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De Ockham a Suarez – Frederick Copleston

La transición del pensamiento medieval a la Edad Moderna determina los límites del período tratado en el presente volumen. En el siglo XIV, Ockham y los ockhamistas, el movimiento científico, Marsilio de Padua y el misticismo de Eckhart o Tauler contribuyen a la destrucción crítica de las síntesis constructivas y armónicas del siglo XIII. Copleston logra dar, en la primera parte, un sentido unitario a esas diversas actitudes con referencia a lo que se ha denominado via moderna en contraposición a la via antiqua. Después de exponer las posiciones filosóficas que condicionan la nueva concepción humanista, Copleston dedica su segunda parte al pensamiento renacentista. El ámbito se amplía aquí considerablemente, ya, además de las direcciones estrictamente filosóficas, son objeto de estudio el movimiento científico, la filosofía política y las concepciones místicas. En la tercera parte, hace una exposición exhaustiva del pensamiento de Suárez junto con una visión general de la escolástica del Renacimiento. En este volumen el autor ha conseguido explicar el paso del pensamiento medieval al moderno con gran rigor y precisión. Pero, al mismo tiempo, comunica al lector la impresión dramática que produce el conocimiento profundo de esta fase de crisis y ruptura.


 

La primera parte de este volumen se ocupa de la filosofía del siglo XIV. Una gran parte de la historia del pensamiento filosófico en dicho período está todavía oscura, y no puede darse cuenta definitiva de la misma hasta que tengamos a nuestra disposición un número mucho mayor de textos dignos de confianza de los que ahora tenemos. Sin embargo, al publicar la exposición contenida en este volumen, lo hago animado por el pensamiento de que el erudito investigador franciscano padre Filotheus Boehner, que tanto está haciendo por proy ectar luz sobre ángulos oscuros del siglo XIV, ha tenido la amabilidad de leer los capítulos sobre Ockham y manifestar su aprecio por el tono general de éstos. Eso no significa, desde luego, que el padre Boehner suscriba todas mis interpretaciones de Ockham. En particular, no comparte mi opinión de que el análisis descubre dos éticas implícitamente contenidas en la filosofía de Ockham. (Esa opinión es, en todo caso, como espero haber dejado claro en el texto, una conjetura interpretativa, destinada a explicar lo que me parecen inconsecuencias en la filosofía ética de Ockham). Y no creo que el padre Boehner se expresase a propósito de las opiniones de Ockham en teología natural del mismo modo en que yo lo hago. Menciono esas diferencias de interpretación solamente para que no pueda creerse que pretendo que el padre Boehner esté de acuerdo con todo lo que digo. Además, como los capítulos iban llegando al padre Boehner cuando ya estaban impresos, no pude hacer el extenso uso de sus sugerencias que me habría gustado hacer en otras circunstancias. En conclusión, quiero expresar la esperanza de que cuando el padre Boehner haya publicado los textos de Ockham que está editando, nos proporcione también una explicación general de la filosofía de éste. Nadie estaría mejor cualificado para interpretar el pensamiento del último gran filósofo inglés de la Edad Media. Introducción Capítulo I Visión General 1.El siglo XIII. En el volumen anterior he recorrido el desarrollo de la filosofía medieval, desde su nacimiento en el período pre-medieval de los primeros escritores cristianos y de los Padres, a través de su crecimiento en plena Edad Media, hasta el logro de su madurez en el siglo XIII. Esa lograda madurez fue debida, como hemos visto, en buena medida, a un mejor conocimiento de la filosofía griega, particularmente en la forma del aristotelismo, un conocimiento que se consiguió a lo largo del siglo XII y la primera parte del XIII. La gran conquista del siglo XIII en el campo intelectual fue la realización de una síntesis de razón y fe, filosofía y teología. Estrictamente hablando, desde luego, sería mejor hablar de síntesis en plural, y no de « una síntesis» , puesto que el pensamiento del siglo XIII no puede quedar legítimamente caracterizado con referencia a un solo sistema; pero los grandes sistemas, a pesar de sus diferencias, estuvieron unidos por la aceptación de unos principios comunes.


El siglo XIII fue un período de pensadores positivos y constructivos, de filósofos y teólogos especulativos, que podían criticar mutuamente sus opiniones respecto de tal o cual punto, pero que al mismo tiempo coincidían en aceptar los principios metafísicos fundamentales y la capacidad de la mente humana para ir más allá de los fenómenos y conquistar la verdad metafísica. Scoto, por ejemplo, pudo criticar en ciertos puntos las doctrinas tomistas del conocimiento y de la analogía; pero sus críticas iban dirigidas por lo que él, acertada o erróneamente, consideraba como los intereses de la objetividad del conocimiento y de la especulación metafísica. Scoto creyó que santo Tomás debía ser corregido o complementado en ciertos puntos; pero no tenía la menor intención de criticar los fundamentos metafísicos del tomismo, o de socavar el carácter objetivo de la especulación filosófica. Del mismo modo, santo Tomás pudo pensar que debía concederse al poder natural de la sola razón humana más lo que San Buenaventura le había concedido; pero ninguno de aquellos filósofos-teólogos dudó de la posibilidad de alcanzar algún conocimiento relativo a lo transfenoménico. Hombre como san Buenaventura, santo Tomas, Gil de Roma, Enrique de Gante y Duns Scoto fueron pensadores originales; pero trabajaron dentro de una común estructura de síntesis ideal y de armonía entre lo filosófico y lo teológico. Eran filósofos y teólogos especulativos, y estaban convencidos de la posibilidad de constituir una teología natural, corona de la metafísica y vínculo de ésta con la teología dogmática; no habían sido infectados por ningún escepticismo radical relativo al conocimiento humano. Eran también realistas, y creían que la mente puede alcanzar un conocimiento objetivo de esencias. Ese ideal de sistema y de síntesis, de armonía entre filosofía y teología, característico del siglo XIII, puede ser visto quizás en relación con la estructura general de la vida en dicho siglo. El nacionalismo estaba y a desarrollándose, en el sentido de que los Estados nacionales estaban en proceso de formación y consolidación; pero aún estaba vivo el ideal de una armonía entre el Pontificado y el Imperio, los dos focos, sobrenatural y natural, de la unidad. Puede decirse, en efecto, que el ideal de armonía entre Pontificado e Imperio tuvo como su paralelo, en el plano intelectual, el ideal de la armonía entre la teología y la filosofía, de modo que la doctrina, mantenida por santo Tomás, del poder indirecto del Pontificado en los asuntos temporales y la autonomía del Estado en el interior de lo que era estrictamente su esfera propia, tenía un exacto paralelo en su doctrina de la función normativa de la teología respecto de la filosofía, y de la autonomía de la filosofía dentro de su propia esfera. La filosofía no toma sus principios de la teología, pero si el filósofo llega a una conclusión que no está de acuerdo con la revelación, sabe que su razonamiento ha sido erróneo. El Pontificado y el Imperio, especialmente el primero, fueron factores unificadores en las esferas eclesiástica y política, y la preeminencia de la Universidad de París fue un factor unificador en la esfera intelectual. Además, la idea aristotélica del cosmos era generalmente aceptada y ay udaba a mantener fija la perspectiva medieval. Pero aunque el siglo XIII puede ser caracterizado con referencia a sus sistemas constructivos y a su ideal de síntesis y armonía, la armonía y el equilibrio logrados fueron, al menos desde el punto de vista práctico, precarios. Algunos tomistas entusiastas estarán seguramente convencidos de que la síntesis conseguida por santo Tomás tenía que haber sido universalmente aceptada como válida y que debía haber sido conservada. No estarían dispuestos a admitir que el equilibrio y armonía de aquella síntesis eran intrínsecamente precarios. Pero supongo que deben estar dispuestos a admitir que en la práctica era difícil esperar que la síntesis tomista consiguiese una aceptación universal y perdurable. Yo creo, además, que hay en la síntesis tomista elementos que la hacían, en cierto sentido, precaria, y que ayudan a explicar el desarrollo de la filosofía en el siglo XIV. Trataré de poner en claro lo que quiero decir con eso. La afirmación de que el acontecimiento filosófico más importante en la historia de la filosofía medieval fue el descubrimiento por el Occidente cristiano de las obras más o menos completas de Aristóteles, es una afirmación que me parece defendible. Cuando la obra de los traductores del siglo XII y de la primera mitad del XIII puso el pensamiento de Aristóteles a disposición de los pensadores cristianos de la Europa occidental, éstos se enfrentaron por primera vez con lo que les aparecía como un sistema racional completo y acabado de filosofía que no debía nada a la revelación judía ni a la cristiana, puesto que era la obra de un filósofo griego. En consecuencia, se vieron obligados a adoptar una posición ante el mismo: no pudieron ignorarlo sencillamente. En el volumen anterior hemos visto alguna de las actitudes adoptadas, que variaban desde una hostilidad, mayor o menor, hasta la aclamación entusiasta y apenas crítica. La actitud de santo Tomás de Aquino fue de aceptación crítica: trató de conciliar aristotelismo y cristianismo, no simplemente, desde luego, para conjurar la influencia peligrosa de un pensador pagano y volverle inocuo al utilizarle con fines « apologéticos» , sino también porque crey ó sinceramente que la filosofía aristotélica era, en lo principal, verdadera. De no haberlo creído así no habría adoptado posiciones filosóficas que, a ojos de muchos contemporáneos, parecían nuevas y sospechosas.

Pero lo que me interesa poner de manifiesto en este momento es que, al adoptar una actitud definida ante el aristotelismo, un pensador del siglo XIII adoptaba en realidad una actitud ante la filosofía. La significación de ese hecho no siempre ha sido reconocida por los historiadores. Al ver a los filósofos medievales, especialmente a los del siglo XIII, como servilmente adictos a Aristóteles, no han visto que el aristotelismo significaba realmente, en aquel tiempo, la filosofía misma. Es verdad que ya se habían hecho distinciones entre teología y filosofía; pero fue la aparición en escena del aristotelismo completo lo que mostró a los medievales el poder y el alcance de la filosofía. La filosofía, bajo el vestido aristotélico, se presentaba a su mirada como algo que era, no meramente en el plano teorético, sino también en la realidad histórica, independiente de la teología. Siendo así, adoptar una actitud ante el aristotelismo era en realidad adoptar una actitud, no solamente ante Aristóteles en cuanto distinto, por ejemplo, de Platón (del cual los medievales, verdaderamente, no sabían mucho), sino ante la filosofía considerada como una disciplina autónoma. Si vemos a esa luz las diferentes actitudes adoptadas hacia Aristóteles en el siglo XIII, podremos comprender más profundamente el significado de dichas diferencias. (I) Cuando los aristotélicos integrales (o « averroístas latinos» ) adoptaron la filosofía de Aristóteles con entusiasmo acrítico, y cuando aclamaron a Aristóteles como la culminación del genio humano, se vieron envueltos en dificultades con los teólogos. Aristóteles sostenía, por ejemplo, que el mundo era increado, mientras que la teología afirmaba que el mundo tuvo un comienzo por creación divina. Igualmente, Aristóteles, según le había interpretado Averroes, mantenía que el entendimiento es uno solo para todos los hombres, y negaba la inmortalidad personal, mientras que la teología cristiana mantenía la inmortalidad personal. Enfrentados con esas obvias dificultades, los averroístas latinos, o aristotélicos integrales, de la Facultad de Artes de París, pretendieron que la función de la filosofía consistía en informar fielmente de las doctrinas de los filósofos. Así, no había contradicción en decir al mismo tiempo que la filosofía, representada por Aristóteles, enseñaba la eternidad del mundo y la unicidad del alma humana, y que la verdad, representada por la teología, afirmaba la creación del mundo en el tiempo y la posesión por cada hombre de su propia alma racional individual. Ese alegato de los « averroístas» o aristotélicos integrales de que se limitaban a repetir las doctrinas de Aristóteles, es decir, que obraban simplemente como historiadores, fue considerado por los teólogos un mero subterfugio. Pero, como observé en el volumen anterior, es difícil averiguar en qué consistía realmente el pensamiento de los averroístas. No obstante, si realmente creían no hacer otra cosa que informar de las opiniones de pensadores pretéritos, y eran sinceros al afirmar la verdad de la revelación y la teología cristiana, parece que su actitud debió ser más o menos ésta. La filosofía representa la obra de la razón humana que reflexiona sobre el orden natural. La razón, personificada por Aristóteles, nos dice que en el curso natural de los acontecimientos el tiempo no puede haber tenido principio, y que el entendimiento debía ser naturalmente uno en todos los hombres. Que el tiempo no ha tenido comienzo sería, así, una verdad filosófica; y lo mismo debe decirse del monopsiquismo. Pero la teología, que trata del orden sobrenatural, nos asegura que Dios, por su poder divino, creó el mundo en el tiempo, y concedió milagrosamente a cada hombre su propia alma intelectiva inmortal. No se trataría, pues, de qué algo pudiera ser un hecho y no serlo al mismo tiempo, sino más bien de que algo sería un hecho de no ser por la intervención milagrosa de Dios, que ha hecho que no lo fuera. En lo que respecta a la actividad creadora de Dios la posición es, desde luego, la misma, tanto si los aristotélicos integrales de la Facultad de Artes de París se limitaron realmente a informar de las enseñanzas de Aristóteles según ellos las interpretaban, sin referirse a su verdad o falsedad, como si afirmaron que eran verdaderas. Porque ni en un caso ni en otro añadían nada, al menos intencionalmente. Fueron los filósofos de la facultad de teología los que se constituy eron en pensadores productivos y creadores al verse obligados a examinar el aristotelismo críticamente y, si lo aceptaban en lo principal, a repensarlo críticamente. Pero lo que aquí me interesa es esto. La posición adoptada por los aristotélicos integrales implicaba una separación radical entre filosofía y teología.

Si el modo en que ellos daban razón de su propia actividad ha de tomarse al pie de la letra, ellos identificaban la filosofía con la historia, con la información sobre las opiniones de los filósofos antiguos. Es indudable que la filosofía en ese sentido es independiente de la teología, porque la teología no puede afectar al hecho de que ciertas opiniones hay an sido mantenidas por ciertos pensadores. Si, por el contrario, los teólogos tenían razón al pensar que los aristotélicos integrales pretendían realmente afirmar la verdad de las proposiciones ofensivas, o si dichas proposiciones eran afirmadas como proposiciones que habrían sido verdaderas de no ser por la intervención de Dios, habría que sacar la misma conclusión referente a la completa independencia de la filosofía respecto de la teología. Como el filósofo se ocupa meramente del curso natural de los acontecimientos, estaría justificado al sacar conclusiones en conflicto con las doctrinas teológicas, puesto que se limitaría a afirmar lo que habría ocurrido de haber prevalecido el curso natural de los acontecimientos. La teología podría decirnos que una conclusión alcanzada por la filosofía no representaba los hechos; pero el teólogo no tendría justificación para decir que el razonamiento del filósofo fuera erróneo simplemente porque su conclusión fuese teológicamente inaceptable. Podríamos aprender por la teología que el curso natural de los acontecimientos no había sido seguido en algún caso particular; pero eso no afectaría a la cuestión de cuál es o debe ser el curso natural de los acontecimientos.

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