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De Maine de Biran a Sartre – Frederick Copleston

SÍNTENSIS DELVOLUMEN: En el presente volumen, a diferencia de los inmediatamente anteriores, dedicados a la filosofía alemana e inglesa, el autor no se ha limitado a estudiar el pensamiento filosófico en Francia durante el siglo XIX, sino que extiende su exposición a gran parte del siglo XX. Abarca, pues, desde las corrientes de pensamiento inmediatamente posterior a la Revolución —el tradicionalismo, los ideólogos y el eclecticismo— hasta Bergson y Sartre, a los que dedica extensos capítulos. En la última parte analiza el personalismo de Mounier, la fenomenología de Merleau-Ponty y expone esquemáticamente el estructuralismo de Lévy-Strauss. Se presta mayor atención que en otras historias de la filosofía contemporánea a la corriente espiritualista que se origina en Maine de Biran y a la filosofía científica francesa de este período. Una lúcida caracterización de la filosofía francesa ayuda al lector a valorar las obras de escritores que, según advierte el autor en el prólogo, pueden ser filósofos profesionales o literatos cuyas obras tienen significación filosófica. Ariel Filosofía


 

Esta obra va dirigida a los que inician sus estudios de Filosofía y a aquellos que, procedentes de otros campos, aspiran a conocer la evolución del pensamiento filosófico. La claridad de su estilo y el esfuerzo realizado para facilitar la comprensión de los sistemas y de su conexión no conducen al autor a una simplificación deformadora, defecto del que adolecen a menudo las obras introductorias. Escrita con gran rigor y objetividad, la Historia de la filosofía, de Frederick Copleston, se atiene a los resultados de la moderna crítica especializada. Tiene en cuenta la necesidad de considerar todo sistema filosófico en sus circunstancias y condicionamientos históricos, porque sólo a base del conocimiento de este punto de partida histórico es posible comprender la razón de ser del pensamiento de un filósofo determinado; pero se precisa también una cierta « simpatía» con el pensador estudiado. Para Copleston, debemos ponernos en la situación de cada filósofo y repensar con él sus pensamientos. De este modo podremos introducirnos en el sistema, verlo por dentro y percibir todos sus matices y características. Con la capacidad analítica y crítica propias de la tradición británica, Copleston nos ofrece una Historia de la filosofía que contrasta con las de autores continentales, tanto por su método, como por la atención especial que presta a las corrientes del pensamiento anglosajón, las cuales han ejercido una influencia decisiva en la problemática de la filosofía actual. PREFACIO. Con los volúmenes VII y VIII de esta obra pretendí en principio dar cuenta de la filosofía del siglo XIX en Alemania y en la Gran Bretaña respectivamente. El VII sí responde a este plan, pues acaba ocupándose de Nietzsche, que murió en 1900 y cuya actividad literaria pertenece por entero a aquel siglo. En cambio, el volumen VIII contiene tratamientos de G. E. Moore, de Bertrand Russell y del filósofo norteamericano John Dewey; los tres nacieron en el siglo XIX, y Dewey y Russell habían publicado ya antes de que empezara el XX, pero yendo éste muy avanzado todavía seguían los tres en activo. Russell vivía aún al publicarse el referido volumen, del que tuvo a bien hacer un comentario apreciativo en carta al autor. El presente volumen IX extrema esta tendencia a salirse de la limitación al pensamiento del siglo XIX. Originariamente pensé exponer en sus páginas la filosofía francesa producida desde la Revolución hasta la muerte de Henri Bergson. Pero, de hecho, incluye además un tratamiento bastante extenso de Jean-Paul Sartre, una exposición más breve de algunas de las ideas de MerleauPonty y unas cuantas anotaciones sobre el estructuralismo de Lévi-Strauss. Este haber ampliado las explicaciones sobre la filosofía francesa posterior a la Revolución pasando a ocuparme de pensadores cuya actividad literaria se desarrolla ya en el siglo XX y algunos de los cuales todavía viven significa ni más ni menos que he sido incapaz de cumplir mi plan originario, que era tratar también en el presente volumen el pensamiento del siglo XIX en Italia, España y Rusia. He hecho referencia a algún que otro pensador belga, por ejemplo a Joseph Maréchal; pero, por lo demás, he centrado mi interés en Francia. Sería más exacto decir que me he ocupado de filósofos franceses que no de la filosofía en Francia.


Así, Nikolai Berdiaef se avecindó en París en 1924 y ejerció una vigorosa actividad de escritor en suelo francés, pero considero impropio adjudicárselo a Francia, pues pertenece a la tradición religiosa del pensamiento ruso. Claro que quizás hay a más razón para anexionar a Berdiaef a la filosofía francesa que la que habría para contar a Karl Marx entre los filósofos británicos por el hecho de que vivió sus últimos años en Londres y trabajó en el British Museum. Pero los escritores rusos que por el mismo tiempo vivían y escribían exiliados en Francia siguieron siendo pensadores rusos. Dejando aparte a los extranjeros exiliados, Francia es de todos modos rica en escritores filosóficos, ya sean filósofos profesionales ya literatos cuyas obras puede decirse que tienen significación filosófica. Y a menos que el historiador se propusiera hacer una reseña completa, lo que equivaldría a poco más que una lista de nombres o requeriría varios tomos, le es imposible incluir a todos. Hay, desde luego, filósofos que evidentemente han de ser tenidos en cuenta en cualquier exposición de la filosofía francesa posterior a la Revolución. Por ejemplo, Maine de Biran, Auguste Comte y Henri Bergson. Es también obvio que al tratar de una determinada corriente del pensamiento hemos de referirnos por fuerza a sus principales representantes. Sea cual fuere la estima que se haga de los méritos de Victor Cousin como pensador, resultaría absurdo escribir sobre el eclecticismo en Francia sin decir algo acerca de su máximo exponente, en especial si se considera la posición que ocupó durante un tiempo en la vida académica de su país. Parecidamente, una exposición del neocriticismo implica el ocuparse algo del pensamiento de Renouvier. Pero aunque hay un número considerable de filósofos a los que puede con razón esperarse que el historiador de la filosofía los incluya aquí, ya por su interés intrínseco y su fama, contemporánea o póstuma, y a por ser representantes de una determinada corriente de pensamiento, hay muchísimos otros entre los que se ha de hacer una selección. Y toda selección está expuesta, por muy diversos conceptos, a las críticas, Así, al hojear este volumen, algunos lectores acaso se inclinen a pensar que se ha otorgado a metafísicos e idealistas de los que se andan por las nubes un espacio que se habría dedicado más provechosamente a la filosofía de la educación o a la estética, o a un tratamiento más extenso de la filosofía social. Y si se ha de dar realce a un pensador religioso como Teilhard de Chardin, ¿por qué no se menciona aquí a Simone Weil, escritora de muy diferente tono, ciertamente, pero que ha tenido tantos lectores? Asimismo, ya que en el volumen se da cabida al tratamiento no sólo de pensadores políticos franceses decimonónicos sino también de la versión del marxismo por Sartre, ¿cómo no se dice nada, por ejemplo, sobre Bertrand de Jouvenel y Raymond Aron? En los casos de algunos filósofos tal vez merezca la pena advertir que su reputación e influencia en su propio país puede muy bien justificar su inclusión, a pesar de que en países de diferente tradición filosófica sean poco conocidos o leídos. El lector desea presumiblemente que se le diga algo de pensadores que han gozado de cierta notoriedad en Francia, aunque en Inglaterra casi se les desconozca. Precisamente el que sus nombres resulten poco conocidos en Inglaterra podría aducirse como excelente razón para incluirlos. El pensamiento de Louis Lavelle, por ejemplo, le habría dejado sin duda perplejo a G. E. Moore, y difícilmente le habría parecido meritorio a J. L. Austin. Pero no hay mayor razón para omitir a Lavelle al estudiar la filosofía francesa más reciente que la que vendría a ser, para excluir el nombre de Austin de una exposición del pensamiento filosófico actual en la Gran Bretaña, la escasa simpatía que es probable que muchos filósofos franceses sentirían respecto a la preocupación de J. L. Austin por el lenguaje ordinario. Al mismo tiempo he de reconocer que hay vacíos o ausencias en el presente volumen. Ello se debe en parte, naturalmente, a consideraciones de espacio.

Pero la honradez me exige añadir que también se debe a las circunstancias en que ha sido escrito este volumen. Si uno es director de un Colegio de la Universidad de Londres, el tiempo de que dispone para leer e investigar es inevitablemente muy limitado, y para escribir ha de emplear los ratos libres sueltos. De ahí que haya tendido, sin duda, a escribir sobre filósofos de los que ya tenía buen conocimiento, y que hay a omitido a pensadores que muy bien pudieran haberse incluido. Esto cabía considerarlo como una razón muy seria para posponer la terminación de la obra. Pero, según he indicado y a, es mi deseo emplear el tiempo que el retiro ponga a mi disposición en redactar otro volumen bastante diferente de éste. Aun después de haber decidido, para bien o para mal, sobre qué filósofos se propone uno escribir, no dejan de presentarse problemas de clasificación o etiquetado. Por ejemplo, a Jules Lachelier le trato aquí dentro del capítulo que versa sobre lo que suele describirse como el movimiento espiritualista. Aunque hay precedentes para hacerlo así, sin embargo, la obra más conocida entre las de Lachelier es un tratado acerca de los fundamentos de la inducción, por lo que podría parecer más apropiado examinar sus ideas bajo el epígrafe de filosofía de la ciencia. Sino que también es verdad que las desarrolla de tal modo que el conjunto de su filosofía da pie para que se le clasifique como idealista. A su vez, mientras que en el texto se ha considerado a Meyerson como a un filósofo de la ciencia, su teoría de la identidad podría ser tratada igualmente como una filosofía especulativa de tipo idealista. Hablar de problemas de clasificación quizá parezca expresar un erróneo deseo de meter a todos los filósofos en un casillero perfectamente cuadriculado y etiquetado, o una incapacidad para apreciar las complejidades de la vida y del pensamiento humano. O tal vez se interprete como si uno fuese víctima del mágico influjo del lenguaje y se imaginara poseer dominio conceptual sobre aquello a lo que pone un nombre. Pero la cuestión no es, ni mucho menos, tan sencilla. Pues la indecisión respecto a colgar etiquetas o calificativos puede indicar no tanto una pasión por los encasillamientos rígidos y exactistas cuanto una auténtica dificultad en el decidir qué aspecto o aspectos del pensamiento de un hombre se han de considerar como los más significativos. Y aquí surge de nuevo espontánea la pregunta: ¿significativos o importantes desde qué punto de vista? Examinemos el caso de Berkeley en la filosofía inglesa: El historiador que quiera exponer el desenvolvimiento del empirismo inglés clásico recalcará probablemente aquellos aspectos del pensamiento de Berkeley que hacen plausible verlo como un eslabón entre Locke y Hume. Este proceder ha sido bastante común. Pero si al historiador le interesan más los fines declarados por el propio Berkeley y lo que éste pensaba de la significación de su filosofía, insistirá sobre todo en los aspectos metafísicos del pensamiento berkeleyano y en su enfoque religioso. Semejantemente, si un historiador trata de patentizar un movimiento de ideas que lleva hasta la filosofía de Bergson, es probable que califique de « espiritualista» a un escritor como Lachelier, cuy o pensamiento, de por sí, podría ser clasificado con otra etiqueta. Asimismo, en el presente volumen la filosofía de Brunschvicg ha sido tratada bajo el título general de idealismo. Pero quien estimara que el idealismo no es merecedor de atención podría incluir a Brunschvicg entre los filósofos de la ciencia, pues ciertamente tuvo algo que decir en este campo. Los problemas clasificatorios se evitarían desde luego tratando el desarrollo del pensamiento filosófico en términos de problemas y de temas, como lo hizo Windelband, más bien que tomando a los filósofos sucesivamente y tratando el pensamiento de cada uno de ellos como un bloque. Tal procedimiento podría parecer especialmente apropiado en el caso de los filósofos franceses, cuyos intereses son con frecuencia amplísimos y cuyos escritos versan sobre muy variados tópicos. Pero aunque este procedimiento tiene mucho de recomendable, sería también desventajoso para aquel lector que, deseando dedicar ininterrumpidamente la atención a un filósofo determinado, no podría hallar ninguna visión de conjunto sobre el pensamiento del mismo. En todo caso, he preferido seguir en este volumen IX el mismo método que, para bien o para mal, seguí en los volúmenes precedentes. El proyectado volumen X y último me brindará espacio para otro enfoque distinto.

Arriba se ha hecho referencia a los brumosos metafísicos. Por descontado esta alusión no deberá entenderse como un juicio acerca de la filosofía francesa. Al autor de las presentes páginas no le impresiona en verdad tanto como parece impresionarles a algunos el común aserto de que el pensamiento francés se destaca por su estructura lógica y su claridad. Esto puede sostenerse del de Descartes, el más eminente de los filósofos franceses; y los escritores de la Ilustración fueron, indudablemente, claros. Pero algunos escritores franceses más recientes diríase que han hecho cuanto estaba de su parte por emular el oscuro lenguaje que tendemos a asociar con la filosofía alemana a partir de Kant. Y no es que sean incapaces de escribir claramente. Pues a menudo lo hacen. Pero en sus escritos filosóficos profesionales parece que prefieran expresar sus ideas en retorcida jerga. El de Sartre es un caso extremo. Y en cuanto a los metafísicos, hablar de l’être no es necesariamente más esclarecedor que tener siempre en los labios das Sein. Al mismo tiempo, sería del todo erróneo suponer que la filosofía francesa se ocupa predominantemente de oscuridades metafísicas. Rasgo suy o mucho más marcado es el de un interés por el hombre. El primer filósofo notable del que se tratará en este volumen, Maine de Biran, abordó la filosofía por medio de la psicología; y fue la reflexión sobre la vida interior del hombre lo que le condujo a la metafísica. El último filósofo del que nos ocuparemos con algún detenimiento, Jean-Paul Sartre, es un pensador que ha centrado sus reflexiones en el hombre como agente libre y cuyo compromiso personal en el campo sociopolítico es bien conocido. Evidentemente los filósofos pueden interesarse por el hombre de diferentes modos. Algunos han fijado su atención en la actividad espontánea y en la libertad del hombre, como ocurre con Maine de Biran y con lo que comúnmente se describe como la corriente espiritualista dentro de la filosofía francesa, mientras que otros, tales como Le Senne, han insistido en el reconocimiento de los valores por el hombre y en su trascender lo empíricamente dado. Otros filósofos han meditado más bien sobre la vida del pensamiento y sobre la actividad reflexiva de la mente humana según se manifiesta en la historia. Brunschvicg destaca mucho entre ellos. Estos diversos enfoques han tendido a ampliarse hasta convertirse en interpretaciones generales de la realidad. Ravaisson, por ejemplo, empezó reflexionando sobre el hábito y fue a parar a una visión general del mundo, y Bergson reflexionó sobre las experiencias humanas de la duración y de la actividad voluntaria y desarrolló toda una filosofía del universo orientada religiosamente. En el caso de aquellos que centraron su atención en la autocrítica de la mente y reflexionaron sobre su propia actividad en cuanto manifestada en diversas esferas, la visión general resultante ha tendido a ser de tipo idealista. Otros pensadores han insistido preferentemente sobre el hombre en sociedad. Esta insistencia puede tomar la forma de investigación objetiva y desapasionada, como sucede, por ejemplo, en la sociología de Emile Durkheim o en la antropología estructuralista de Lévi-Strauss. La reflexión sobre el hombre en sociedad puede hacerse también con un espíritu de compromiso, con miras a promover la acción o el cambio más que con simple finalidad de comprensión. Así fue como se hizo, naturalmente, a seguida de la Revolución.

En el primer capítulo de este volumen prestamos atención a un grupo de pensadores que se interesaron profundamente por la reconstrucción de la sociedad y crey eron que no se lograría sino mediante el mantenimiento de ciertas tradiciones amenazadas. En el capítulo cuarto pasamos breve revista a otro grupo de pensadores que estaban convencidos de que, si bien la Revolución había dado al traste con el antiguo régimen, los ideales revolucionarios tenían que realizarse aún en la construcción y el desarrollo positivos de la sociedad. A este respecto, Auguste Comte, el sumo pontífice del positivismo, se interesó a fondo por la organización de la sociedad, aunque con una fe bastante ingenua en el perfeccionamiento de la sociedad mediante el desarrollo del conocimiento científico. En un período posterior hallaremos parecidos ánimos, manifestados en el afán de transformar la sociedad y a sea mediante un revolucionarismo de inspiración marxista, como en Sartre, y a por el desarrollo de un socialismo más personalista, como en Emmanuel Mounier. Ni que decir tiene que estas bien discernibles líneas de pensamiento no se excluyen todas ellas mutuamente. Se las puede hallar en diferentes grados de combinación. El pensamiento de Sartre es un ejemplo obvio. Por una parte este filósofo ha recalcado con gran énfasis los temas de la libertad humana y de la elección por el individuo de sus propios valores, así como el del modo de dar un significado a su propia vida. Por otra parte ha hecho hincapié en que cada uno debe comprometerse en la esfera sociopolítica y en que hay que transformar la sociedad. El esfuerzo por combinar estas dos líneas de pensamiento, la individualista y la social, le ha llevado a presentar una versión del marxismo que incorpora a éste una insistencia existencialista en la libertad humana. A nadie habrá de sorprenderle, pues, que a Sartre le haya costado bastante combinar su convencimiento, de que es el hombre quien hace la historia y le da sentido, con la tendencia marxista a ver la historia como un proceso dialéctico y teleológico, o combinar su desgarrado existencialismo del « cada hombre es una isla» con un énfasis marxista en torno al grupo social. Pero lo cierto es que en el pensamiento de Sartre la insistencia en la libertad humana, que venía siendo un rasgo característico de la línea de pensamiento iniciada con Maine de Biran, se junta con la línea de pensamiento que insiste en el tema del hombre en sociedad y que considera la Revolución francesa simplemente como una etapa de un inacabado proceso de transformación social. Asegurar que el interés por el hombre ha sido un aspecto muy notorio de la filosofía francesa no equivale, naturalmente, a decir que en Francia la filosofía se hay a interesado tan sólo por el hombre. Tal aserto sería a las claras falso. Mas si comparamos el pensamiento filosófico francés reciente con la filosofía inglesa también de ahora, salta a la vista que lo que Georges-André Malraux ha descrito como « la condición humana» ocupa en aquél un puesto que ciertamente no ocupa en la actual filosofía inglesa. Y temas que han sido tratados, por ejemplo, por Gabriel Marcel y por Vladimir Jankélévitch apenas asoman siquiera en el pensamiento inglés de hoy. Respecto a las ideas sociales y políticas los filósofos británicos suelen adoptar una actitud de neutralidad que a un escritor como Sartre se le haría a todas luces inaceptable. En general, en cuanto al hombre y a la sociedad, el pensamiento francés produce una impresión de contacto directo que no es producida por la línea de pensamiento que recientemente predomina en la Gran Bretaña. Estas observaciones no implican necesariamente un juicio comparativo de valores. Cómo evalúe uno la situación depende en gran parte de cómo conciba la naturaleza y las funciones de la filosofía. Bertrand Russell no dudaba en comprometerse en asuntos morales y políticos; pero los escritos en que lo hacía no consideraba que perteneciesen a la filosofía en sentido estricto. Quien crea que al filósofo le compete reflexionar sobre el lenguaje de la moral y de la política, y que si se compromete en asuntos de entidad lo hace como hombre y como ciudadano más bien que como filósofo, es obvio que no tendrá por fracaso o falta de los filósofos el que mantengan en sus escritos una actitud predominantemente despegada y analítica. El autor de las presentes páginas no pretende respaldar, como Bertrand Russell, la arremetida contra los principales filósofos ingleses a que se lanzó el profesor Ernest Gellner en su provocador y divertido, aunque exageradamente polémico, libro titulado Words and Things (Las palabras y las cosas). Pero esto no altera el hecho de que entre Francia e Inglaterra hay una diferencia, por así decirlo, de ambiente filosófico. En Inglaterra la filosofía ha llegado a ser un trabajo de investigación altamente especializada, en el que se cuidan mucho la claridad y la precisión y molestan los lenguajes cargados de emotividad y ambigüedades y las argumentaciones al poco más o menos.

En Francia la filosofía está muy íntimamente interconectada con la literatura y con el arte. Por supuesto que también puede hallarse en Francia, como en cualquier otro sitio, especialización filosófica y eso que algunos consideran « filosofía de torre de marfil» . Pero el ámbito en que se interrelacionan filosofía y literatura parece extenderse bastante más por Francia que por Inglaterra. Quizá tenga algo que ver con esto el hecho de que en el sistema educacional francés se introduce y a a los estudiantes desde el lycée, o sea desde la segunda enseñanza, en los rudimentos de la filosofía. En cuanto al compromiso político, hay claras razones históricas y sociopolíticas por las que a partir, por ejemplo, de la Segunda Guerra Mundial ha existido en Francia una preocupación por el marxismo que ciertamente no se da en Inglaterra en la misma proporción. Al indicar un poco más arriba que el hombre ha sido un tema muy destacado en la filosofía francesa lo hice con miras a contrarrestar cualquier impresión, que pudieran producir los pasajes que en este volumen se dedican a metafísicos como Lavelle y a idealistas como Hamelin, de que la filosofía aquí estudiada se hubiese ocupado sobre todo de « oscuridades metafísicas» . Pero, aunque el tema del hombre sea comúnmente considerado más concreto y relevante que el de l’être o das Sein, deberá reconocerse que el hablar acerca del hombre no constituye ninguna garantía de claridad y precisión. El autor de la presente obra opina que es mucho más fácil entender a Bergson y su visión general del mundo que captar qué es lo que quieren decir algunos escritores franceses más recientes acerca, pongamos por caso, de la fenomenología de la conciencia humana. Y conste que no estoy pensando en Sartre, cuy a jerga es simplemente irritante: si lo que dice parece a veces extremadamente oscuro, no es porque sea ininteligible lo que está diciendo, sino porque ha preferido expresar en lenguaje difícil lo que se podría haber dicho mucho más lisa y llanamente. Hay, empero, algunos otros filósofos cuy o modo de escribir resulta tan impresionista y confuso que el autor de este volumen concibió pocas esperanzas de lograr resumir las líneas principales de semejante pensamiento de manera conveniente para presentarlas en una historia de la filosofía. Desde luego cabe replicar que « tanto peor para las historias de la filosofía» . Puede ser éste un comentario ingenioso. Pero es de saber que, en el caso de algunos filósofos, las exposiciones de su pensamiento con que contamos resultan todavía menos esclarecedoras que los textos originales. Merleau-Ponty está muy en lo cierto cuando dice que los filósofos no han de dudar en lanzarse a arduas investigaciones y empresas exploratorias que requieren conceptos y expresiones de nuevo cuño. Exigir que no se diga nada excepto lo que pueda manejarse con precisión por medio de los utensilios y a disponibles equivaldría a postular el abandono del pensamiento creador y la petrificación de la filosofía. Mas esto no quita que lo que aún está en proceso de gestación y todavía se encuentra informe sea un material poco apto para el historiador de la filosofía.

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