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Cumpliendo Su Destino – Stephanie Laurens

1833 Costas de la bahía de Bridgewater, Somerset Dolor. Atroz, despiadado, arañaba sus sentidos y desgarraba su mente con sus garras de dedos de fuego. La agonía lo quemaba todo, cegadoramente brillante, en sucesivos relámpagos que devastaban, erradicaban toda capacidad para pensar, para saber, incluso para recordar. Muerte. La había elegido, aceptado, le daba la bienvenida. Era un sufrimiento innecesario, el tormento que lo conducía por el camino hacia el infierno. Pues no merecía otra cosa. No podía moverse, no sabría decir siquiera si su cuerpo seguía allí, si él aún lo habitaba. Su mente perdió su último asidero y se desmoronó, el pensamiento consciente era una cinta que se alejaba flotando lejos de su alcance. Poco a poco, golpeado por la arremetida del constante dolor, sus sentidos, también, empezaron a fallar. A enredarse. Y entonces… Frente a él estaba el olvido, un inmenso vacío de nada hacia el que se hundía. Más allá encontraría las llamas del infierno, de la condenación eterna. Esperó. —Hermano Roland, ¡mira! Roland, responsable de la enfermería del monasterio de Lilstock, sofocó un suspiro y se apartó del enredo de algas que estaba recogiendo. Como de costumbre en esa época del año, se llevaba con él a los novicios más jóvenes para que lo ayudaran a cosechar el botín medicinal que proporcionaba el mar. La tarea había que realizarla cada semana y se alegraba de poder contar con su ayuda, aunque en ocasiones se preguntaba si los beneficios merecían la pena. Los jóvenes novicios se distraían muy fácilmente. Convencido de que iba a tener que enfrentarse a alguna oveja errante o, quizás, identificar alguna especie rara de ave, Roland levantó la cabeza y miró hacia la playa. Lo que vio fue al grupo de novicios bajando a toda prisa por las dunas, directos hacia un montón de trapos mojados y revueltos, que el mar había escupido de algún naufragio, sobre la áspera arena. Roland se fijó mejor en los trapos. Llevaba una década en el monasterio que había en la orilla sur, sobre la bahía del canal de Bristol, y supo enseguida qué era ese montón de trapos enredados. —¡Esperad! La orden vociferada hizo que todos se detuvieran en seco. Ninguno se había acercado a menos de dieciocho metros del cuerpo. Todos se volvieron perplejos hacia él.


Roland los ignoró. Con el hábito volando al viento, bajó ágilmente la duna sobre la que había estado trabajando. Por el bien de los aún inocentes novicios, sería mejor que él fuera el primero en ver ese cuerpo. Solo el Señor sabría en qué estado iban a encontrarlo. El canal era una de las rutas navieras más concurridas del mundo. Los capitanes debían enterrar a sus muertos antes de entrar en Bristol y, en ocasiones, las tormentas les impedían hacerlo en alta mar. De modo que los susodichos capitanes celebraban el último rito en cuanto se adentraban en las aguas más calmas del canal. Pero el canal, aunque profundo, estaba lleno de fuertes y rápidas corrientes. Y los cuerpos solían aparecer con regularidad en las costas del sur. Aparte de la inclinación, que proporcionaba su fe, de que todos los cuerpos fueran tratados con el debido respeto, también había que tener en cuenta el riesgo de enfermedades. Y, sobraba decir, el enterramiento legítimo no era la única razón por la que un cuerpo era escupido a la orilla. Corriendo por la arena, las botas resbalando sobre los granos, Roland estudió el arrugado montón de tela mojada, traje oscuro con un destello de marfil sucio, y se preguntó si el cuerpo pertenecería al segundo caso. Para cuando se agachó junto al cuerpo estaba seguro de que efectivamente era así. Para empezar, el hombre, pues se trataba de un hombre, era casi seguramente inglés. Cabello rubio, aplastado y empapado, pero a pesar de todo bien cortado, pegado a una amplia frente y mejillas que sin duda habían sido angulosas y rectas, sello distintivo de la aristocracia. Sin duda ese hombre era de noble cuna. Sin embargo… Los ojos experimentados revisaron el imposible enredo de unas extremidades que sin duda habían sido elegantes, dibujando ángulos imposibles, y los huesos, también retorcidos obligados a mantenerse en posiciones que no podían, no debían, existir. Roland sintió nacer algo en él, lástima, horror, descarado espanto. ¿Qué clase de tormento había sufrido ese hombre? El hombre estaba doblado por el estómago, la cabeza vuelta hacia el mar, los hombros descuadrados, la columna torcida, los brazos y piernas colgando como ramas muertas. Roland contempló el lado visible del rostro. Sin duda en una ocasión había sido hermoso, pero en esos momentos se le veía maltrecho, la piel pálida, con el plomizo color de la muerte. A ese hombre lo habían destrozado, horriblemente, totalmente, antes de ser reclamado por la muerte. Roland dibujó la señal de la cruz en el aire, murmurando instintivamente una oración por su alma. Estaba a punto de volverse para empezar a dar órdenes a los novicios cuando un susurro sibilante proveniente del mar le hizo detenerse. Una hola, más grande que las anteriores, llegó a la orilla.

La marea comenzaba a subir. La ola alcanzó al hombre, rodeando su cuerpo, lamiendo las ropas empapadas. El agua se elevó lo suficiente como para cubrir brevemente los cuarteados labios y la nariz. Roland no vio ningún motivo para impedirlo. Pero de repente vio unas finas burbujas escapar de la boca del hombre. —¡Dios santo! —exclamó mientras se ponía en pie. El corazón galopaba frenético. Pero era el encargado de la enfermería. El mar se retiró. Roland se volvió bruscamente hacia los novicios, reunidos en un grupo de curiosos a unos quince pasos de él. —Tú… Godfrey —Roland señaló al joven más enjuto y fuerte del grupo—. Regresa corriendo al monasterio y trae la camilla. Ned y Will, vosotros id también con él, y traed mi maletín, y la bolsa de tablillas y vendajes. En marcha. Ya. ¡Y corred! No le hicieron falta más exhortaciones. Los tres muchachos salieron disparados como liebres, corriendo y saltando sobre las dunas, camino del monasterio en lo alto. Volviéndose hacia el desconocido, Roland se preguntó si estaría haciendo lo correcto, si existía alguna posibilidad, si tenía algún sentido. Si el resultado merecería la pena. Pero era un hombre de Dios y no tenía elección. Tenía que intentarlo. El hecho de que no hubiera ninguna garantía de que el hombre fuera a vivir no tenía nada que ver. También era irrelevante el que viviera. Sin duda ese hombre no le iba a agradecer haberlo rescatado y llevado de vuelta a una vida de infinito dolor y miseria. El hombre había sido literalmente arrojado a sus pies, una ruina, pero vivo.

No se trataba de una cuestión que él pudiera juzgar o cuestionar. Era el responsable de la enfermería y sabía lo que debía hacer. Sobre él recaía la tarea de salvar esa vida. Concentrándose en ello, Roland hizo una rápida valoración antes de soltar el aire. —No quiero arriesgarme a levantarlo hasta que hayamos estabilizado sus piernas —anunció en beneficio de los novicios. Para eso quería las tablillas y los vendajes. Hizo un rápido repaso mental de cuántas tablillas había en la bolsa y cómo usarlas—. Ben y Cam, ¿habéis traído vuestros cuchillos? Los dos muchachos asintieron. —Bien —Roland señaló hacia la playa—. Hay un arroyo que discurre paralelo al mar. Seguidlo un trecho corriente arriba y llegaréis a unos lechos de juncos. Cortad y traed todos los juncos que podáis, lo más rápido posible. —Sí, hermano Roland —contestó a coro la pareja antes de marcharse a la carrera. —Brian y Kenneth, recoged nuestras cestas y apiladlas a lo largo del camino al monasterio. Las recogeremos luego, de regreso. Después, volved aquí. —Sí, hermano Roland. Roland se volvió hacia los seis muchachos restantes. —Todavía no podemos moverlo, pero debemos mantenerlo alejado del agua todo lo posible. Por tanto hay que construir un muro de arena para contener la marea hasta que los demás lleguen con los suministros y yo pueda colocarle los vendajes. Así que… No tuvo más que señalar hacia dónde. Los novicios seguían siendo lo bastante jóvenes como para disfrutar construyendo un muro de arena. Pensaba que ya habría atravesado las puertas del infierno, pero no. El dolor continuaba. Estoicamente, encerrado en lo más profundo de una mente que, sorprendentemente, aún existía, aguantaba.

Esperó. Inmóvil. A que la muerte lo reclamara. Mientras la agonía continuaba. Aun así permaneció. Regresando fugazmente a la consciencia de vez en cuando. Distantemente consciente. Aunque de qué, no tenía ni idea. Poco a poco comprendió que seguía en el mundo de los mortales. Comprendió que su cuerpo físico aún existía, si bien bajo la única forma de un sordo dolor. Comprendió que su mente, atrapada en una cabeza que realmente no sentía, seguía funcionando. Vivía. Todavía. Por qué, no se le ocurría. El dolor se había mitigado, no tanto desaparecido como convertido en parte integrante de su ser. Una parte integrante de su nuevo ser. Si su existencia, si esa no muerte, continuaba, llegaría un momento en que tendría que mover los ojos y averiguar qué había sucedido, pero, como el resto de su cuerpo, los párpados tampoco parecían estar realmente allí, no eran entidades físicas que pudiera gobernar. De modo que esperó. A lo que sucediera a continuación. Por fin fue capaz de abrir los ojos. Solo una fracción, pero la luz resultaba cegadora, de modo que los volvió a cerrar rápidamente. Había alguien allí, alguien que, comprendió, había estado allí a menudo, alguien a quien había sentido incluso a través de la nebulosa de dolor. Y ese alguien lo había visto. Sus labios agrietados entraron en contacto con agua fresca. Él los abrió y sintió el reguero de agua deslizarse por su garganta, una sensación inimaginablemente intensa.

Sus sentidos, tanto tiempo dormidos, tanto tiempo sin utilizar, despertaron bruscamente a la vida. —¿Puedes oírme? De modo que su oído también funcionaba. La voz era grave, masculina, resonante, el tono tranquilizador, preocupado. Pero solo consiguió batir las pestañas a modo de respuesta. —Tu nombre. Si lo recuerdas, si consigues pronunciar palabra, no te pido más. Su nombre… iban a necesitar uno para grabar sobre su lápida, por supuesto. Pero el hombre que había sido estaba muerto, incluso para él. Y ni siquiera muerto deseaba yacer bajo el nombre de esa persona. Rebuscó en su mente, entre los recuerdos. Poco a poco el pasado empezó a definirse. Los recuerdos se solidificaron, lo que había hecho el hombre muerto, lo que había sucedido, y todo lo que había sucedido anteriormente en su vida… Había otro nombre, un alter ego que había creado hacía mucho tiempo y que había utilizado intermitentemente hasta el final. Había matado al hombre que había sido, pero ese otro… se había olvidado de él. Dado que se estaba muriendo, y dado el peso de sus pecados, no esperaba otro resultado, ¿quizás el destino estuviera ofreciéndole la oportunidad de atar hasta ese cabo suelto? Nada como un buen plan. —Thomas —contestó con voz ronca, más dura de lo que la recordaba, los tonos dulces arruinados por su calvario. Respirar hondo para poder hablar le exigía un considerable esfuerzo, y multiplicaba el persistente dolor. Sin embargo, al sentir que el hombre se acercaba a él, se obligó a humedecerse los resecos labios y hablar con más claridad—. Thomas Glendower. El dolor le laceró un costado, la oscuridad envolvió su consciencia y se dejó arrastrar por la marea. —¿Vivirá? —el prior Geoffrey, un anciano de cabellos grises, posó una mano sobre el hombro de Roland. En la diminuta celda al final de la enfermería, sentado sobre una banqueta junto al estrecho camastro sobre el que el hombre al que habían rescatado llevaba semanas postrado, Roland levantó la mirada y contestó con sinceridad. —No puedo decirlo, pero, dado que sigue vivo, padeciendo todo esto —señaló los numerosos entablillados, marcas externas de la larga lista de tratamientos que había tenido que administrar para recomponer a ese hombre y arreglar todo lo que había podido—, tengo que suponer que se recuperará, al menos todo lo posible. Roland posó la mirada sobre el rostro del hombre herido y respiró hondo antes de verbalizar el asunto con el que batallaba su conciencia desde que lo encontrara en la orilla. —Sigo sin saber si he hecho lo correcto, si salvarlo era lo que debía hacerse. El prior Geoffrey no contestó de inmediato, pero sus largos dedos se cerraron sobre el hombro de Roland.

—Nosotros no conocemos los designios del Todopoderoso, hijo mío. Si Thomas Glendower vive, al menos tú podrás estar seguro de haber procedido como debías hacer. Roland esperaba que eso fuera cierto. Inclinó la cabeza en señal de aceptación y no pronunció una palabra más. Thomas estaba sentado en el banco en el jardín de la enfermería de la abadía de Lilstock, la fachada de piedra calentándole la espalda, y contempló sin ver la gran abundancia de plantas que llenaban los ordenados arriates. Sentía el sol sobre la cara, sentía la ligera brisa de verano. Olía el denso aroma de la tierra recién removida y el olor punzante de la fruta madurando en el huerto cercano. Oía los suaves golpes y gruñidos de los dos monjes que trabajaban en el jardín, oía el trino de los pájaros en los árboles. Aunque tenía un párpado caído, y el ojo jamás volvería a su estado ideal, había recuperado una visión normal en ambos ojos y podía seguir el rápido vuelo de las golondrinas que cruzaban la extensión azul del cielo. Sin embargo, no estaba seguro de si eso, la recuperación de sus sentidos y facultades, sería a la postre una bendición o una maldición. Habían pasado meses desde la muerte del hombre que había sido. Pero seguía vivo, algo que le resultaba incomprensible. Había estado más que preparado para marchar, para dejar el mundo para siempre. Para librar al resto del mundo de su continua presencia. Pero eso, al parecer, no iba a suceder. Según el hermano Roland, el encargado de la enfermería, el hombre que lo había cuidado, que lo había salvado y que había evitado que el que era en ese momento muriera, estaba mejorando y seguiría haciéndolo con el tiempo. Podía moverse con ayuda y era capaz, al fin, de pensar. Todavía sufría un dolor constante, pero aunque lo sentía, ya no le prestaba atención. El dolor se había convertido en su compañero inexorablemente insistente y dado que no le hacía caso, ya no le distraía, ya no interfería en su capacidad para funcionar. Oyó pisadas sobre la grava y por la firmeza del paso supo quién se acercaba antes de que Roland apareciera bajo el arco del patio del priorato. Roland miró a su alrededor, descubrió a Thomas y se acercó al banco. Thomas consiguió ofrecerle una sonrisa torcida y esperó mientras Roland, que le había correspondido al saludo con una inclinación de la cabeza, se recogía el hábito y se sentaba a su lado. Durante varios minutos contemplaron el jardín en silencio, saboreando la tranquilidad de la escena, antes de que Roland preguntara con su habitual sencillez y sin rodeos. —¿Y bien? ¿Quién es Thomas Glendower? Thomas sintió curvarse sus labios. Era una pregunta esperada, y sabía que, tarde o temprano, se la iba a hacer.

Y porque le gustaba Roland, estuvo preparado para ofrecerle una respuesta. Roland era la clase de hombre que Thomas reconocía, un hombre que casi con toda certeza compartía un pasado similar al suyo, pero que había tomado un camino totalmente diferente. Había muchas cosas en Roland que Thomas entendía y que, con su nuevo entendimiento, nacido de la muerte, era capaz de apreciar y admirar. —Nací en el seno de la baja nobleza —contestó Thomas sin apartar la mirada de la vegetación y las flores—, pero mis padres murieron en un accidente cuando yo contaba seis años. No tenía ningún pariente cercano, de modo que pasé al cuidado de un tutor, un amigo de mi padre de elevada posición social y económica, pero que no era una buena persona. Bajo su tutelaje evolucioné de un modo que, quizás, no habría hecho de haber sido él otra clase de hombre. Pero, dado que se suicidó cuando yo llegué a la mayoría de edad, viví enteramente por mi cuenta durante el resto de mi vida anterior. Thomas hizo una pausa para reflexionar antes de continuar, la voz rota aún gutural, pero clara. —Por aquella época me advirtieron que tuviera cuidado, que fuera precavido, pero, como todos los jóvenes, yo creía saber más que nadie y me dispuse a explorar todo lo que la vida podía ofrecerme. En términos materiales, prosperé, pero permanecí básicamente solo, por decisión propia, pues no sentía ninguna necesidad de establecer conexiones personales. Eso, más que nada, supuso mi caída. Porque no pensaba en los demás y causé dolor a muchas personas. Más aún, les llevé desolación, incluso muerte. Hice que otros murieran. Y por eso… yo morí. —¿Has matado a personas? —preguntó Roland tras permanecer un rato en silencio. —Sí. —¿Tú mismo? Mentir era tentador, pero a Roland le debía la verdad. —No. Jamás maté a nadie personalmente, pero sí hice que los mataran. Roland frunció el ceño y lo miró de reojo. —¿Ordenaste a otros que los mataran? Habría sido más fácil mentir, reflexionó Thomas. —No —contestó mientras apoyaba la cabeza contra la pared—, pero las órdenes que di fueron la causa de sus muertes —habiendo llegado tan lejos y percibiendo la absoluta confusión de Roland, se sintió obligado a explicarse—. No fui honesto. Deseé cosas, varias cosas, a lo largo de los años, y ordené a otros que lo arreglaran, que me consiguieran esas cosas.

Lo de las muertes llegó al final. De haberlo pensado bien… pero no lo hice, ¿entiendes? Jamás pensaba en los demás, y ese fue mi defecto. Actuaba como si mis acciones no tuvieran ningún impacto sobre los demás, pero me equivoqué por completo, pues sí la tuvieron. Y, cuando al fin lo comprendí, decidí acabar con aquello. —Thomas Glendower no es el nombre con el que naciste, ¿verdad? —insinuó Roland tras reflexionar durante un instante. —El nombre con el que nací murió con el hombre que fui —Thomas asintió e hizo una pausa mientras se reafirmaba interiormente en lo correcto de su decisión—. El hombre que fui está muerto y resucitarlo no produciría ningún bien, y sí mucho daño a otros. Y estoy dispuesto a jurarlo sobre la Biblia del prior. Roland soltó una exclamación. Thomas se limitó a esperar, con una paciencia que le habían enseñado los últimos meses, a averiguar cuál sería su destino tras haber admitido los crímenes de su pasado. Al final, con la mirada fija, al igual que la de Thomas, en el jardín, Roland se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre los muslos, juntando las manos entre las rodillas. —Durante un tiempo, sobre todo durante los primeros días que estuviste aquí, no esperaba que fueras a sobrevivir. Tuve que romper huesos y estirar tendones para volver a colocarte las articulaciones, tuve que administrarte medicación para evitar infecciones, tuve que mantenerte sedado para que no sintieras dolor. Tuve que estirar tu columna mientras rezaba para no matarte en el proceso. Todo ese tiempo estabas inconsciente, yo no sabía si deseabas vivir o morir. De modo que me mantuve al margen. No recé para que murieras, pero tampoco para que vivieras. Roland apretó las manos con fuerza entre las rodillas y continuó. —El prior Geoffrey tenía otra opinión. Según él, tu supervivencia era probable, incluso estaba asegurada, porque, a sus ojos, el hecho de que hubieras sido puesto en mis manos, sobre todo en el estado en el que estabas, era una señal de la intervención divina. —Eso no puede ser —Thomas parpadeó. —Después de lo que acabas de contarme —Roland soltó un bufido—, entiendo que pienses así, pero… conozco a Geoffrey desde hace años. Fue mi mentor cuando yo era novicio. Es increíblemente agudo y clarividente, sobre todo cuando se trata del prójimo y sus debilidades — hizo una pausa antes de continuar—. Estoy empezando a pensar como él.

—¿Qué? —sobresaltado, Thomas dejó al descubierto su cinismo—. ¿Cree que, por mi intento de pagar por mis pecados, el buen Dios me ha perdonado? Roland rio por lo bajo con ironía y, volviéndose hacia Thomas, lo miró a los ojos. —No, por eso no. Geoffrey cree que has sido salvado por alguna razón. Con algún propósito. Cree que Nuestro Señor tiene alguna tarea en mente para ti, algo que solo tú puedes realizar, y que has sido salvado para que puedas acometerla. Thomas vio la certeza cristalizada en la mirada de su sanador. Y, como si quisiera confirmar la intuición de Thomas, Roland asintió. —Y, después de lo que acabas de contarme, me siento aún más inclinado a coincidir con Geoffrey. Da igual lo que puedas pensar, Nuestro Señor no ha terminado contigo. Thomas no sabía qué pensar. Se sentía tentado a señalar que no era religioso, que ni siquiera estaba seguro de creer en alguna deidad. En el destino, quizás, pero ¿en Dios? No se atrevía a reclamar esa convicción. Sin embargo, sentado al sol, mirando a Roland a los ojos… tuvo que pensar en hacerlo, aunque elevó ligeramente un hombro, el menos dañado, antes de contestar. —Bueno, sin duda ya lo veremos.

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