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De Enfermeras Y Pacientes – Magela Gracia

Recuerdo todavía una de las primeras frases que nos dijeron al principio de la carrera de enfermería. “El médico cura y la enfermera cuida”. Esas palabras me hicieron meditar mucho, ya que yo había acabado estudiando enfermería porque mi padre así lo quiso. Yo iba para periodista, pero él no pensaba pagarme esa carrera. Decía que para ver a una hija morirse de hambre no daba dinero. Escribía mientras almorzaba, entre las prácticas y las clases de las tardes. Mi almuerzo se reducía muchas veces a medio litro de leche con cacao, cosa que con el tiempo, y tras estudiar dietética y nutrición, dejé de lado. Y al terminar la carrera, seguí escribiendo y lo sigo haciendo ahora porque, como dicen los psicólogos, “a veces escribimos para solucionar problemas”. Hay ocasiones en las que los pacientes te hacen reír; otras veces te enfadan y otras lloras con ellos o en soledad cuando se marchan. Hay veces que te hacen sentir sexy, idolatrada como mito erótico y otras te llega a la consulta una anciana de ochenta años que se mantiene perfectamente sobre sus esbeltos tacones y la envidias con todas tus fuerzas porque te hace sentir desarrapada. Somos el tipo de persona que ve pasar mil historias delante de nuestros ojos. Algunas nos marcan. Otras preferimos olvidarlas. Y, alguna vez que otra, también se cruza un médico por nuestro camino y nos dibuja una sonrisa en la cara. Yo escribo para solucionar problemas… Yo escribo porque, a veces, no tengo ganas de que mis historias se queden olvidadas. Y aunque no todas las personas pueden ser curadas… todas pueden ser cuidadas. Yo, de una forma un tanto particular, he querido cuidarlas a mi estilo, no muy de Marjory Gordom o Florence Nigthingale, y convertir las historias de una vida de enfermera en unos cuantos relatos que espero que te acaricien el alma, te saquen una sonrisa o te ericen la piel al imaginarte lo morboso de la escena. Soy enfermera… y cuido a mi manera. Lágrimas que sanan Muchas veces necesito llorar para que el cuerpo deje de dolerme. Me molesta incluso respirar, no consigo tragar la saliva que se acumula en mi boca y me paraliza una impotencia que viene seguida de un temblor nervioso muy intenso. Y de pronto… llega la primera lágrima. Los ojos dejan de ver, la garganta se estremece y el llanto se adueña de todo. Da igual donde me pille. Prefiero llorar si lo necesito a sentir que me ahogo con ese nudo horrible en la garganta. Mi madre me dice siempre que llore, que no me trague las lágrimas… Ella no puede llorar porque hace muchos años que se le secaron los ojos y me tiene envidia.


“Llora, hija, llora.” ¿No te pasa? ¿No necesitas, de vez en cuando, llorar para despejar el alma? Las enfermeras lloramos mucho. Los pacientes también lloran. Imagino que los médicos también lo hacen, porque a alguno he pillado con los ojos rojos en la consulta al abrir de improviso la puerta. Aunque… ya sabes. Ellos prefieren guardar las apariencias. ¿O no todos? ¿Lloramos un poco? Vasos De Cristal Para Un Alcohólico Anónimo Cuando te has terminado la cuarta copa ya no te acuerdas de por qué te bebiste la primera. La cuarta hace que la cabeza dé vueltas, que te rías de todo, que la vida parezca menos seria. La cuarta copa chocaba siempre contra la madera de la barra del bar de la misma manera tras ser acabada, con satisfacción casi del deber cumplido, y hasta muchas veces acababa haciéndose añicos por el golpe. La tercera no tuvo ese efecto, por desgracia. Se la bebió como si temiera que fuera a evaporarse del vaso, con miedo a que el cristal quemara de pronto y el líquido elemento se le escapara convertido en volutas de humo. Necesitaba acabar pronto con todo aquello y por eso bebía deprisa, sin paladear porque tampoco era que le gustara demasiado el sabor del alcohol o lo áspera que se le quedaba la boca después de beber en exceso. Con la tercera todavía le dolía el alma… Pero con la segunda también lo hacía el cuerpo. Ese extraño nudo en la garganta no se le alivió tras dos copas cargadas de un alcohol que sabía a promesas vacías. Demasiado dulce, tal vez, para lo amarga que tenía la boca. La segunda copa dolió porque llevaba poco dinero en el bolsillo y sabía que si no se emborrachaba pronto no tendría para pagar la cuenta. Pero, sobre todo, porque era capaz de recordar exactamente las monedas que llevaba encima. Y lo que quería era olvidar… Y no se podía olvidar simplemente con dos vasos cargados de amnesia líquida. La primera copa llegó a su mano casi sin haberse sentado en el taburete del bar, ese que estaba acostumbrada a ocupar casi una vez por semana en el último año. Llegó con los ojos hinchados por el llanto y las lágrimas secas surcando la piel acartonada. El camarero sabía lo que solía beber cuando llevaba esa mirada en los ojos y esa sonrisa triste en los labios. No tuvo que preguntar nada tras saludar por su nombre y elegir el tamaño del vaso que rellenaría durante toda la noche. Tampoco le preguntó si tendría dinero al final de la noche para pagar la cuenta. Tenía la cuarta copa en la mano y seguía doliendo, el cuerpo y el alma, aunque no debía haber pasado. Ese cuarto vaso era el liberador, pero seguía recordando.

La alquimia esa noche no había funcionado. Miró al camarero, apuró el trago, y lo puso sobre el posavasos que rezaba un simpático mensaje de “Hoy no busco príncipes azules sino amantes bandidos”. Era la invitación para seguir rellenando el cristal con el dulce y amargo sabor de la derrota, a la espera de que se tornara en amnesia. Nunca se había tomado una quinta copa; siempre le bastaba con cuatro. Pero siempre tenía que haber una primera vez para todo. No sabía si perdería la consciencia con ella, aunque no iba a abandonar ahora que ya estaba tan cerca y se había propuesto olvidar a golpe de alcohol en vena. Tal vez, simplemente, lo que importaba era perder la cuenta…

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