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Cuentos de Ciclismo – AA. VV.

Cuentos de ciclismo es una antología de veinte narraciones y un prólogo que, de la mano de consagrados novelistas y hábiles fabuladores, nos trasladan desde las penurias del esfuerzo a las cimas de la gloria. Una obra variada y amena para que el lector disfrute en cada pedalada. Cualquiera que haya ayudado, desde su casa, a Indurain a subir el Mortirolo sabe un poco de esta épica del ciclismo, que nos tiene en vilo todos los veranos y, nada menos que en los Campos Elíseos, nos hace soñar con la meta ilusoria. Lo difícil, como dice Arreola, es hacer valer luego la misma ventaja. Mientras todo se mueva en terreno resbaladizo, en tanto aparezcan esos vertiginosos precipicios a ambos lados de la calzada, con tal de mantener mínimamente el equilibrio para seguir leyendo, podemos darnos por satisfechos. Que la Grand boucle nos proteja, y que sigan girando nuestros bujes mientras perseguimos denodadamente la vraie vie, sorteando las simas donde acechan las víboras. Loado en las alturas El Águila de Toledo. Bendito el que viene en nombre de Indurain. LUIS MARTÍNEZ DE MINGO


 

Si bien no nací en una bicicleta como el gallego Martín Piñeiro, protagonista de La muda semblanza del gregario, mi primer contacto directo con el ciclismo fue en la infancia. Desde niño contemplaba fascinado el rítmico rodar de unos jóvenes ciclistas aficionados por un paseo urbano de León, donde viví mis primeros años, y ya entonces envidiaba su pasión y su entrega encima de la bicicleta. A estas imágenes del Paseo Papalaguinda se suma más tarde las de la televisión o las que recogían las crónicas periodísticas, que seguía con verdadera devoción. Observaba de cerca los detalles de las competiciones de míticos ciclistas, como Luis Ocaña en su ascenso al Tourmalet, y podía recordar, prácticamente sin equivocarme, la clasificación y las gestas heroicas de corredores legendarios como Bahamontes, Eddy Merckx o Bernardo Ruiz. Eran años en los que los ciclistas franceses y belgas disputaban el liderazgo de la Vuelta a España a Manzaneque o a Julio Jiménez, con sus grandes triunfos en la montaña, en unas competiciones que progresivamente iban aumentando su número de etapas, con el mismo ritmo con el que crecía mi interés por seguirlas. Cada año inauguraba el inicio del buen tiempo con los primeros minutos de la tarde frente al televisor, una costumbre que se prolongaba hasta el otoño. Contemplar los momentos de esfuerzo, casi sobrehumano, del ciclista superándose a sí mismo, en el centro del pelotón, esa serpiente de colores, o rodando en su escapada, siempre me ha fascinado. Desde la infancia no he dejado de admirar las proezas de estos deportistas y, desde mi posición de espectador, he celebrado con ellos sus éxitos y también he sufrido con algunos sus desilusiones o sus « pájaras» . Mi afición me ha llevado con los años a subir el Alto de L’Angliru o rodar en los Lagos de Covadonga, nunca en bicicleta, pero sí acompañando a los esforzados ciclistas de la Vuelta a España. Tengo que reconocer que, desde dentro, la competición ciclista es aún más fascinante de lo que yo había imaginado. Un fabuloso espectáculo que conservo en el mismo cajón de mi memoria, en la que guardo recuerdos de Pedro Delgado o Miguel Indurain, a los que, entre otros, he tenido la enorme suerte de conocer. Mis diferentes responsabilidades en los últimos años, como ministro de Educación y Cultura, y responsable del deporte español, me han dado la ocasión de tratar a algunos de estos grandes hombres, que me recrearon con sus proezas en otros años. Me ha permitido escuchar las anécdotas de algunas de estas grandes ley endas del ciclismo. Historias que, en detalles, se asemejan a las deliciosamente narradas en los veinte cuentos de esta recopilación. Las crónicas periodísticas nos recrean los avatares de la alta competición, pero en el tintero quedan numerosas anécdotas y vivencias que, reales o noveladas, surgen alrededor del mundo de la bicicleta, de profesionales o de gente anónima, y que, por fortuna para los que compartimos esta afición, han sido recogidas en esta edición de la mano de veinte magníficas plumas. Las dudas de los que se inician en este campo, el ímprobo esfuerzo físico de los corredores o sus vivencias encima de una bicicleta, descritas por estos excepcionales narradores, han dado como fruto los espléndidos relatos compilados en esta antología. Poco importa si sus protagonistas existen o no en la realidad, si son de la Grecia clásica o del nuevo milenio.


En todos ellos, los que disfrutamos con el ciclismo encontramos algo que nos es muy cercano. Walter Benjamin dijo que « en los relatos excelentes hay siempre —abierta o secretamente— algo que podemos utilizar en nuestra vida» . No me cabe duda de que este libro de relatos hará disfrutar a todos los amantes de este fantástico deporte, a los que pocas obras de este tipo se habían dedicado antes. Proy ectos como estos son, además, de enorme importancia por la impagable labor que hacen en la promoción del ciclismo en concreto, pero también del deporte en el más amplio sentido de la palabra. Después de los años gloriosos que nos han dado los corredores españoles, en los que hemos podido vivir la esencia del ciclismo en directo, en imágenes, con nombres y apellidos, bien está que ahora, a través de la palabra, del relato, disfrutemos de un deporte tan apasionante, pero al mismo tiempo tan esforzado y en ocasiones inseguro como es el ciclismo. Un deporte no siempre reconocido y al que, muchas veces, no se ha valorado en su justa medida. La dureza, el esfuerzo físico que realizan los que lo practican y la necesidad de dotarlo de una mayor seguridad debe ser siempre recordada. No debemos olvidar a Manolo Sanroma o a sus compañeros Espinosa y Morales, del equipo Fuenlabrada, que se quedaron en el camino cuando intentaba alcanzar un sueño. A ellos y a todos los que siguen aupados en la bicicleta van dedicadas estas historias. A todos los que suben una montaña con el esfuerzo marcado en el rostro, a los que se lanzan montaña abajo desafiando a todos y a sí mismos, a los que sudan los últimos metros en un sprint, a los que viajan en el pelotón, a los que empiezan y, en definitiva, a todos los que amamos este deporte. MARIANO RAJOY BREY Entre simas y cimas La vida, la vraie vie, consiste en consumirse cada cual en sus pasiones, sin confundirlas con los vicios. Algunos escritores de este libro tienen al menos dos, el ciclismo y la escritura. Otros se han enganchado por lo que tiene de épico, e incluso de ridículo, para escribir acerca del equilibrio de ser humano sobre dos ruedas. Porque igual ese es el primer descubrimiento: dado lo difícil que se hace mantener el equilibrio a pie, quizá sea mejor intentarlo sobre las dos ruedas. Para empezar cambia el punto de fuga: se huye hacia delante, y también la gravedad. No podía acabar este siglo, de la socialización del velocípedo, sin una silva de cuentos como estos, aunque solo sea para abrochar aquello que empezó el genio de Alfred Jarry. Justo el mismo año en que se corría el primer Tour de Francia, 1903, publicó su famosa La pasión considerada como una carrera ciclista, donde Jesucristo se caía constantemente antes de llegar al Calvario. El inventor de la Patafísica se hizo con una bici Clément Luxe, que nunca pagó, y a los 33 años también, cayó él víctima de las drogas y el alcohol. Mal ciclista. Los autores de este libro, excepto algún insolente, ya han rebasado ampliamente esa edad crucial y cuentan con la literatura para recuperar la infancia y enhebrar lo que pudo haber sido, además de lo que fue. Cualquiera que haya ayudado, desde su casa, a Indurain a subir el Mortirolo sabe un poco de esta épica del ciclismo, que nos tiene en vilo todos los veranos y, nada menos que en los Campos Elíseos, nos hace soñar con la meta ilusoria. Lo difícil, como dice Arreola, es hacer valer luego la mínima ventaja. Mientras todo se mueva en terreno resbaladizo; en tanto aparezcan esos vertiginosos precipicios a ambos lados de la calzada, con tal de mantener mínimamente el equilibrio para seguir leyendo, podemos darnos por satisfechos. Que La Grand Boucle nos proteja, y que sigan girando nuestros bujes mientras perseguimos denodadamente la vrai vie, sorteando las simas donde acechan las víboras. Loado en las alturas «El Águila de Toledo».

Bendito el que viene en nombre de Indurain. Luis Martínez de Mingo. Mayo del 2000 Coordinador de la antología Homenaje Mariano Antolín Rato Hace menos tiempo del que me parece aprendí algo importante de un ciclista profesional. Se llamaba Federico Jiménez y solía llegar el último, o de los últimos, en casi todas las carreras; y sobre todo en las grandes vueltas por etapas. Muy pocas veces se retiraba. Posteriormente quedó completamente olvidado, o eso creí y o durante años. Supe de su existencia por la prensa. Un periodista y poeta amigo, Pablo Calvo, lo mencionaba en uno de los artículos que publicaba en las páginas dedicadas al Tour de Francia de aquel verano. Calvo no se ocupaba de los campeones, los que daban espectáculo. De hecho, sus artículos ni siquiera trataban de cuestiones estrictamente deportivas, sino de lo que en su periódico llamaban los aspectos humanos del ciclismo, según él mismo me diría. En aquella ocasión escribía sobre el último de la clasificación general; y sobre el último de todos, no solo de los españoles. Federico Jiménez llevaba ocupando ese puesto desde la tercera etapa cuando un fuerte viento que soplaba de costado produjo abanicos y cortes importantes. Quedaron descolgados algunos ciclistas, contaba Calvo en su artículo, y uno de ellos fue Jiménez. Estuvo a punto de llegar fuera de control. Nacido en La Mancha, añadía mi amigo poeta y colaborador ocasional en las páginas deportivas del diario en cuya sección cultural trabajaba, Jiménez nunca había ganado ninguna carrera importante, marchaba mal contrarreloj y no le iba mejor en las etapas llanas. Además, por mucho que su nombre recordara el de dos gloriosos escaladores, El Águila de Toledo y El Relojero de Ávila, tampoco destacaba especialmente cuando se empinaba la carretera. Supuse que sería un sacrificado gregario, pero me equivocaba. En la etapa reina, transmitida íntegramente por televisión, no se le vio desfondarse mientras tiraba del líder de su equipo en los primeros puertos puntuables. Y por un diario deportivo me enteré de que había estado a punto de llegar nuevamente fuera de control. Al parecer, en el último puerto, uno de los míticos y más duros, incluso perdió rueda del grupo de los velocistas y lanzadores que pasaban las etapas de montaña como podían en espera de las finales, de trazado menos duro, donde tendrían posibilidades de ganar al sprint. Días después hablé por teléfono con Calvo. Mi amigo no sabía mucho más de aquel ciclista, contestó al preguntarle yo por Federico Jiménez. En realidad, se le había ocurrido ocuparse del último de la carrera, y resultó que era él. Luego, Pablo Calvo se refirió a la extrañeza que siempre le producía que algunos corredores participaran en una prueba sabiendo de antemano que nunca podrían ganar. Hacían tantos esfuerzos como los primeros, los famosos, y sin embargo pasaban desapercibidos.

Algunos no tienen las cosas demasiado fáciles para ganarse la vida. Por cierto, continuó Calvo, a lo mejor yo no sabía que Jiménez se había visto implicado en una caída sin consecuencias de la etapa anterior. Y recordó a Alex Zulle, que no hacía mucho perdió una vuelta a España porque se cayó en el descenso de un puerto asturiano. También mencionó mi amigo a Ocaña entre risas maliciosas. Hay ciclistas importantes, dijo, que ni siquiera saben andar bien en bici. Colgó enseguida porque, devorado por la complejidad de las cosas, le estaba dando vueltas a un poema. Ya había ganado premios con otros. En el siguiente artículo, al hablar de intenso calor de la etapa pirenaica, se refirió a las cigarras que derraman sus penas al verano que también se iría. Poeta al fin. Entonces yo no era tan aficionado al ciclismo como ahora, cuando debería venir alguien y dar marcha atrás a mi reloj. Sí mucho más competitivo. Pretendía hacerlo todo con intensidad, como si fuera la última vez que lo hacía, y lo supiera al hacerlo. Poeta todavía inédito, estaba dispuesto a llevarme por delante a lo que se interpusiera entre mí y las ambiciones de ese yo empeñado en respirar el aire de las alturas. Jamás podría aceptar que mi lucha por correrme más cerca del borde de la realidad quedara integrada en un proceso general del que todos participaban y del que yo no era sino un elemento más. Si pasaba eso, si como aquel ciclista, Federico Jiménez, nunca conseguía ocupar los puestos de cabeza y me veía obligado a desempeñar un papel muy secundario, se originaría un cataclismo de dimensiones cósmicas. La propia expansión del universo quedaría afectada, sin duda, reflejando así la magnitud de mi fallido intento. Ni más ni menos. Algunos de los ratos que aquel mes de julio me dejaba libre semejante empresa titánica —es decir, casi todos—, los dediqué a seguir el Tour por la prensa, la tele, y menos por la radio. Nadie, tampoco Pablo Calvo, empeñado en su cruzada tan mal vista en favor de establecer dos clasificaciones, la de los que no usaban productos para mejorar su rendimiento y la de quienes recurrían al doping, volvió a mencionar a Federico Jiménez. Lo único que pude saber de él era que continuaba el último de la general, aunque al terminar el Tour su nombre ni siquiera aparecía detrás del número del puesto que ocupaba con el añadido de « y último» . En las etapas finales, imaginé, había arañado, por lo que fuera, algo de tiempo y, en la clasificación definitiva, debajo de « F. Jiménez» venían otros dos ciclistas. No quedaría, pues, en el recuerdo de los aficionados como último clasificado de la vuelta ciclista de Francia de aquel año. Hasta ese mínimo honor se le negaba. Una noche del invierno siguiente Calvo me invitó a cenar.

Un libro de poemas suy o acababa de ganar un premio. A juzgar por la chaqueta y la corbata que llevaba puestas parecía que, si no existiera el mal gusto, no tendría gusto, decidí y o volviendo a preguntarle por Federico Jiménez. También había ocupado los últimos puestos de dos vueltas de una semana del mes de septiembre. Seguía sin entender que hubiera alguien capaz de conformarse con un destino tan ingrato, insistí y o. ¿Qué sentía un ser humano al saber que el agujero del anonimato iba a ser su residencia permanente? ¿Cómo no se rebelaba, retirándose, por ejemplo?, fueron algunas preguntas que hice, o me hice. Todos perdemos, dijo más o menos Pablo Calvo. Se trataba de mantener la calma incluso cuando semejante idea se vuelve insoportable. Porque ningún consuelo, de nadie, vale. Las cosas son así, y peor hubiera sido nacer en Etiopía. Ya me enteraría yo que también iba dejando de ser joven y perdía esa habilidad especial que uno tiene en la adolescencia para imaginar que el final del mundo debía acompañar al propio descontento por cómo eran las cosas del mundo. En cualquier caso, continuó mi amigo, aquel ciclista no merecía tanto interés. Estaba seguro de que sus respuestas a las cuestiones que y o planteaba serían, o se parecerían mucho a: Soy un profesional, el ciclismo es una rueda que gira y siempre hay uno más fuerte que los demás. Los corredores hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos. No sé, Pablo, dije y o. ¿Qué no sabes? —preguntó él—. No sé, Pablo. Ten en cuenta, prosiguió él, que las cosas nunca son lo que parecen, pero tampoco son de otra manera. Ganar es mejor que perder, claro, pero el objetivo es correr. Perder no es lo peor. Retirarse, muchas veces, sí. Después, Pablo Calvo afirmó que los últimos clasificados en las grandes carreras también tienen su lugar en la historia del ciclismo. Casi al comienzo de todo estaba la gesta de un tal Marangoni. Durante el Giro de 1913 llegó el último a la meta de Milán, después de una etapa en la que la lluvia produjo inundaciones y cortó la carretera en varios puntos. Ya eran más de las doce de la noche, y tuvo que recorrer varios hoteles en busca de los comisarios de la carrera que al final accedieron a incluirlo en la clasificación. Otro último famoso, o última porque era mujer, recordaba Calvo, se llamaba Alfonsina Strada.

En el Giro de 1923 terminó a más de doce horas del ganador. En el pasado Tour, el primero no le había sacado tanto tiempo a Federico Jiménez —alrededor de las cuatro horas, calculaba mi amigo—, por lo que no establecería un récord. Y ni siquiera pasaría a la historia como último clasificado de aquella vuelta. Terminada la temporada, quizá nunca se volviera a oír de él, ¿por qué mi empeño en recordarlo? No fui capaz de explicar lo que para mí significaba aquel corredor. En primer lugar, no lo sabía, por mucho que me inquietase su mera existencia. Y, además, Pablo Calvo no me escuchaba porque de su boca de ogro de cuento infantil salían anécdotas de perdedores famosos. Robert Millar, por ejemplo, que debido a un error táctico del director deportivo de su equipo se quedó sin una Vuelta Ciclista a España que tenía prácticamente ganada. Fue una que ganó Perico Delgado en la escapada de la etapa con final en Destilerías DYC, continuaba Calvo, tomando su segundo whisky de después de la cena. Pero mientras se pasaba la mano por la barba, enseguida estaba hablando del asunto que más le interesaba: él mismo. Varios poemas suy os figuraban en una antología que, a su juicio, no incluía a quienes debiera. Sometió luego a una dura crítica el proceso de selección empleado, y yo lo envidiaba. De haberme atrevido a expresar unas opiniones parecidas, cualquiera que me oyese consideraría mis palabras fruto del resentimiento, porque, claro, mi nombre ni siquiera brillaba por su ausencia en las páginas de aquel tomo dedicado a la poesía española más reciente. Años después, cuando mis poemas ya figuraban en algunas antologías —no en todas las importantes, ni mucho menos—, y de mi vida se podría decir cualquier cosa excepto que fuera bien, di una lectura de poemas en una ciudad de La Mancha de cuyo nombre me acuerdo perfectamente. En el centro cultural donde y o intervenía —con otros poetas locales, y también de segunda fila—, un cartel anunciaba un homenaje a Federico Jiménez. Tendría lugar hora y media después, y en la misma sala del recital. Durante el acto impondrían al ciclista retirado la insignia de honor de la peña local que llevaba su nombre. Terminó la lectura de poemas, tan anodina como casi todas, y conseguí librarme de los organizadores. Volví a entrar. Y allí tenía al hombre que durante parte de un verano, cuando yo todavía ignoraba los límites y las condiciones en que se juega la partida de la vida con el destino, representó para mí la confluencia de los senderos mentales que llevan al fracaso. Ajeno, claro está, a que finalmente y o había tenido que aceptar que para cualquier historia de hoy solo puede haber comienzos malos, Federico Jiménez estaba de pie con un grupo de rezagados. El breve acto había finalizado y lo rodeaban tres o cuatro hombres de cuy a existencia autónoma, aparte de la estadística, la que tienen los sujetos considerados en un sondeo, nunca había sospechado. Al acercarme me miraron como a un curioso ejemplar procedente del espacio exterior, de otra ciudad, de otro ambiente, de una dimensión sin ningún contacto con el mundo de momentos repetidos donde ellos, como todos, iban arrastrando la nada de sus vidas. El ciclismo solo tiene sonido en directo, estaba diciendo uno de ellos. En la televisión se pierde el roce de los tubulares contra el asfalto, el chasquido de las cadenas, la estridencia de los frenazos del grupo. Los altavoces y las motos.

Federico Jiménez, más grueso que en la foto de los periódicos donde apareció con los otros componentes de su equipo, primero en París de aquel Tour, lo miraba sin ninguna expresión, a menos que la falta de expresión sea una expresión. Se volvió hacia mí y no era precisamente el bello Cipollini. Al fin le conozco personalmente, le acababa de decir y o. Añadí algo más sobre el placer que eso suponía después de tantos años. Había seguido su carrera con atención, continué más o menos, en especial aquel Tour que ganó su equipo. Pues no entiendo por qué, dijo él, y sus palabras surgieron como si llevaran mucho tiempo prisioneras en su boca. Dio un paso atrás. También a mí me hubiera costado sentirme cómodo con una persona como yo. Por fuera parecía segura de sí misma y, sin embargo, era de una fragilidad extrema después de años de falta de atención hacia sus intentos por dominar las artes del abismo que se elevaba y hundía prohibiéndole (prohibiéndome, la verdad) alcanzar el borde del otro lado donde habitaría segura. Federico Jiménez clavó sus ojos en mí y tuve la impresión de que al nacer se había quedado perplejo ante la complejidad del mundo y su mirada lo seguía reflejando. Estos amigos todavía se acuerdan de mí, continuó enseguida, abarcando con un torpe gesto muy tenso a los que tenía allí cerca. Pero usted no es de aquí. Y en aquel Tour, como casi siempre, terminé en uno de los últimos puestos. Precisamente por eso mismo, estuve a punto de decir y o. Me contuve, y no solo porque, si el tiempo es lo que evita que todo ocurra a la vez, no funcionaba muy bien en aquel momento y aparecían juntos acontecimientos que yo sabía muy separados. Además, la intensa mirada de Federico Jiménez me envolvía como una red cuando, después de preguntarle imprudentemente por qué creía que nunca había ganado, dijo: Sería el peor de todos. Pero he sido ciclista. Al día siguiente un periódico local dio noticia de los dos actos celebrados en el centro cultural

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