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Cupido es un lobo feroz – Chloe Santana

Buscaba al hombre perfecto…encontró al demonio de sus sueños. ¿Qué harías si necesitaras un novio para la boda de tu hermana? ¿Y si el destino te enviara a un hombre con la palabra ‘problemas’ grabada en el sick pack? Dante es un demonio cansado de las brasas del infierno. Dispuesto a redimirse, decide poner todo su empeño en arreglar la vida sentimental de Alison, una patosa veterinaria con un desastroso pasado amoroso. Alison nunca creyó que maldecir en voz alta podía resucitar a un demonio con ínfulas de Cupido. ¿Quién es ese bombón de ojos plateados y sonrisa prometedora? ¿Y por qué está tan empeñado en conseguirle un novio? Autor: Santana, Chloe ©2014, Alentia Editorial ISBN: 9788494278358 Generado con: QualityEbook v0.75 Cupido es un lobo feroz I: Mi vida y otras locuras PUEDO definir mi vida en tres simples frases: —Un jefe explotador. —Una desastrosa (o nula) vida sentimental. —Un verdadero problema para mantener la boca cerrada. Esta soy yo: Alison María del Pilar Williams León. Para mi padre, Alison Williams. Para mamá, María del Pilar León. Y sí, ellos están divorciados y tienen un gran problema para ponerse de acuerdo sobre cualquier tema en particular. Puedes llamarme Alison. Durante años, mi vida ha estado dividida entre la cosmopolita ciudad de Barcelona y la canalla Nueva Orleans. Tener dos progenitores a los que adoras, pero que viven en partes opuestas del globo terráqueo, tiene ventajas. Por ejemplo, gracias a mi madre pude estudiar veterinaria en la universidad de Barcelona, mientras me ponía morada a fideuá y me saltaba las clases para pasear por La Rambla. De mi padre he heredado la fascinación por el Mardi Gras, el Po´boy y el barrio francés. Cuando llegó la hora de elegir, las circunstancias me hicieron viajar a Nueva Orleans. Después de graduarme en veterinaria, y tras una infructuosa búsqueda de trabajo por mi cuenta, mi padre encontró un puesto vacante en la clínica para animales domésticos del señor Ryan, un septuagenario encantador que adoraba a cualquier ser de cuatro patas. Sobra mencionar que yo sólo tengo dos piernas… ¡Cuánto me equivoqué! El señor Ryan parecía la viva encarnación de Papa Noel. Mejillas sonrojadas, ojillos azules ocultos bajo unas gafas redondas, y una carita rechoncha a la que te entraban ganas de achuchar, enmarcada por una espesa barba blanca que coronaba un rostro de expresión jovial y pacífica. Jamás imaginé que fuera un verdadero cabrón. Me paga un sueldo miserable, me obliga a hacer horas extras y me recuerda lo agradecida que debo estar por permitirme trabajar en su prestigiosa clínica veterinaria. Todo un detalle. Pero mi vida en Nueva Orleans, ciudad en la que llevo viviendo desde hace cuatro años, no es tan mala.


Tengo una amiga que está un poco loca, una compañera de piso que ha adoptado a una rata, un padre que toca el saxofón, y un inseparable amigo canino. Oh, no. Observo el reloj de muñeca y reprimo una mueca de espanto. Ya es la hora. Las piernas me tiemblan con la impaciencia, sabedora de la inminencia de nuestro encuentro, y las mejillas me arden, mientras una vocecilla interior, muy sabia ella, me grita que escape. ¡Corre Alison, sálvate! —¡Cuuuuuuuuuuchi! —me grita una voz aguda, como si alguien hubiera tragado una bocanada de helio— estás más gordita. Abrazo a mi hermana, mientras le palmeo la espalda sin demasiada suavidad. Pam, pam, pam. Para que aprenda que no estoy gorda. Son músculos. ¡Músculos! —La madre que te echó por el chichi, cuchi, ¡qué fuerte estás! —se queja mi hermana, mientras se acaricia la espalda. —Cinturón negro de Kárate —le recuerdo, por si las moscas. —¡Esa boca, Stella! —la sermonea mi madre. Se quita las enormes gafas de pasta blanca, y me echa una mirada de arriba abajo. Hasta que no me ha escaneado por completo, no se acerca y me planta dos efímeros besos en cada mejilla. —Ma… ¡Qué guapa estás, Bárbara! —la saludo. Desde que cumplí los dieciocho años, nos prohibió llamarla “mamá”, porque según ella, aquel termino la hace parecer más vieja. A sus cincuenta años, Bárbara no lleva nada bien el paso de los años. Les echo una mirada al par de rubias oxigenadas que tengo por familia. El cabello castaño claro que todas compartimos ha sido decolorado hasta convertirse en un rubio platino. Visten sendos vestidos ajustados, y unos tacones de veinticinco centímetros con los que yo me tropezaría de sólo mirarlos. —¿Dónde está tu padre? —me pregunta mi madre, irritada al nombrarlo. —No ha venido. Y no puedes culparlo, después de lo que le dijiste.

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