (i.e., los experimentos, la experiencia). Puede que la verdad sea relativa respecto de un status absoluto, pero otra cosa es tratarla como relativa. Es de suponer que Derrida, por ejemplo, no negaría la « verdad» de que millones de judíos murieron durante el Holocausto. Aun cuando la civilización occidental se ha desarrollado utilizando un concepto de verdad absoluta que es en sí misma contradictoria, sin ella se cae a pedazos. Cómo se las arregle Derrida con esto y con la « imposibilidad» de la filosofía será vital a la hora de enjuiciar su estatura como pensador. En 1965, Derrida comenzó a enseñar historia de la filosofía en la École Normale Supérieure. Para entonces formaba parte de un grupo emergente de intelectuales parisinos asociados a la revista de vanguardia Tel Quel (Tal Cual). A pesar del frívolo título, no se trataba de una revista ligera de estilo « tábano» . Su objetivo era el de promover un nuevo « terrorismo intelectual» que subvirtiera todas las concepciones anteriores respecto de la literatura, la crítica literaria y la filosofía. Entre sus colaboradores, en uno u otro momento, estuvieron todos los más importantes nuevos pensadores franceses: Barthes, Foucault, Kristeva y Derrida. Inevitablemente, los laxos objetivos iniciales habían de divergir pronto. El objetivo de Derrida era nada menos que destruir toda « escritura» demostrando su inevitable falsedad.

El escritor escribe con una mano, pero ¿qué hace con la otra? Todo escrito, todo texto, tiene su propia agenda escondida, contiene sus propias suposiciones metafísicas. Esto es especialmente así en el lenguaje mismo. El escritor es a menudo inconsciente de este hecho. El lenguaje que usa distorsiona inevitablemente lo que piensa y escribe. En La escritura y diferencia (1967), Derrida ataca al epítome del pensamiento francés, el racionalista del siglo XVII Descartes, el primer filósofo moderno. Descartes buscó la certeza intelectual última mediante la razón. Con el fin de despejar el terreno, inició un proceso de duda sistemática. Descubrió que podía poner en duda la certeza de todo. Sus sentidos podían engañarle; hasta su sentido de la realidad no era capaz de distinguir a veces entre el sueño y la vigilia. Igualmente, un astuto espíritu maligno podría engañarle acerca de la certeza absoluta de las matemáticas. (Tres siglos más tarde, Derrida pretendería mostrar cómo podría suceder). Pero al final Descartes encontró que había una cosa de la que no podía dudar. Era la certeza última del cogito ergo sum (« pienso, luego existo» ). Aunque el mundo le engañara había algo de lo que no podía dudar, y era que estaba pensando. Derrida se mostró en desacuerdo. Básicamente, sostuvo que Descartes estaba a merced del lenguaje que utilizaba. Le era imposible salir « fuera» del lenguaje en el que estaba pensando, con todas sus suposiciones ocultas y una estructura que restringía y distorsionaba su pensamiento. Su dinámica y su metodología eran capaces de extraviar su pensamiento mucho más que cualquier ilusión de los sentidos. Semejantes restricciones son « inherentes a la esencia y al proy ecto mismo del lenguaje, de todo lenguaje en general» . Por ejemplo, fue simplemente la gramática lo que indujo a Descartes a concluir: « Yo pienso, luego yo existo» . Su experiencia radical de certeza no contenía, como Hume indicaría más tarde, ningún concepto de identidad, ni siquiera de causalidad (« luego [por lo tanto] existo» ). En última instancia, Descartes era consciente sólo de la coexistencia de pensamiento y ser. Quizás su pensar y su existencia eran idénticos. Como Heidegger expuso más tarde, nuestra aprehensión fundamental es la de « ser-en-el-mundo» ; ésta es la intuición de la fenomenología, más allá de la razón y la ciencia.

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