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Deirdre – Elizabeth Urian

Decididamente, tú no me quieres. Robert Doyle, conde de Millent, arrugó el entrecejo al escuchar esa contundente afirmación. Se rascó la cabeza en un intento de sosegarse mientras evitaba la mirada reprobatoria de su única hija soltera. —Vamos, Deirdre, no seas así… —¿Y qué esperabas? Dudo mucho que fuera una rápida y agradecida aceptación por mi parte. La joven se levantó del diván tapizado en gris perla y paseó enfurecida arriba y abajo por la alfombra de lana que protegía sus delicados zapatos del frío suelo. —Si lo pensaras un momento… —El padre intentó de nuevo hacerla comprender. —No me hace falta. —Se detuvo y le lanzó una airada mirada—. No voy a dejar que me cases como si fuera una vaca vieja a la que no queda más remedio que regalar porque ya ni leche da. —Te aferras a lo melodramático, hija. Deirdre Doyle podía ser cualquier cosa menos melodramática. A sus veintiocho años se caracterizaba por ser una joven tolerante y nada dada a las grandes exageraciones. También se sabía graciosa, culta, fea y soltera. Toda una tragedia, según su padre. —¿Melodramático? —repitió—. Me siento burlada por mi padre, progenitor, amor de mis amores, el hombre más importante de mi… —Basta, basta —la cortó—. No niego que estoy haciendo algo posiblemente reprochable… —¿Posiblemente? —jadeó la aludida, ultrajada. —Pero lo estoy haciendo con la mejor de mis intenciones. Es por tu bien. —Ah, la frase del año. —Deirdre se sacó un pañuelo de la manga y fingió secarse unas lágrimas, no porque fuera incapaz de llorar, sino porque se sentía tan rabiosa que no podía derramarlas. Lo único que necesitaba era conmover un poco a ese pedazo de bruto que llamaba «padre»—. Lo que más me duele es ser traicionada por mi propia familia. —Bueno… en cuanto a eso… —titubeó al explicarse—, he de decir que nadie me ha apoyado. Eso tampoco era una novedad para Deirdre, pero al conde de Millent no le haría mal sentirse violento por lo que estaba haciendo.


—¿Ni tan siquiera Sharon? —lo preguntó sabiendo ya la respuesta. Su madrastra tampoco veía con buenos ojos esa herejía. —Ella es la que más en contra ha estado de todo este asunto. —Todavía le escocía la disputa que habían tenido la noche anterior. Y la otra, y la otra…—. Sharon te quiere. Deirdre sonrió en su interior. También sabía eso; como sabía que, en todo ese despropósito, su padre era el único culpable. Su madrastra y el resto de sus hermanos, así como sus cónyuges, le habían dado su apoyo. También le constaba que habían intentado hacer cambiar a Robert Doyle de opinión. En vano. —Pues eso me confirma que tú no. —Hizo sus mejores pucheros y se acercó a él, mimosa—. Vamos, papá; en realidad no quieres hacerlo. El conde no se dejó conmover por mucho que hubiera querido. Era un asunto zanjado. —Te equivocas —le respondió—. Quiero hacerlo y lo haré. —¡¡¡¡Argggggggg!!!! —Deirdre se apartó de él, furiosa—. Si me casas en contra de mi voluntad, nunca te lo perdonaré —amenazó. Su padre se levantó y la miró con tristeza. —Espero de todo corazón que eso no sea cierto, porque estoy decidido. —Salió del salón dejándola sola. Casi al instante, la puerta se abrió de nuevo, dando paso a su madrastra. La esbelta y madura mujer rondaba ya los cincuenta años, pero ni su delgadez, ni la suavidad de su piel, ni sus vivaces, y ahora preocupados ojos verdes, lo atestiguaban.

A pesar de no ser la mujer que le dio a luz, la quería como si lo fuera. Deirdre recordaba a la perfección a su progenitora y todavía, al día de hoy, la echaba de menos. Lesley Millent, anteriormente conocida como Porterfield, murió de unas fiebres cuando ella era joven. Por eso, después de trece años compartiendo vida con su padre, la ternura de esta mujer y el profundo afecto que sentía por cada uno de los hijos de su marido, había afianzado un lugar en sus corazones. Era una mujer muy especial. —Deirdre, hija, acabo de ver salir a tu padre. ¿Has conseguido hacerle cambiar de parecer? —Se sentó y dio palmaditas a su lado para que ella hiciera lo mismo. —No. —Su humor era fatalista y su futuro un negro borrón—. Tanto si quiero como si no, me casaré. —Oh, mi niña. —Le cogió las manos para darle consuelo—. Lo siento tanto… —Tú no tienes la culpa de que sea un déspota sin corazón —arremetió enfadada. —A lo mejor termina cediendo —expuso confiada; demasiado, tal vez. El recién llegado, un rubio jovencito de doce años, arruinó esa vana esperanza. —Papá acaba de ordenar que pasado mañana salgamos hacia Escocia —anunció Ernest, su hermanastro, mientras cerraba la puerta de la biblioteca. —¡Oh! —gimió y se puso una mano en cada mejilla—. ¿Qué voy a hacer? —No lo sé. —Sharon meneó la cabeza con frustración—. Hace días que intento quitárselo de la cabeza. —Dio un beso distraído en la cabeza de su único hijo natural cuando este se sentó en la alfombra, a su lado. —Tal vez si huyo… —lanzó Deirdre a la desesperada. —¡Ni se te ocurra! —La madrastra la cortó de raíz—. Si hicieras eso estarías llamando a las puertas de la desgracia. —¿Y lo que está por llegar no es precisamente eso? —Pensé que querías casarte —apuntó Ernest, interviniendo.

—Sí, pero no de esta forma —se levantó—. Lo que papá pretende hacer no tiene sentido y es demasiado abusivo, incluso para él. Ni tan siquiera se ha parado a pensar cómo me sentiría al ofrecerme así, como media libra de pasas secas y arrugadas. —Un estremecimiento la recorrió al pensar que pronto estaría casada y establecida en su nuevo hogar—. Ahora, si me disculpáis, necesito algo de soledad para tratar de digerir todo esto. —¿Me prometes no hacer nada drástico? —Sharon la miró con desconfianza. —Te lo prometo. —No era capaz de hacer algo que la lastimase. Todo lo contrario que su padre. Sonrió con amargura y se dispuso a retirarse a la soledad de su habitación, pero para su consternación, esta estaba invadida por varias criadas que se apresuraban a guardar todas sus pertenencias para ser trasladadas al que pronto sería su nuevo hogar: Escocia. Mantuvo la compostura mientras buscaba un sitio lo suficientemente tranquilo para poder dejar escapar la aflicción que la embargaba. Al final, se escondió en la pequeña habitación de costura y se sentó de cualquier manera en el hueco de la ventana, sin pensar en cómo de arrugado quedaría su vestido de inspiración romántica, en algodón blanco con estampados florales, del que tan orgullosa se sentía. Ignoró el

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