Deseo expresar mi agradecimiento a John Spencer, del Observatorio Lowell, por sus datos sobre colisiones; al autor de ciencia ficción Sage Walker, por su ayuda dietética; a Les Johnson, de la NASA, por enseñarme cómo podía conseguirse; a Ralph Vicinanza, por su oportuna ayuda; a la editora de EOS Caitlin Blasdell, por poseer todos los instintos adecuados. A Maureen, por su paciencia infinita. A Sara y Bob Schwager, por su labor con el manuscrito. A Brian A. Hopkins, por sus sugerencias. Y un agradecimiento especial a Henry Mencken, por medio siglo glorioso. En aquel día final nos alzamos contra el viento al final del mundo y observamos las agitadas nubes del color del infierno. En algún lugar, sobre los picos orientales que ya no podíamos ver, rompía el amanecer. Pero era un amanecer terrorífico, frío, negro y letal. —GREGORY MACALLISTER, Diario de Deepsix Prólogo 1 de octubre de 2204 —Se fueron por allí —indicó Sherry. La tarde era tranquila y mortalmente silenciosa. El sol discurría por un cielo despejado, pero la polvorienta Nebulosa Quiveras a la que se había ido acercado este sistema durante tres mil años le impedía brillar. Randall Nightingale miró a su alrededor, observando los árboles, el río y la llanura que se extendía a sus espaldas y pensando en lo extraño que era un día de verano en esta zona ecuatorial. Volvió a oír los gritos en su mente. Y los sonidos de los disparos de los aguijones. Cookie, el piloto, estaba comprobando su arma. Tatia movió la cabeza, preguntándose cómo era posible que Cappy hubiera cometido la estupidez de alejarse. Era una mujer joven, pelirroja y tranquila. Su expresión, normalmente afable, estaba vacía. Andi contempló la línea de árboles del mismo modo que observaría a un tigre que acechara en los alrededores. Capanelli y otros dos compañeros se habían marchado al amanecer, explicó Sherry una vez más. Se habían internado en el bosque a pesar de que tenían prohibido alejarse del campo visual del vehículo de descenso. Y no habían regresado. —Pero tienes que haber oído algo —dijo Nightingale. Los tres miembros del equipo, que vestían trajes energéticos, hablaban entre sí por el canal general.
La mujer parecía incómoda. —Fui un momento al cuarto de baño. Tess me llamó cuando todo empezó —Tess era la IA—. Cuando salí, todo había terminado. No había nada. Le temblaban los labios y parecía estar al borde de la histeria. Tess había registrado unos gritos. No sabían nada más. Nightingale había intentado ponerse en contacto con ellos, pero en el intercomunicador sólo se oía electrostática. —De acuerdo —dijo—. Vamos. —¿Todos? —preguntó Andi, una mujer rubia y regordeta a la que le gustaba bromear, aunque ahora estaba muy seria. —La unión hace la fuerza —respondió.
.