debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Cuando el destino nos encuentre – Pat Casala

Bilbao, 1 de octubre de 1881 La alcoba me parece demasiado llena de personas. Necesito estar sola, encontrar la paz requerida para enfrentarme a la situación, despojarme del dolor, de la ansiedad, de la angustia y caminar hacia mi destino con la capacidad de aislarme de la realidad, de aparcar mis sentimientos en algún lugar apartado para no llagar todavía más mi alma. Madre se acerca para colocarme el velo. Blanco, puro, largo, sedoso… No puedo aguantar su mirada a través del espejo, las lágrimas que caen impunes por sus mejillas mostrando la tristeza insondable de sus preciosas pupilas azuladas, iguales a las mías. —Prefiero vivir en la miseria —insiste como lleva semanas haciéndolo —. Todavía estás a tiempo de detener esta locura. —Voy a hacerlo, madre. —Le dedico una mirada decidida—. Diego cumplirá sus amenazas si me echo atrás. —Pero… —Se le quiebra la voz. Mi hermana corre a abrazarla cuando las lágrimas se convierten en un torrente incesante. La estrecha susurrándole palabras tiernas al oído. —Dejadme sola unos minutos —solicito mirando a mi hermana—. Llévate a madre. —Eres una mujer valiente, Eugenia. —ella me dirige una triste sonrisa —. Me tendrás para siempre a tu lado. —Lo sé. —Asiento tragándome mis lágrimas—. Sácala de aquí. Escucho la puerta cerrarse tras ellas y dejo salir la rabia, el dolor, la impotencia. Pateo el suelo, aprieto los puños contra la tela del vestido blanco e impoluto. Y me desgarro una vez más mientras busco la fuerza para continuar adelante. Me toco la gargantilla de perlas con un enorme diamante en forma de lágrima que me aprisiona el cuello. Siento como el vestido me ahoga, como mi cuerpo está a punto de desfallecer al pensar en la noche.


Pero no puedo venirme abajo ahora. No voy a dejar a mi hermana y a madre desprotegidas, vencidas, en la calle. Debo casarme con él. He pensado varias veces en acabar con mi vida, en darle un final antes de que Diego me profane. Prefiero la muerte a ser suya. Sin embargo,, no puedo hacerlo, madre y Cristina dependen de mí, de que me case con un hombre despreciable, de que le entregue mi cuerpo y le permita desflorarme con la agresividad característica en Diego Urzúa. Si no le hubiera conocido, si nunca se hubiera prendado de mí… Hasta hace nueve meses era una joven feliz, con una maravillosa vida por delante. A mis diecisiete años todavía estaba instruyéndome gracias a los tutores que mi padre contrataba para Cristina y para mí, esperando a mi príncipe azul con la ilusión de casarme algún día por amor. Sin embargo, ahora el espejo de cuerpo entero me devuelve una imagen demasiado dura para mirarla sin perder la dignidad. Observo mi vestido de blanco y siento como ese traje me oprime y me quita el aire, la determinación, la capacidad de sonreír. No estoy preparada para dejarme pisotear por alguien que solo ha conseguido sus deseos a base de chantajes, asesinatos y extorsiones. Pero no me queda otra opción. Me permito un segundo de tristeza antes de ocultar el dolor en un lugar apartado de mi alma. Si quiero sobrevivir al futuro debo convertirme en una persona fría y exenta de sentimientos. Unos golpes suaves en la puerta preceden la entrada de madre acompañada de don Iker, el padre de Diego, un hombre de complexión física muy parecida a la de su hijo y un carácter recio. Madre le mira con mucho respeto antes de dar un paso atrás para permitirle que llegue hasta mí. —Es la hora —comenta mi futuro suegro doblando el brazo para ofrecérmelo. Asiento con un nudo en la garganta, me bajo el velo para ocultar los ojos húmedos y me obligo a dominarme para no estallar en un llanto ansioso mientras me cuelgo del brazo de don Iker y empiezo a andar siguiendo a mi madre. —Lléveme al altar. Cada paso hacia la iglesia es más doloroso. Siento como si las cadenas que en unos minutos me aprisionarán estuvieran cercándome los tobillos con grilletes. Al llegar a la entrada nos detenemos. Cuando las puertas se abren y empezamos a andar hacia el altar mis ojos repasan con angustia a Diego. Me dobla la edad, pero conserva un porte distinguido. Es guapo, moreno, con unos ojos marrones que solo muestran su oscuridad interior, un cuerpo vigoroso, un bigote a la moda y unos rasgos endurecidos por la negrura que anida en su corazón.

Suena la marcha nupcial de Mendelssohn. Toda la gente congregada en la iglesia está de pie, mirándome. Suerte del velo porque oculta el terror que se niega a apartarse de mi expresión, como si por mucho empeño que ponga en apagar mis emociones fuera incapaz de encontrar la forma de hacerlo. Apenas escucho las palabras del cura al llegar frente a Diego. Siento sus manos frías en las mías y el asco ocupa cada resquicio de mi cuerpo. El asco y el pánico. No tengo demasiada idea de cómo será esta noche, pero imagino una agresión a mi cuerpo, a mi alma, a mi corazón. Madre apenas ha querido hablarme de mis obligaciones como esposa. Y no sé a qué atenerme. Mientras el cura pronuncia los votos matrimoniales siento frialdad, como si las cadenas ya me rodearan el cuerpo y no pudiera deshacerme de ellas. Pronuncio el sí quiero temblando, la voz casi no me sale entera, está atascada en las cuerdas vocales, llena de ansiedad, muerta en vida. El anillo se desliza por mi dedo acompañado por sus manos. Solo deseo darme la vuelta y salir corriendo, escapar, encontrar la forma de desaparecer porque ahora me doy cuenta del destino funesto que me espera. Esa sonrisa libidinosa de Diego, el brillo letal de sus ojos, la voz dura que pronuncia el sí quiero. Aprieto los labios con fuerza para evitar los sollozos y me obligo a ponerle la sortija que me condenará para siempre a ser suya. Mis dedos tiemblan, es como si se negaran a cerrar este trato con el diablo, como si quisieran dilatarlo en el tiempo. Cuando el cura nos declara marido y mujer y Diego me levanta el velo las lágrimas dejan un reguero de dolor por mis mejillas pálidas. Los invitados las interpretan como la emoción de la novia, pero madre y Cristina son capaces de atravesar mi coraza y lloran conmigo al descubrir la devastación en mi mirada. —Estás preciosa —susurra Diego dándome la mano. —Gracias. No sé qué más decir porque si me dejara llevar por mi corazón le gritaría las verdades a la cara, le vilipendiaría, le degradaría con palabras malsonantes y me arrancaría los brillantes con los que ha cubierto mi cuerpo para devolvérselos. Pero me limito a tensar una sonrisa y decirle ese simple gracias. Por suerte, los invitados se acercan a darnos la enhorabuena, evitando la necesidad de iniciar una conversación con Diego. Durante los minutos siguientes siento como si mi cuerpo no me perteneciera y alguien ajeno se ocupara de hacer los gestos automáticos para quedar bien con las personas que me rodean, como si estuviera bien. Sin embargo, no lo estoy.

Me duele el alma, estoy aterrada y casi no me aguanto en pie. Diego se percata de mi estado, por eso me agarra por la cintura y aguanta mi cuerpo lleno de temblores. El tacto de su brazo me llena de ansiedad. Es un contacto cálido y doloroso. Un contacto que invade mi intimidad. Necesito salir de la iglesia, respirar, correr, desaparecer. Me cuesta mantener una sonrisa falsa, aparentar una felicidad que no siento, hacer el paripé. Por suerte, tengo a Cristina y a madre a mi lado, apoyándome, aunque ellas están llenas de angustia y apenas logran contenerla. —Estoy deseando quitarte ese vestido —me susurra Diego al oído al salir de la iglesia, sin soltarme la cintura—. Llevo esperando este momento desde que te vi por primera vez. Su voz es un atentado contra mi serenidad. La siento invadir mi oído, apoderarse de mi interior y llenarlo con una angustiosa sensación de estar al borde del abismo. No contesto. Me limito a seguirlo al exterior, a caminar a su lado hacia su casa, donde sus padres han preparado un banquete para agasajar a los invitados sin reparar en gastos. Las horas siguientes solo son una larga y dolorosa agonía. Diego aprovecha cualquier instante para deslizar su mano por mi cuerpo, para tocarme los pechos con un roce distraído, para mirarme con una lascivia que me hace temer lo peor. —Voy a llevarme a la novia un momento. —Madre se acerca a mí al terminar la cena—. Necesita los últimos consejos maternos antes de la noche de bodas. Solo me lleva aparte cuando Diego asiente con una sonrisa conciliadora. Caminamos hacia el baño en silencio. Escucho su respiración acelerada, observo sus lágrimas calladas y me rompo. Llevo demasiados días rompiéndome una y otra vez, recomponiendo las piezas rotas de mi interior para conseguir fortalecerme lo suficiente para afrontar la situación. Y sé que en unas horas me llenaré de grietas demasiado profundas para remendarlas con facilidad. —Eugenia… —La voz apagada de madre empieza a brotar al encerrarnos en el baño—.

Debo hablarte de esta noche. Aprieto los músculos para obligarme a no mostrar mi ansiedad. —¿Me va a hacer daño? —pregunto ocultando como puedo el miedo—. Madre, dígame la verdad. Escuché a las muchachas de su casa hablar de la agresividad de Diego. —Los deberes conyugales no son difíciles de cumplir. —Le tiembla la voz—. Permite que Diego se alivie contigo. Ponte la combinación que compramos, estírate en la cama, deja que él actúe e intenta pensar en otra cosa hasta que salga de ti. Con su mujer no se atreverá a ser fiero. Tranquila. —Le haré caso, madre. —Asiento tragando saliva para bajar el nudo que me oprime la tráquea—. Buscaré un tema en el que distraer la mente mientras se alivia. No acabo de estar segura de cuál es el tipo de alivio del que hablamos. La combinación para la noche de boda es demasiado transparente, demasiado corta, demasiado liviana para sentirme a salvo. Pero madre no parece dispuesta a hablar más del tema porque ya ha abierto la puerta para caminar de vuelta al comedor. Antes de entrar me abraza con fuerza, estrechándome entre sus brazos. Le devuelvo el gesto sin deshacerme del terror que me invade sin piedad. Cuanto más se acerca de mi noche de bodas más aterrada estoy. Cristina es tres años mayor que yo. Hace un par de días la interrogué acerca de lo que sucede entre los matrimonios en las alcobas por las noches, pero ella apenas tiene conocimiento de ese tema. O como mínimo es lo que me dijo. Al entrar en el salón la mirada de Diego me recorre sin pudor. Está de pie en la mesa, junto a sus padres, despidiéndose.

Aprieto los labios y los puños al sentirme intimidada por esos ojos que no cesan en su intención de mostrar depravación. —¡Un brindis por la señora de Urzúa! —Levanta la copa pasándose la punta de la lengua por el labio superior—. ¡Mi mujer! Ese posesivo ha sonado demasiado intenso, como si reivindicara la necesidad de explicarme que mi vida ya no me pertenece. Obligo a mis labios a sonreír, aunque no logro deshacerme de la tensión. Inclino un poco la cabeza para mostrar aceptación, pero por dentro me rebelo contra la sensación de estar encadenada de por vida a alguien como Diego. Los minutos siguientes se llenan de despedidas. Mi marido exige su premio, su noche de bodas, mi entrega absoluta. Y no sé si estoy preparada para despojarme de la infancia entre sus brazos, de dejarle deshonrarme. Nuestra alcoba está en el primer piso, en un ala bastante apartada del comedor, alejada de los ruidos e insonorizada. —Ha llegado la hora de saborearte. —Diego me agarra por la cintura para llevarme hacia las escaleras—. Me he pasado el banquete contando los minutos para subir y tenerte para mí solo. No quiero compartirte ni un segundo más. Su tono de voz tiene un toque de perversión, como si me estuviera preparando para una agresión a mi serenidad. Eso es lo que siento al mirarle y descubrir la expresión pervertida de su cara. Trago saliva, hincho los pulmones e intento no resollar. Pero la respiración se descontrola cuando su mano baja de la cintura a las nalgas, apretándolas con demasiada fuerza. —Me haces daño —digo en tono muy bajo. —Tienes muy poco aguante. —Una vez llegamos al pasillo me empotra contra la pared, bloqueándome con su cuerpo—. Vamos a encontrar la manera de cambiar eso para que aprendas a satisfacerme. Ahora eres mi mujer. Siento sus labios invadiendo los míos y mi estómago se contrae. Su lengua irrumpe dentro de mi boca, se mueve, la recorre y busca la complicidad de la mía. Soy incapaz de corresponderle, varias arcadas me suben hacia la garganta y me cuesta demasiado impedir que se dé cuenta.

Sus manos saquean mi cuerpo con una fiereza desmedida. Suben por los costados, llegan a los pechos y se separa un poco para amasarlos sin dejar de besarme. No puedo seguir con esto. Quiero detenerle, necesito escapar de aquí, impedirle que siga tocándome, besándome, apretándome con su cuerpo. En el vientre noto algo duro apoyado contra él. Empiezo a resollar al ritmo de las primeras lágrimas. Su beso sube de exigencia. Con la lengua intenta convencer a la mía para seguir en ese baile asqueroso que solo me produce náuseas. Y no le permito conseguir sus deseos ni le doy lo que quiere. Respiro demasiado fuerte, mi estómago se agita, los músculos se tensionan convirtiendo mi interior en un polvorín a punto de explotar. Le coloco la manos sobre el pecho para apartarlo con la necesidad imperiosa de encontrar una brizna de aire para mis pulmones, de quitar sus manos de mi piel, de dejar de sentir esa dureza sobre mi vientre. Pero Diego no cede. Levanta una mano para crispar sus dedos en mi nuca, intensificando los lametazos dentro de mi boca, exigiéndome mi entrega. Me hace daño. Sus dedos aprietan con tanta fuerza que gimo de dolor. Pensar en seguir adelante con este perverso juego me hace desear la muerte. Un llanto ansioso se apodera de mis ojos. Las lágrimas mojan cada pequeño espacio de mi cara y los sollozos se amortiguan dentro de su boca. Se escuchan unas voces acercándose. Diego se separa de mí con brusquedad, me agarra de la cintura y empieza a caminar para alejarse al máximo de aquí. Tiemblo. Cada pequeña fibra de mi cuerpo es presa de temblores descontrolados. Las lágrimas siguen manando de mis ojos y los espasmos de los sollozos se ocupan de incrementar la sensación de pánico y desazón. —Deja de gimotear —ordena clavándome los dedos en la cintura—. Eres mi esposa y vas a darme placer.

Es tu obligación. Asiento buscando fuerzas para controlarme. Necesito evadirme a algún lugar donde esté a salvo, alejarme con la mente de esta realidad o empezaré a chillar, a patalear, a fundirme en la nada. Llegamos a la habitación. Una oleada de terror me sacude cuando cierra la puerta con llave, me conduce frente a la cama y se separa hacia atrás mirándome con esa expresión tórrida de antes. Parece un cazador ante su presa. —Desnúdate. —Sus ojos me repasan desde una corta distancia mientras se pasa la lengua por el labio superior—. Enséñame tu cuerpo. Esos gestos, la perversidad en su mirada, su posición… Es como si fuera a saltar sobre mí. No me muevo. Soy incapaz de hacerlo. El llanto me sacude con temblores y lágrimas. Me abrazo el cuerpo aterrorizada, sin ser capaz de resistirme a la sensación de que estoy a punto de perderme en un lugar inhóspito. —¡Te he dicho que te desnudes! —Su tono sube de intensidad. Se vuelve duro, casi mancilla mi piel al alcanzarme. Sin perder los temblores bajo los brazos para dirigirlos hacia los cierres de la espalda. Soy incapaz acallar los sollozos ansiosos que emiten mis cuerdas vocales. Llego al primer cierre y me cuesta muchísimo desabrocharlo. Se me escurre entre los dedos demasiado trémulos para acatar la tarea con serenidad. La impaciencia se revela en el rostro de mi marido. Suelta un soplido, da dos pasos hacia mí, me agarra con fuerza de la cintura y me obliga a darme la vuelta. —Deja, ya lo hago yo. —Me habla pegado a la oreja, con un susurro cargado de una fiereza que me hiela la sangre. Mientras sus dedos se deshacen de los cierres me acaricia el cuello con la lengua produciéndome una sacudida de inquietud.

En algunos momentos me clava los dientes en la piel, pellizcándola. Cuando eso sucede suelto un pequeño grito y doy un salto, estremeciéndome de dolor y miedo. —Eres mía —susurra bajando la boca hacia la espalda que ha quedado al descubierto tras desabotonar el vestido—. No puedes impedirme tocarte o hacer lo que quiera con tu cuerpo. Me pertenece. Esa última frase suena a amenaza y me produce un escalofrío por la maldad que esconde. Me quita el vestido sin ninguna suavidad, lo deja caer al suelo, me agarra y me pone cara a él. —Ahora termina de desudarte. —Da un paso atrás—. Me gusta mirar. Lo hago sin dejar de sentir cómo me rompo. Deslizo las prendas por mi cuerpo trémulo, ante la expectante mirada de mi marido, un hombre que me paraliza de miedo, como si su mera esencia fuera capaz de destrozarme. Al quedarme completamente desnuda me abrazo el cuerpo intentando ocultar mis virtudes. Siento sus ojos lascivos invadir mi piel, desearla con una intensidad demasiado perversa. —Déjame verte. —Se acerca, me agarra los brazos y los desliza a los lados—. Eres perfecta, tal como esperaba. Me agarra del pelo, tira mi cabeza hacia atrás y arremete contra mi cuello mordisqueándolo mientras aprieta su cuerpo contra el mío. Los tirones son fuertes, me hace daño con los dientes y con la mano. Y siento esa cosa dura en mi vientre. Palpita como si fuera una amenaza para mi cuerpo. Baja los labios hasta uno de mis pechos y lo muerde con tanta fuerza que empiezo a gritar. Se separa con brusquedad, levanta el brazo derecho sobre la cabeza y lo baja asestándome una bofetada tan fuerte que me zarandea dejándome un pitido en el oído izquierdo. —No vuelvas a gritar —me espeta sin perder el brillo siniestro en sus ojos—. Eres mi mujer, me debes obediencia y tu cuerpo está en el trato.

Es mío. —Se acerca otra vez, me agarra los dos pechos con las manos y los estruja haciéndome llorar—. Puedo hacer lo que quiera con él. Y vas a satisfacer todos y cada uno de mis depravados deseos. Depravados deseos… Me trago los gritos, las lágrimas, el horror. Asisto en directo a cómo quiebra mi voluntad y se apodera de mucho más de lo que quiero ofrecerle. —Ahora desnúdame. —Me suelta retirándose un poco hacia atrás—. Lo has de hacer despacio, tocándome la piel y lamiéndola. Quiero sentirte en todas partes. Asiento reprimiendo un sollozo. A pesar de mis esfuerzos por controlar los espasmos nerviosos, mis manos van quitándole las prendas con demasiada ansiedad. Se me escapan algunos resuellos al sentir sus manos palpándome los pechos. Los amasan, los estrujan, los tocan con más agresividad de la normal, al son de sus gemidos. Cuando le despojo de la camisa veo su torso desnudo. Se le marcan los músculos fuertes y vigorosos. Son una clara advertencia a mis deseos de huir. —Pasea tu lengua por mi cuerpo. —Me suelta los pechos para colocar mis manos sobre su pectoral—. Bájala lentamente hasta quitarme el pantalón y los calzones. Al ver que no me muevo me agarra del pelo para acercarme la cara a su torso. El estómago se me contrae lanzando andanadas de ansiedad al resto de mis fibras nerviosas. Pero obedezco. Me da pánico no hacerlo. A medida que mi lengua y mis manos nerviosas palpan su piel descendiendo hacia la cinturilla del pantalón, sus gemidos invaden la habitación y sus dedos siguen en mi cabello, agarrándolo, estirándolo en algunos momentos.

—¡De rodillas! ¡Desnúdame de una vez! Le despojo de sus últimos ropajes arrodillándome, acompañada de sus gestos furiosos. Y veo su miembro vigoroso, grande, empitonado. Emito un gemido angustiado al observarlo. —¡Póntelo en la boca! —La orden de Diego me aterra—. Chúpalo. Como ve mi indecisión utiliza la mano que tiene en mi pelo para estirarlo con fuerza y obligarme a obedecer esos instintos macabros. Me lo introduce en la boca, tan adentro que mi garganta se queja. Tirándome del pelo me obliga a moverme adelante y atrás al son de sus gemidos de placer. Las lágrimas me llenan la cara. De repente me tira hacia atrás para dejarlo libre. —Levántate. Una vez estoy de pie me agarra por la cintura, me da la vuelta, me apoya en la cómoda y me arquea la espalda hacia delante, hasta que mi pecho queda estirado sobre la madera. —Y ahora, como te atrevas a gritar te parto el cuello. —Su tono de voz me agarrota el cuerpo disparando espasmos ansiosos. Un dolor palpitante me atraviesa cuando, ayudado de sus manos, me embiste, metiéndome su miembro en el cuerpo. Una de sus manos me agarra por el pelo otra vez, levantándome la cara y un poco el torso, lo suficiente para que su otra mano me toque los pechos. El dolor es lacerante. Sus movimientos de cadera son rudos, mi cuello se mueve demasiado, impulsado por los dedos crispados sobre mi pelo. Los pechos me arden. Y ese embiste entre mis piernas es una dolorosa intrusión a mi serenidad. Sentir cómo su miembro invade mis entrañas sin delicadeza, cómo las perfora, cómo me llena la fibras nerviosas de padecimiento, me quiebra. Es como si acabara de romper mi alma en pedazos, de pisotearla, de llenarla de una negrura imposible de clarear. Ahogo los gritos entre sollozos. De repente empieza a gemir cada vez con mayor intensidad y sus sacudidas cambian. Siento como si algo se esparciera por mi interior.

Rebaja la fuerza en el cabello y en los pechos y clava sus dientes en mi hombro, lacerándolo, apretando, dejándome una marca visible. Cuando deja de gemir sale de mí, me suelta y se va hacia la cama desnudo. —Eres más apetecible de lo que esperaba. —Se tumba en su sitio—. Mañana voy a enseñarte cómo darme más placer. Me deslizo hasta el suelo, me dejo caer, me desplomo. Apoyada en la cómoda me envuelvo el cuerpo con los brazos para apagar al máximo mis sollozos, las lágrimas, la sensación de estar devastada. Jamás voy a recuperar mi dignidad perdida esta noche. Jamás.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |