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Deliah, el corazon de una rebelde – Dana Velvet

Lilah siempre había sabido que amar a alguien solo le produciría dolor. Perder a sus padres cuando era prácticamente una niña le había dejado una huella para toda la eternidad. Pero con el tiempo aprendió a manejar sus sentimientos, a no mirar atrás y a no encariñarse demasiado con nadie. Ya tenía a su tío, a su mejor amiga y a sus hermanos. Los quería, y no necesitaba a nadie más. Si algún día se permitía enamorarse y le entregaba su corazón a un hombre, y algo llegara a ocurrirle a él, no sabría cómo enfrentarse a la situación. Le gustaban las cosas tal y como estaban. Por eso dudaba que algún día llegara a casarse. Soltó un suspiro cargado de tristeza mientras recordaba cómo empezó la tragedia que le había cambiado por completo la vida. A la edad de ocho años, Lilah era considerada una niña encantadora y querida por toda su familia, aunque en realidad poseía una secreta vena traviesa que raramente mostraba en público. Las únicas testigos de esas maldades fueron las afortunadas —o más bien, desafortunadas— institutrices que huyeron lo más lejos posible al conocer la maldad de una niña tan «adorable» e «inocente» como era Lilah. Tenía un cariñoso padre que la quería y que la cuidaba mucho. Le daba todo el amor que su madre no había podido entregarle a causa de su fallecimiento durante el nacimiento de Lilah e Iker. Y sus otros dos hermanos mayores, James y Leonidas, la cuidaban como si fuera una princesa, mientras que Iker era como su alma gemela, estaban conectados de una manera inexplicable. Al fin y al cabo, eran mellizos. Unos meses después, en una fría y tormentosa noche, el cielo estaba cubierto de una inmersa oscuridad que prometía un día de lluvia sin cesar. Lilah estaba algo aburrida. Ella prefería pasar las horas en el campo, disfrutando de la naturaleza, pero la lluvia la retenía en la enorme mansión que su familia poseía en el condado de Westmoreland, leyendo una novela en su salón privado mientras James e Iker se encontraban jugando entre ellos en otra de las dependencias de la casa de campo. A Lilah le molestaban sus necias peleas de niños bobos. Y luego estaba Leonidas, descansando en su aposento, o inmerso en su mundo. A diferencia de sus otros hermanos, este era serio y callado. No le gustaba demasiado la gente y prefería la soledad. El salón privado estaba especialmente diseñado para ellos. Las paredes estaban tapizadas de azul celeste. Había solamente una enorme mesa de madera con un montón de sillas medianas alrededor.


También tenían más de dos estanterías llenas de cuentos infantiles, pero a Lilah le interesaban más otro tipo de libros, como los de Shakespeare o los de Lord Byron. En vez de estar sentada en la silla, estaba tumbada boca abajo, releyendo una y otra vez Macbeth del gran dramaturgo inglés William Shakespeare, su amor secreto. Mientras tanto, su padre se encontraba ocupado en su despacho, intentando calcular las riquezas de la nueva empresa que había adquirido recientemente a un burgués americano arruinado. Era una empresa textil que se encontraba en el condado de Liverpool. El antiguo dueño había perdido todas sus riquezas debido a malas inversiones, aunque también había influido su obsesión por el juego. Desde que la había comprado, sus riquezas se habían duplicado bastante, convirtiéndole en uno de los hombres más ricos del Reino Unido. El conde dejó de escribir en su cuaderno de contabilidad cuando unos suaves toques en la puerta interrumpieron su concentración. Con una voz firme y lo suficiente elevada dijo: —Pase. Observó detenidamente cómo la puerta se abría y aparecía ante él el robusto cuerpo de su mayordomo, Mark, quien llevaba trabajando para la familia Bellamy desde que era un crío. Ahora contaba ya con más de cincuenta años. Lima, el conde, esbozó una sonrisa al verle. Su mayordomo era también su único amigo fiel. En su mundo, encontrar amistades verdaderas y sinceras como la que compartía con Mark era difícil, ya que en él predominaban las serpientes silenciosas y venenosas que se dedicaban a buscar presas inocentes para arrojarles su maligno veneno. Mark realizó una inclinación de respeto hacia su señor y, con un serio semblante, caminó con pasos decididos hasta el escritorio. Liam frunció un poco el ceño. No importaba cuántas veces le advertía a Mark que cuando estaban ellos solos no había necesidad de mostrarle respeto, él nunca le hacía caso. Y al conde no le quedaba más remedio que aceptar ese hecho. —¿Sí, Mark?—Alguien requiere tu atención, milord —comunicó el mayordomo con la voz calmada, sin ninguna emoción. —Dígale que pase —ordenó sonriente. Lord Bellamy siempre había sido conocido en los alrededores por ser un señor justo y amable con los criados. Y estos le eran fieles, siempre cumpliendo con su deber con una enorme sonrisa en sus rostros. No todos los aristócratas eran lo suficientemente corteses para respetar a los de una clase inferior. Mark asintió ligeramente, marchándose al instante del despacho de Liam para hacer pasar a Lord Dunne, quien necesitaba urgentemente la ayuda del conde. Lord Bellamy, tras una larga conversación, decidió apoyarlo. A pesar del mal clima que hacía ese día, Liam siempre había sido un señor que no podía negarse cuando alguien le pedía un favor.

Tomada esa decisión, salió con ese hombre, ignorando su miedo irracional a las tormentas. En vez de esperar a que los sirvientes le prepararan el carruaje, cogió su mejor caballo. Con destreza, se subió a él y cabalgó junto con lord Dunne. Liam cabalgaba por detrás de Max lo más rápido que podía con ese tenebroso y cruel tiempo. Tras una larga caminata, llegaron al sitio donde lord Dunne requería de la intervención de Liam. Pero antes de que ambos pudieran bajarse de sus caballos, ocurrió lo inevitable. El caballo de Max se tropezó con unas enormes pierdas, que él no vio debido la oscuridad que predominaba el cielo, causando que el caballo de lord Bellamy también perdiera el equilibro. Eso provocó que los dos hombres cayeran al suelo y se golpearan la cabeza contra las pierdas. Ambos murieron en el acto. Al día siguiente, el sol brillaba deslumbrante después de que hubiera aminado la rebeldía de la tormenta de la noche anterior. Un campesino, junto sus compañeros de labor, cantaban mientras se dirigían al lugar donde se ubicaba su sitio de trabajo. De repente, uno de los campesinos exclamó señalando con el dedo los dos cuerpos muertos que yacían en el suelo lleno de piedras. —¡Vamos! —exclamó el mismo que había señalado mientras corría a ver a quién pertenecían esos cuerpos ensangrentados. Y los otros dos lo siguieron por detrás corriendo. —¡Santo cielo! —clamó sorprendido al reconocerlos. —¡Son lord Bellamy y lord Dunne! —replicó el más bajo de los hombres—. Debemos informar sobre la muerte de estos señores a sus respectivas familias —añadió finalmente. Más tarde, en la casa de campo de los Bellamy, Lilah se encontraba a punto de terminarse el abundante desayuno que le había preparado la cocinera. Consistía en varias tortillas endulzadas con miel y galletas hechas de frutos secos. Quería marcharse fuera lo más rápido posible. Por fin iba a poder realizar ese plan macabro contra el tutor de su hermano mellizo, quien había sido expulsado de Uton por una mala conducta. Lilah no quería ser mala, pero ese profesor se había burlado de ella cuando la halló leyendo esos libros feministas que había encontrado después de rebuscar en la biblioteca de su familia. Y ahora iba a darle su merecido. ¿Por qué solo los hombres podían ser libres mientras su género debía seguir los dictados de estos? Era una injusticia. Todo el mundo, fuera femenino o machista, debía que tener los mismos derechos.

Tras finalizar su desayuno, salió corriendo por la puerta principal, pero dejó de hacerlo al observar que el mayordomo la miraba con una expresión de tristeza. Era la primera vez que lo veía así, sin su acostumbrado semblante tan sosegado e inmóvil. —¿Dónde está mi padre? —preguntó curiosa, acercándose a él—. Ayer no lo vi —siguió diciendo Lilah cuando vio que el mayordomo permanecía en silencio. Solo la contemplaba, aguantando su agonía. No solo había perdido a su amo, sino también a un gran amigo que le dio un buen trabajo. Era demasiado raro, pensó ella cuando su mirada se fijó en la del mayordomo, quién era como su segundo padre cuando no estaba el suyo, ya que siempre estaba allí, ayudándola a escaparse de los líos donde se metía, y notó que se estaba controlando para mantener esa expresión de seriedad. Sus azules ojos brillaban, pero no era ese brillo que tanto lo caracterizaba, sino era uno triste. A pesar de que Lilah tenía ocho años, era muy madura e inteligente para su edad, y comprendió de inmediato que algo estaba mal, pero ¿qué era? —El señor salió junto Lord Dunne ayer por la noche por una urgencia —informó Mark sin que su voz dejara de temblar—. Seguramente se quedaron en un sitio esperando a que la tormenta cesara —mintió el mayordomo, reconociendo que no podía contarle la verdad a Lilah, quién era como la hija que él nunca tuvo. Pero Lilah estaba segura de que Mark le estaba mintiendo. Algo en su interior le dictaba que su querido padre había fallecido por culpa de esa tormenta, llevándoselo para siempre al mundo de los muertos. Con valentía e ignorando los furiosos latidos de su corazón, emitió una pregunta que no quería hacer. —No va a volver, ¿verdad? ¿Se durmió para siempre? —Lo siento mucho, pequeña —Fue lo único que le dijo Mark mientras le despeinaba pelo con cariño antes de marcharse de allí dejándola sola con el corazón roto. Capítulo 2 No es el tiempo ni la ocasión los que determinan la intimidad: es sólo el carácter, la disposición de las personas. Jane Austen. Habían pasado demasiados años desde la muerte de su padre y aún le seguía doliendo como el primer día. Odiaba estar en la casa del campo, pero era un alivio que ya estuviera regresando de nuevo a Londres, porque allí mismo fue donde su padre perdió la vida, dejándola sin el cariño de un progenitor. Sí, tenía un tío que la quería como a su propia vida y a sus hermanos, que harían todo lo posible con tal de hacerla feliz. Además, tenía a Jane, su mejor amiga, que era su otra mitad. Ella la comprendía como nadie y eso le daba esperanza. Fe de que alguien pudiera entender sus sentimientos. A veces tener fama de dama rebelde no le agradaba tanto porque la gente pensaba que no tenía emociones y que era cruel y mala, pero ella no era así. Simplemente había elegido el destino de ignorar la agonía de su alma. Sacudió ligeramente la cabeza y se dedicó a mirar por la ventana los arbustos verdes brillantes por los rayos solares, que le daban un toque de belleza a las carreteras desoladas.

De repente, recordó que Iker le debía algo. Se giró mirándolo fijamente. —Iker —dijo mientras su vista le enfocaba—. Me has de devolver el libro que me quitaste ayer. —Pronunció esas palabras con un toque de impaciencia—. ¡Dios mío! Por tu comportamiento inmaduro, quiero más a Leonidas y a James —gruñó Lilah. A veces Iker era tan insoportable como adorable. Iker se echó a reír escandalosamente por el comentario de su hermana melliza. —Eso no lo decías ayer cuando me dijiste que no podías vivir sin mí y que yo era tu hermano favorito —repuso esbozando una de sus juguetonas sonrisas. En cuanto su risa cesó, sacó el libro de su bolsillo y se lo entregó. —¿Contenta? —¡Demasiado! —respondió abrazándolo. Había pocas personas a quien Lilah amaba abrazar: Iker, Jane, Mark y su tío Jason. —Ahora sí que eres mi favorito. —Le guiñó el ojo separándose de él mientras tomaba el libro con una gran sonrisa en su rostro. —Uno nunca debe fiarse de una mujer, y menos si es una que padece una enfermedad mental —murmuró Iker para sí mismo. Desgraciadamente Lilah le había escucharlo. Y, como consecuencia a su comentario, le golpeó el pie de manera que pareciera un «accidente». —¡Auch! —gritó él, gimiendo de dolor. Iker dejó de hacer lo que estaba haciendo y empezó a revisar si su pie se encontraba bien. —¿Pero, qué…? —preguntó incrédulo—. ¿Sabes que una dama no va por ahí pegando? —le reprochó Iker mientras intentaba calmar el dolor. —Tampoco es de caballeros meterse con damas, mi querido Iker —contraatacó Lilah esbozando una pícara sonrisa—. Todo estaría bien ahora si hubiera estado en el carruaje con Leonidas y James. —Si hubieras ido con ellos, te habrían dejado tirada en medio del camino. Lilah frunció el ceño al oírlo.

—¿Qué? Creo que sería al revés. Ninguno de los dos es capaz de luchar contra mi gran inteligencia —replicó encogiéndose de hombros. —¡Basta! —estalló Jason, ya harto de escuchar a sus sobrinos pelearse como niños. Tanto Lilah como Iker se callaron al escuchar el grito de su tío. En ese momento, solo se escuchaban los latidos de sus corazones. —Dejad de pelear como niños pequeños —ordenó, cansado. Al ver que se estaban abriendo la boca para quejarse, decidió darles unas cuantas charlas a esos dos. Empezó por Iker—. Tienes veinticinco años. ¿No crees que ya es ahora de que hacer algo útil con tu vida? —le reprochó sin ninguna piedad, causando que Lilah se pusiera a reír a carcajadas, pero para su mala suerte, Jason comenzó a regañarla también—. Tú eres la peor. ¡Tienes veinticinco años y lo único que causas son problemas y escándalos! Aunque me divierte ver cómo la hipócrita de la sociedad se escandaliza. Pero no me gustaría verte sola. Deseo con todo mi corazón que pronto te enamores, te cases y tengas hijos, mi pequeña. —Pero, tío. —Bufó—. ¡Yo no quiero casarme nunca! No es mi deseo. ¿Acaso nosotras, las mujeres, solo fuimos creadas para ser esposas? ¿Nuestra función no es otra que darle descendencia al marido, mientras este busca placer en otros sitos? ¿Eso es para ti una vida digna? —Negó con la cabeza—. Pues para mí no lo es, para nada. Además, ningún hombre con la suficiente inteligencia me querrá como esposa porque ellos desean una mujer sumisa y yo jamás lo seré. »¿Y sabes lo que más me molesta? Que no podemos ser libres como vosotros. A veces pienso que nos consideráis más yeguas que personas. Nosotras deberíamos tener los mismos derechos que vosotros. Y no descansaré hasta conseguirlo —añadió con vehemencia—. No me importaría pasar toda mi vida en la cárcel si con ello consiguiera la libertad que nos corresponde.

Esbozó una satisfecha sonrisa, orgullosa de su argumento feminista. —Lo sé, hija —respondió Jason cariñosamente, sin importarle demasiado que su sobrina tuviera pensamientos demasiados adelantados para la época—. Pero también estoy seguro de que existirá alguien que te querrá tal como eres. —Lo dudo —susurró fingiendo un bostezo, con el propósito de que su tío la dejará en paz sobre el tema del matrimonio—. Tengo sueño, me echaré una siesta. —Cambió de tema, ignorando completamente los reproches de su tío. No soportaba escuchar los comentarios recurrentes sobre el matrimonio, como si fuera un tema importante. ¿Por qué no podía simplemente ser una mujer independiente? ¿Administra una gran empresa en solitario? ¿Sin un marido? ¡Oh, no! Eso sería pecar para esos insoportables e infelices hombres que pensaban que las funciones de una mujer eran parir y criar niños como si fueran simples vacas. Además, aunque encontrara alguien digno de su admiración, no quería depender ni amar a nadie. Según su experiencia, amar era sinónimo de dolor. Lilah se tumbó en el alféizar de la ventana del carruaje. Cerró los ojos y se durmió lo que quedaba del recorrido. Al llegar a la majestuosa mansión de Londres, el coche se paró enfrente de la enorme fuente, la cuál estaba localizada a lado de la entrada principal. Iker tenía bastante claro que estaba jugando con el fuego, pero no le importaba. Necesitaba diversión en su vida y su hermana melliza era capaz de proporcionársela, así que se acercó al oído de Lilah y… —Despierta, fea durmiente —gritó Iker en su oído, para luego echarse a reír a carcajadas mientras disfrutaba de observar cómo Lilah se sobresaltaba. —Tú —gruñó ella señalándolo con el dedo—. Mi amado y estimado Iker, deseo con toda mi alma que te enamores profundamente de la persona que menos esperas —le maldijo, sonriéndole con maldad. Había sido un golpe demasiado bajo. Después de todo, ella sabía que su mellizo había amado profundamente la hija de un duque, pero que ella lo despreció casándose con otro duque. Desde entonces, se había unido a su club de corazones solitarios cuyo lema era sencillo, claro y conciso. «Solo debes amarte. No entregues tu corazón hasta que sientes que alguien es digno para ello. Pero aún así, no te enamoras porque si lo haces estás destinado a un destino de sufrimiento». Iker parpadeó varias veces, perplejo con el comentario de su melliza. Pero al instante, con una voz burlona, le replicó: —Y yo, Iker, deseo que te enamores… —Antes de que pudiera terminar la maldición, Lilah lo interrumpió tirándole a la cara el gigantesco libro que tenía en sus manos.

Jason huyó lo más lejos posible de sus sobrinos. No importaba cuánto esfuerzo hiciera, ellos siempre se comportaban así. No tenían ninguna contención. Además, estaba ya cansado de sus peleas constantes y, si se volvía más firme con ellos, ignoraban sus reproches como si no hubiera dicho nada. Sin esperarlos, caminó directamente hacia el interior de la casa, dejándolos pelearse entre ellos como si fueran un gato y un perro.

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