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Daimon – Jennifer L. Armentrout

Durante tres años, Alexandria ha vivido entre mortales, intentando ser como ellos y tratando de olvidar la misión que debía cumplir por ser hija de un mortal y un semidios. Con diecisiete años ha aceptado ya que es algo fuera de lo común para los estándares mortales… y que nunca estará preparada para su misión. Según su madre, es algo bueno. Pero como cada descendiente de los dioses sabe, el Destino no es algo de lo que te puedas librar. Un ataque horrible fuerza a Álex a volar a Miami para intentar encontrar la forma de volver al lugar que su madre avisó de que nunca debía volver: el Covenant. Cada paso que la acerca a la seguridad es un paso más hacia la muerte… porque la persiguen aquellas criaturas a las que fue entrenada para matar. Los daimons la han encontrado. La precuela de «Mestiza», una puesta en situación que te revelará el porqué de la huida.


 

Olía a naftalina y a muerte. Estaba ante mí, la anciana Matriarca Hematoi tenía aspecto de haberse arrastrado fuera de la tumba en la que llevaría guardada unos cuantos cientos de años. Su piel era fina y estaba arrugada como un viejo pergamino. Cada vez que respiraba podría haber jurado que parecía que iba a ser la última. Nunca había visto a nadie tan mayor, pero claro, yo solo tenía siete años y hasta el repartidor de pizzas me parecía viejo. A mi espalda, la multitud murmuraba su rechazo; olvidé que una simple mestiza como yo no debía mirar a una Matriarca a los ojos. Como eran descendientes pura sangre de semidioses, los Hematoi tenían un ego enorme. Miré a mi madre, que estaba a mi lado, sobre el estrado. Ella era una Hematoi, pero no era como ellos. Sus ojos verdes me lanzaron una mirada que suplicaba mi cooperación, que no fuese la chica incorregible y desobediente que ella conocía. No sabía por qué estaba tan asustada; era yo la que estaba frente al guardián de la cripta. Y si sobrevivía a aquel paripé llamado tradición sin tener que llevarle el orinal a la arpía el resto de mi vida, sería todo un milagro digno de los dioses que, supuestamente, estaban observándonos. —¿Alexandria Andros? —la voz de la Matriarca sonó como el papel de lija sobre una madera rugosa. Chasqueó la lengua—. Es demasiado pequeña. Sus brazos son tan delgados como los brotes nuevos de las ramas de olivo —se inclinó para estudiarme más de cerca, tanto que esperaba que cayese sobre mí—. Y sus ojos, tienen un color sucio, nada extraordinario.


Casi no hay sangre Hematoi en ella. Es más mortal que cualquiera de los que hemos visto hoy. Los ojos de la Matriarca tenían el mismo color que el cielo antes de una tormenta violenta. Era una mezcla entre morado y azul, signo de su herencia. Todos los Hematoi tenían un color de ojos increíble. La may oría de los mestizos también, pero por alguna razón, cuando nací debí perderme el día en el que repartían los colores de ojos especiales. Su discurso se extendió durante lo que me pareció una eternidad, lo único en lo que podía pensar era en tomar helado y quizá en echarme una siesta. Los otros Miembros se acercaron a examinarme, susurrando entre ellos mientras me rodeaban. Yo seguía mirando a mi madre de vez en cuando, su forma de sonreír me tranquilizaba y me hacía saber que todo aquello era algo normal y que lo estaba haciendo bien, realmente bien. Hasta que la vieja comenzó a pellizcarme por toda mi piel expuesta y más allá. Siempre me ha molestado que me toquen. Si yo no tocaba a alguien, no tenían por qué tocarme a mí. Parecía que la abuela lo pasó por alto. Estiró el brazo y, con sus dedos huesudos, me pellizcó la tripa a través del vestido. —No tiene carne. ¿Cómo se supone que va a luchar y defendernos? No merece entrenarse en el Covenant y servir junto a los hijos de los dioses. Nunca había visto un dios, pero mi madre me dijo que estaban siempre entre nosotros, observando. Tampoco había visto nunca un pegaso o una quimera, pero ella juraba que existían. Incluso con siete años ya me costaba creerme sus historias; forzaron mi incipiente fe a aceptar que los dioses aún se preocupaban por el mundo que tan laboriosamente habían poblado con sus hijos, de una forma que solo ellos podían. —No es más que una pequeña y patética mestiza —continuó la vieja—. Yo digo que la mandemos a los Maestros. Necesito una chiquilla que limpie mis retretes. Entonces retorció sus dedos cruelmente. ¿Y qué hice y o? Le pegué una patada en la espinilla. Nunca olvidaré la mirada de mi madre, entre terror y pánico absoluto, preparada para correr y sacarme de allí.

Hubo unas cuantas exclamaciones de indignación, pero también bastantes risitas. —Tiene fuego —dijo uno de los Patriarcas. Otro dio un paso adelante. —Será un buen Guardia, quizá incluso un Centinela. Aún hoy sigo sin entender cómo probé mi valía dándole una patada en la pierna a la Matriarca. Pero lo hice. No es que signifique nada ahora que y a tengo diecisiete años y llevo lejos del mundo Hematoi los últimos tres. Incluso en el mundo normal no he parado de hacer estupideces. De hecho, tenía tendencia a hacer cosas estúpidas de forma aleatoria. Siempre lo consideré uno de mis talentos. —Lo estás haciendo otra vez, Álex —la mano de Matt apretó la mía. Pestañeé despacio, enfocando su cara. —¿Hacer qué? —Se te nota en la cara —me acercó hacia su pecho, pasándome un brazo alrededor de la cintura—. Es como si estuvieses pensando en algo realmente profundo. Como si tu cabeza estuviese a miles de kilómetros de aquí, en algún lugar más allá de las nubes, en otro planeta o algo. Matt Richardson quería apuntarse a Greenpeace y salvar unas cuantas ballenas. Era el típico chico de al lado que había renunciado a comer carne roja. Me daba igual. Era mi intento de mezclarme con los mortales y me había convencido para salir un poco e ir a una hoguera en la playa con un puñado de gente que apenas conocía. Tenía mal gusto para los chicos. Antes de él, me había pillado por un empollón que escribía poemas en las contraportadas de sus libros del colegio y se retocaba el pelo, teñido negro azabache, de tal forma que le tapaba sus ojos color avellana. Me escribió una canción. Me reí, y la relación acabó incluso antes de empezar. El año anterior, seguramente, fue el más vergonzoso. Capitán del equipo de fútbol, rubio oxigenado y ojos azules como el cielo.

Pasaron meses y apenas intercambiamos un « hey » o « ¿me dejas un lápiz?» antes de acabar conociéndonos en una fiesta. Hablamos. Me besó y me sobó las tetas, olía a cerveza barata. Le pegué un puñetazo y le rompí la mandíbula. Mi madre hizo que nos mudásemos a otra ciudad después de aquello y me dio una charla sobre dejar de pegar con todas mis fuerzas, recordándome que una chica normal no podía dar unos puñetazos así. A las chicas normales tampoco les gusta que les soben las tetas y, seguramente, si pudiesen pegar tan fuerte como y o, lo harían. Sonreí a Matt. —No estoy pensando en nada. —¿Que no piensas en nada? —Matt bajó la cabeza. Me hizo cosquillas en la mejilla con las puntas de su pelo rubio. Gracias a los dioses se le había pasado la fase de « intentar hacerse rastas» —. ¿No está pasando nada por esa hermosa cabecita tuy a? Sí que me pasaba algo por la cabeza, pero no era lo que Matt esperaba. Mientras miraba fijamente sus ojos verdes, pensé en el primer chico por el que me pillé —el chico may or, prohibido, con los ojos del color de las nubes en plena tormenta— aquel estaba tan fuera de mi alcance, que incluso podríamos haber sido de especies distintas. Supongo que, técnicamente, lo éramos. Aún hoy, me gustaría darme una patada en la cara por ello. Yo era como un personaje de una novela romántica, pensaba que el amor lo podía todo y toda esa basura. Seguro. El amor en mi mundo solía acabar con alguien escuchando « ¡Yo te castigo!» mientras le caía una maldición que lo hacía convertirse en una estúpida flor para el resto de su vida. Los dioses y sus hijos podían ser así de mezquinos. A veces me pregunto si mi madre se dio cuenta de mi incipiente obsesión por el chico pura sangre y si fue ese el motivo por el que sacó mi culo del único mundo que conocía, el único mundo al que realmente pertenecía. Los puros estaban fuera del alcance para mestizos como y o. —¿Álex? —Matt rozó mi mejilla con sus labios, acercándose lentamente hacia los míos. —Bueno, quizá en algo —me levanté sobre la punta de los pies y rodeé su cuello con mis brazos—. A ver si adivinas en qué estoy pensando ahora. —En que desearías no haberte dejado los zapatos allí atrás en la hoguera, porque y o sí.

La arena está muy fría. Vaya mierda de calentamiento global. —No es lo que tenía en mente. Bajó las cejas. —No estarás pensando en la clase de Historia, ¿no? Sería patético, Álex. Me moví fuera de su alcance, suspirando. —No importa, Matt. Riendo, me alcanzó y volvió a rodearme con sus brazos. —Solo bromeaba. Dudé, pero dejé que posase sus labios sobre los míos. Su boca estaba caliente y seca, era lo máximo que una chica podía esperar de un chico de diecisiete años. Pero para ser justos, Matt era bastante bueno besando. Sus labios se movían lentamente contra los míos y, cuando los apartó, no le di un puñetazo en el estómago ni nada por el estilo. Le devolví el beso. Las manos de Matt bajaron hasta mis caderas y me echó con cuidado en la arena, sujetándome solo con un brazo mientras se aproximaba a mí y dejaba una estela de besos por mi barbilla, bajando por la garganta. Miré hacia el cielo oscuro, salpicado de estrellas brillantes y unas pocas nubes. Una noche bonita — una noche normal, de hecho—. Había algo romántico en todo aquello, en el modo en que acariciaba mi mejilla cuando su boca volvía a la mía y susurraba mi nombre como si y o fuese una especie de misterio que nunca podría resolver. Me sentí cálida y arropada, no en plan arráncame-la-ropa-y -házmelo, pero no estaba mal. Podría acostumbrarme. Especialmente cuando cerraba los ojos y me imaginaba los ojos de Matt volviéndose grises y su pelo mucho, mucho más oscuro. Entonces, deslizó la mano bajo la falda de mi vestido. Mis ojos se abrieron de golpe y rápidamente bajé la mano, sacando la suya de entre mis piernas. —¡Matt! —¿Qué pasa? —Levantó la cabeza, con sus ojos de color verde sucio—. ¿Por qué me has parado? ¿Que por qué le había parado? De repente me sentí como Doña Princesa Castidad, guardando su virginidad ante chicos rebeldes.

¿Por qué? La respuesta de hecho me vino rápidamente. No quería entregar mi tarjeta-V en una playa, con la arena entrándome por sitios insospechados. Ya tenía las piernas como si me las hubiesen exfoliado. Pero era más que eso. Realmente no estaba allí en aquel momento con Matt, no cuando estaba imaginándolo con ojos grises y pelo oscuro, deseando que fuese otra persona. Alguien a quien nunca volvería a ver… y a quien nunca podría tener. Capítulo 2 —¿Álex? —Matt me acarició el cuello con la nariz—. ¿Qué pasa? Usando un poco de mi auténtica fuerza, lo aparté de mí y me levanté. Me recoloqué la parte superior del vestido, agradeciendo la oscuridad. —Lo siento, pero ahora no me apetece. Matt continuó tirado en el suelo, a mi lado, mirando hacia el cielo como lo había hecho yo poco antes. —¿He… He hecho algo mal? Mi estómago se retorció y no me sentí muy bien. Matt era un chico muy majo. Me volví hacia él, cogiéndole de la mano. Entrelacé mis dedos con los suyos, como le gustaba. —No. Para nada. Soltó la mano y se frotó la frente. —Siempre haces lo mismo. Arrugué la frente. ¿En serio? —No es solo eso —Matt se incorporó, poniendo sus largos brazos sobre las rodillas—. Siento como si no te conociese, Álex. No sé, como si no supiese realmente quién eres. Y llevamos saliendo, ¿cuánto tiempo? —Unos cuantos meses —esperé no equivocarme. Luego me sentí como una idiota por haberlo dicho al azar.

Dioses, me estaba volviendo una persona horrible. Una pequeña sonrisa apareció en sus labios. —Tú lo sabes todo sobre mí. Cuantos años tenía cuando entré en una discoteca por primera vez. A qué universidad quiero ir. Qué comida odio y cómo no soporto las bebidas con gas. La primera vez que me rompí un hueso… —Cayendo del monopatín —me sentí bien por haberlo recordado. Matt rio suavemente. —Sí, exacto. Pero yo no sé nada sobre ti. Le di un golpecito con el hombro. —Eso no es cierto. —Sí que lo es —me miró, mientras su sonrisa iba desapareciendo—. Nunca hablas de ti misma. Vale, tenía parte de razón, pero no es que pudiese contarle nada. Ya me veía. « ¿Sabes qué? ¿Has visto Furia de Titanes o has leído mitos griegos? Bien, pues esos dioses son reales y sí, yo soy una especie de descendiente suya. Algo así como una hijastra que nadie quiere reclamar. Oh, y nunca había estado entre mortales hasta hace tres años. ¿Podemos seguir siendo amigos?» . Aquello no iba a ocurrir. Así que me encogí de hombros y dije: —Realmente es que no hay nada que contar. Soy bastante aburrida. Matt suspiró. —Ni siquiera sé de dónde eres.

—Me mudé aquí desde Texas. Ya te lo he contado —mechones de pelo se escapaban de mi mano, volando ante mi cara y por su hombro. Necesitaba un corte de pelo—. No es un secreto. —¿Pero naciste allí? Miré hacia otro lado, observando el océano. El mar estaba tan oscuro que parecía morado, se veía poco amistoso. Aparté la mirada y me quedé observando la costa. Dos figuras se acercaban caminando, claramente masculinas. —No —dije finalmente. —¿Entonces, dónde naciste? Intentaba evitar la incomodidad que me estaba causando la conversación fijándome en los chicos de la costa, se agacharon mientras se levantaba el viento, lanzándoles un brillo fino de agua fría. Se acercaba una tormenta. —¿Álex? —Matt se puso en pie, sacudiendo la cabeza—. ¿Ves? Ni siquiera puedes decirme dónde naciste. ¿Qué pasa? Mi madre pensaba que cuanta menos gente supiese sobre nosotros, mejor. Era increíblemente paranoica, pensaba que si alguien sabía demasiado, el Covenant nos encontraría. ¿Tan malo sería? En cierta manera quería que nos encontrasen, para acabar con aquella locura. Cada vez más frustrado, Matt se pasó los dedos por el pelo. —Creo que voy a volver con el grupo. Le vi darse la vuelta antes de levantarme. —Espera. Se dio la vuelta, levantando las cejas. Respiré profundamente un par de veces. —Nací en una estúpida isla de la que nadie ha oído hablar nunca. Más allá de la costa de Carolina del Norte. La sorpresa se reflejó en su cara y dio un paso hacia mí.

—¿Qué isla? —En serio, no habrás oído hablar de ella —crucé los brazos sobre el pecho mientras se me ponía toda la piel de gallina—. Está cerca de Bald Head Island. En su cara se creó una amplia sonrisa y sabía que estarían apareciendo unas pequeñas arrugas en sus ojos, como cuando algo le hacía realmente feliz. —¿Tan difícil era? —Sí —hice una mueca y sonreí, porque Matt tenía ese tipo de sonrisas que son contagiosas, una sonrisa que me recordaba a la de mi mejor amigo, al que no había visto en años. Quizá por eso me acerqué a Matt. Mi propia sonrisa comenzó a desvanecerse cuando me pregunté qué estaría haciendo ahora mi antiguo compañero de fatigas. Matt puso sus manos sobre mis brazos, descruzándolos lentamente. —¿Quieres volver? —señaló con la cabeza hacia la playa, al grupo de chicos reunidos alrededor del fuego—. ¿O nos quedamos aquí…? Dejó la oferta abierta, pero sabía a qué se refería. Quedarnos allí y besarnos un poco más, olvidar un poco más. No parecía mala idea. Me quedé a su lado. Al mirar por encima de su hombro, volví a fijarme en los dos tíos. Estaban casi a nuestro lado; suspiré en cuanto los reconocí. —Tenemos compañía —di un paso atrás. Matt giró un poco la cabeza y miro hacia los dos tíos. —Genial. Son Ren y Stimpy. Me reí por la acertada descripción. En las pocas veces que realmente coincidí con el horrible dúo, me negué a aprenderme sus verdaderos nombres. Ren era alto y desgarbado, su pelo, marrón oscuro, lo llevaba tan lleno de gomina que podría ser considerado arma peligrosa en muchos estados. Stimpy era el más bajito y gordo de los dos, con la cabeza afeitada y la complexión de una locomotora. Los dos eran conocidos por causar problemas allá donde fuesen, especialmente Stimpy y su cuestionable programa de levantamiento de pesas. Tenían dos años más que nosotros y habían terminado en el instituto de Matt antes de que yo pusiese un pie en Florida. Pero aún salían con los más jóvenes, seguramente para echarles un ojo a las jóvenes e impresionables chicas.

Circulaban bastantes rumores negativos sobre aquellos dos. Incluso bajo la tenue luz de la luna, se veía que su piel tenía un sano color anaranjado. Sus gigantescas sonrisas eran escandalosamente blancas. El más bajo susurró algo y se chocaron los puños. Como era de esperar, no me gustaban. —¡Hey ! —gritó Ren mientras bajaba su fanfarronería—. ¿Qué pasa Matt? Matt hundió sus manos en los bolsillos de sus pantalones cortos. —No mucho, ¿tú que tal? Ren miró a Stimpy y, luego, de nuevo a Matt. El polo rosa fosforito de Ren, al menos tres tallas pequeño, parecía pintado en su cuerpo huesudo. —Pasando el rato. Luego nos vamos hacia las discotecas —Ren me miró por primera vez, paseando sus ojos por mi vestido y mis piernas. Me entró una pequeña arcada. —Te he visto por aquí unas cuantas veces —dijo Ren inclinando la cabeza a un lado y a otro. Me pregunté si sería algún tipo de extraña danza de apareamiento—. ¿Cómo te llamas, cariño? —Se llama Álex —respondió Stimpy. —Es nombre de tío. Contuve un gruñido. —Mi madre quería un niño. Ren me miró confuso. —Es el diminutivo de Alexandria —explicó Matt—. Lo que pasa es que le gusta que la llamen Álex. Sonreí a Matt, pero tenía la mirada fija en los dos tipos. Vi como tensaba la mandíbula. —Gracias por la aclaración, tío —Stimpy cruzó sus enormes brazos, mirando a Matt de arriba a abajo. Viendo la mirada de Stimpy, me acerqué más a Matt.

Ren, aún mirándome las piernas, hizo un ruido que era una mezcla entre quejido y lamento. —Joder, tía, ¿tu padre es un ladrón? —¿Qué? —La verdad es que nunca llegué a conocer a mi padre. Quizá lo fuese. Lo único que sabía es que era mortal. Por suerte no se parecería en nada a aquellos capullos. Aunque no tenía, Ren hizo como que sacaba músculo, sonriendo. —Bueno, y entonces, ¿quién robó esos diamantes y los puso en tus ojos? —Wow —pestañeé y me giré hacia Matt—. ¿Por qué nunca me dices cosas tan románticas? Estoy dolida. Matt no sonrió como yo esperaba. Su miraba continuaba y endo de uno a otro, y pude ver cómo había cerrado los puños dentro de los bolsillos. Había algo en sus ojos y en la forma en que sus labios dibujaban una fina línea en su cara. La diversión se desvaneció en un instante. Estaba… ¿asustado? Cogí a Matt del brazo. —Venga, volvamos. —Esperad —Stimpy agarró a Matt del hombro con la fuerza suficiente para hacer que se tambalease un poco hacia atrás—. Es de mala educación que salgáis huyendo sin más. Una corriente de aire caliente subió por mi espalda y recorrió toda mi piel. Mis músculos se tensaron. —No le toques —avisé en voz baja. No me sorprendió que Stimpy bajara la mano; me miró fijamente. Entonces sonrió. —Es peleona. —Álex —dijo Matt entre dientes, mirándome con los ojos bien abiertos—. Está bien. No te preocupes.

Aún no me había visto preocuparme. —La actitud debe venir con el nombre —Ren rio. —¿Por qué no nos vamos de fiesta? Conozco a un portero del Zero que nos puede colar. Podemos pasárnoslo bien —entonces fue a agarrarme. Puede que Ren lo hiciese de broma, pero fue un mal gesto. Todavía tenía ciertos problemas con que me tocasen sin y o quererlo. Lo agarré del brazo. —¿Tu madre es barrendera? —le pregunté inocente. —¿Qué? —dijo Ren con la boca abierta. —Porque una cara como la tuya está hecha para barrer el suelo —le retorcí el brazo hacia atrás. Vi como su cara reflejaba sorpresa. Hubo un segundo en que nuestras miradas se cruzaron y supe que él no tenía ni idea de cómo obtuve el control tan rápidamente. Habían pasado tres años desde la última vez en que me peleé de verdad con alguien, pero se despertaron mis músculos en desuso y mi cerebro se desconectó. Me agaché bajo el brazo que le sujetaba, acercándolo a mí mientras enganchaba su rodilla con el pie. En un segundo, Ren se comía la arena.

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