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Crescendo – Becca Fitzpatrick

A pesar de su fascinante relación con Patch y de haber sobrevivido a un intento de asesinato, la vida de Nora dista mucho de ser perfecta. Patch está empezando a alejarse y Nora no sabe si es por su bien o porque cada vez está más interesado en su archienemiga Marcie Millar. Además, una serie de imágenes sobre su padre la acosan de manera recurrente. A medida que Nora se sumerge en el misterio de su muerte, comienza a sospechar que su sangre nefilim puede estar relacionada con el asunto. Pero Patch no le da ninguna respuesta, por lo que ella decide investigar por su cuenta, arriesgándose hasta el límite. ¿Qué verdad se esconde detrás de la muerte de su padre? ¿Puede contar con Patch o éste le oculta secretos más oscuros de lo que ella imagina? Una novela de amor, intriga trepidante y ángeles diabólicamente seductores.


 

Las ramas del espino arañaban el cristal de la ventana delante de la cual Harrison Grey estaba sentado. Dobló la esquina de la página, incapaz por más tiempo de leer con aquel jaleo. Un vendaval de primavera había azotado la granja toda la noche, ululando, silbando y haciendo que los postigos golpearan repetidamente los listones de la fachada: ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam! Según el calendario era marzo, pero Harrison sabía que era una equivocación creer que la primavera estuviera a punto de llegar. Con aquella tormenta no le habría sorprendido encontrarse por la mañana con el campo blanco de escarcha. Para no oír el penetrante rugido del viento, Harrison pulsó el mando a distancia y puso el aria Ombra mai fu, de Bononcini. Luego añadió otro leño al fuego, y se preguntó, no por primera vez, si hubiese comprado la granja de haber sabido cuánto combustible hacía falta para calentar una habitación pequeña, y ya no digamos nueve. El teléfono sonó con estridencia. Harrison descolgó antes de que cesara el segundo timbrazo. Esperaba escuchar la voz de la mejor amiga de su hija, que tenía la molesta costumbre de llamar en el último instante, justo la noche antes de que terminara el plazo de entrega de los trabajos de clase. Oyó una respiración rápida y superficial antes de que una voz ahogara el ruido. —Tenemos que vernos. ¿Cuánto tardarás en llegar? La voz que escuchó, un fantasma del pasado, lo dejó helado. Hacía mucho que no la oía, y escucharla de nuevo sólo podía significar una cosa: que algo iba mal, terriblemente mal. Se dio cuenta de que el auricular que sostenía en la mano estaba resbaladizo de sudor y de que él se había puesto rígido. —Una hora —respondió categórico. Colgó despacio. Cerró los ojos y, de mala gana, retornó al pasado. Había habido una época, quince años antes, en que el timbre del teléfono lo dejaba petrificado y los segundos resonaban como tambores mientras esperaba oír la voz al otro extremo de la línea. Con el tiempo, a medida que un año tranquilo daba paso a otro, se fue convenciendo de que era un hombre que había dejado atrás los secretos de su pasado, un hombre con una vida normal, con una buena familia.


Un hombre sin nada que temer. En la cocina, de pie junto al fregadero, Harrison se sirvió un vaso de agua y se lo tomó. Fuera era noche cerrada, y desde la ventana su reflejo pálido le devolvió la mirada. Asintió con la cabeza, como para decirse que todo iría bien. Pero sus ojos lo contradecían. Se aflojó la corbata para aliviar la opresión que sentía y que parecía tensarle la piel. Tomó otro vaso de agua. Le costó tragar; era como si el líquido quisiera salir otra vez de su cuerpo. Dejó el vaso en el fregadero y cogió del mármol de la cocina las llaves del coche, preguntándose si debía cambiar de opinión. Harrison acercó el coche con cuidado al bordillo y apagó los faros. A oscuras, formando una nube de vapor con el aliento cada vez que exhalaba, recorrió la hilera de casas de ladrillo destartaladas de un sórdido barrio de Portland. Hacía años —quince para ser exactos— que no ponía un pie en aquel vecindario, así que y a no estaba seguro de encontrarse en el lugar correcto, porque no lo recordaba con exactitud. Abrió la guantera y sacó un pedazo de papel amarillento: « 1565 calle Monroe» . Estaba a punto de apearse del coche, pero el silencio de la calle le dio mala espina. De debajo del asiento sacó una Smith & Wesson cargada y se la puso en los riñones, bajo la cinturilla del pantalón. No había disparado un arma desde la época de la facultad y siempre que lo había hecho había sido en una galería de tiro. Lo único que tenía claro era que esperaba poder seguir diciendo lo mismo al cabo de una hora. Sus zapatos resonaban en la acera desierta, pero en lugar de prestar atención al taconeo prefirió concentrarse en las sombras que proyectaba la luna plateada. Arrebujándose en el abrigo, pasó por delante de los estrechos y sucios patios encajados entre las vallas metálicas de casas oscuras e inquietantemente silenciosas. Dos veces le pareció que lo seguían, pero cuando se volvió a mirar no vio a nadie. Entró en el número 1565 de la calle Monroe y rodeó la casa hacia la parte de atrás. Llamó una vez y vio una sombra que se movía detrás de las cortinas de encaje. La puerta crujió. —Soy yo —dijo Harrison sin levantar la voz. La puerta se abrió lo justo para que pasara.

—¿Te han seguido? —le preguntaron. —No. —Ella tiene problemas. A Harrison el corazón le dio un vuelco. —¿Qué clase de problemas? —Cuando cumpla dieciséis él vendrá a buscarla. Tienes que llevártela lejos, a un lugar donde nunca la encuentre. Harrison sacudió la cabeza. —No entiendo… Se interrumpió al ver la mirada amenazadora del otro. —Cuando hicimos este trato te dije que habría cosas que no entenderías. Los dieciséis años son una edad maldita en mi mundo. Esto es todo cuanto te hace falta saber —zanjó bruscamente su interlocutor. Los dos hombres se miraron, hasta que al final Harrison asintió con la cabeza sin demasiada convicción. —Tenéis que ocultar vuestro rastro —le dijo el otro—. Allá donde vayáis, tendréis que volver a empezar de cero. Nadie debe saber que sois de Maine. Nadie. Él nunca dejará de buscarla. ¿Lo entiendes? —Lo entiendo. —Pero ¿lo haría su mujer? ¿Lo haría Nora? A Harrison se le estaban acostumbrando los ojos a la oscuridad y notó con incredulidad que el hombre que tenía de pie frente a sí no parecía ni un día más viejo que en la facultad, cuando se habían conocido siendo compañeros de habitación y habían trabado amistad. ¿Sería un efecto óptico debido a la penumbra? Harrison estaba maravillado. Una cosa había cambiado, se dijo. Su amigo tenía una pequeña cicatriz en la base del cuello. Harrison miró más atentamente la marca y se estremeció. Era una quemadura en relieve, brillante, apenas del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. Tenía la forma de un puño cerrado.

Para su horror, se dio cuenta de que a su amigo lo habían… marcado… Como a una res. El otro notó lo que miraba y se puso a la defensiva, con los ojos duros. —Hay gente que quiere destruirme. Gente que quiere desmoralizarme y deshumanizarme. Con un amigo de confianza he fundado una sociedad. Cada vez hay más miembros iniciados. —Se quedó un momento callado, como si no supiera hasta dónde revelar. Luego concluy ó apresuradamente—: Organizamos la sociedad para protegernos, y yo le he jurado lealtad. Si me conoces tan bien como antes, sabes que haré lo que haga falta para proteger mis intereses. —Hizo una pausa y añadió, ausente—: Y mi futuro. —Te han marcado —le dijo Harrison. Esperaba que su amigo no notara la repulsión que sentía. El otro se limitó a mirarlo. Al cabo de un momento, Harrison asintió con la cabeza para indicar que lo comprendía aunque no lo aceptara. Cuanto menos supiera, mejor. Su amigo se lo había dejado claro suficientes veces. —¿Puedo hacer algo más? —Sólo mantenla a salvo. Harrison se ajustó las gafas y dijo torpemente: —Me parece que te alegrará saber que ha crecido fuerte y sana. Le pusimos Nor… —No quiero que me recuerden su nombre —lo interrumpió su amigo con acritud—. He hecho cuanto ha estado en mi mano para borrarla de mi mente. No quiero saber nada de ella. Quiero mantener mi mente libre de cualquier rastro suy o, así no tendré nada que darle a ese bastardo. —Le dio la espalda, y Harrison dedujo que la conversación había terminado. Se quedó allí de pie un momento, tentado de formularle un montón de preguntas, aunque sabía que nada bueno obtendría de presionarlo. Reprimió la necesidad que sentía de encontrarle sentido al oscuro mundo que su hija nada había hecho para merecer, y se marchó.

No había recorrido ni media calle cuando el sonido de un disparo rasgó la noche. Instintivamente, Harrison se agachó y miró a su alrededor. Su amigo. Dispararon otro tiro y, sin pensárselo dos veces, volvió a la casa corriendo a toda velocidad. Dio un empujón a la verja y atajó por un lado. Estaba a punto de doblar la última esquina cuando unas voces lo detuvieron. A pesar del frío, sudaba. El patio trasero estaba oscuro y avanzó centímetro a centímetro pegado a la tapia, poniendo cuidado en evitar las piedras sueltas que pudieran delatarlo, hasta que vio la puerta trasera. —Es tu última oportunidad —dijo una voz suave y tranquila que Harrison no reconoció. —Vete al infierno —escupió su amigo. Un tercer disparo. Su amigo gritó de dolor y el que disparaba vociferó: —¿Dónde está? Con el corazón martilleándole en el pecho, Harrison supo que tenía que hacer algo. Cinco segundos más y sería demasiado tarde. Deslizó la mano hacia los riñones y empuñó la pistola. Sosteniéndola con ambas manos para que no se le escapara, atravesó la puerta, y se acercó al pistolero moreno por la espalda. Harrison vio a su amigo que estaba frente al hombre, pero cuando los ojos de ambos se encontraron la expresión de su amigo fue de alarma. —¡Vete! Harrison oyó la orden tan fuerte como una campanada, y en el momento crey ó haber oído un grito. Pero como el pistolero no se dio la vuelta sorprendido, se dio cuenta desconcertado de que la voz de su amigo sólo había resonado en su cabeza. « No» , pensó Harrison como respuesta, negando en silencio; su lealtad era más fuerte que aquello que era incapaz de comprender. Con aquel hombre había pasado los mejores cuatro años de su vida. Él le había presentado a su mujer. No iba a dejarlo allí, a merced de un asesino. Harrison apretó el gatillo. Oyó el disparo ensordecedor y esperó que el pistolero se desplomara. Disparó de nuevo.

Y una vez más. El joven moreno se volvió despacio. Por primera vez en su vida, Harrison estaba verdaderamente asustado. Sintió miedo del muchacho que tenía de pie ante sí, pistola en mano. Un miedo de muerte. Temía lo que iba a sucederle a su familia. Notó cómo lo atravesaban los disparos. Un fuego abrasador pareció destrozarlo en mil pedazos. Cayó de rodillas. El borroso rostro de su mujer y luego el de su hija pasaron ante sus ojos. Abrió la boca para pronunciar sus nombres e intentó encontrar el modo de decirles lo mucho que las quería antes de que fuera demasiado tarde. El joven lo había agarrado y lo arrastraba por el camino de la parte trasera de la casa. Harrison notó que lo abandonaba la conciencia mientras intentaba sin éxito incorporarse. No podía fallarle a su hija. No habría nadie más para protegerla. El asesino moreno la encontraría y, si su amigo estaba en lo cierto, la mataría. —¿Quién eres? —le preguntó Harrison. Las palabras le quemaban en el pecho. Se agarró a la esperanza de estar a tiempo todavía. A lo mejor podría avisar a Nora desde el otro mundo… Un mundo que caía sobre él como un millar de plumas teñidas de negro. El joven miró brevemente a Harrison antes de que una leve sonrisa le cruzara el rostro duro como el hielo. —Te equivocas. Definitivamente, es demasiado tarde. Harrison miró un momento hacia arriba, asombrado de que su asesino le hubiera adivinado el pensamiento. No pudo evitar preguntarse cuántas veces se habría visto aquel muchacho en la misma situación y habría adivinado los últimos pensamientos de un moribundo.

Seguramente muchas. Como si quisiera demostrar la práctica que tenía, el muchacho le apuntó con la pistola sin dudarlo un instante y Harrison se encontró mirando el cañón del arma. El fogonazo fue lo último que vio. Capítulo Delphic Beach, Maine En la actualidad Patch estaba de pie a mi espalda, con las manos apoyadas en mis caderas y el cuerpo relajado. Medía casi un metro noventa y era delgado, de complexión tan atlética que ni siquiera los tejanos y la camiseta, demasiado anchos, lograban disimularlo. Tenía el pelo y los ojos más negros que el azabache y una sonrisa sensual que no auguraba otra cosa que problemas, pero y o me había convencido de que no todos los líos eran para mal. Los fuegos artificiales iluminaban el cielo nocturno, derramando un torrente de colores sobre el Atlántico. La multitud gritaba y jaleaba. Estábamos a finales de junio y Maine se preparaba para el verano celebrando el comienzo de dos meses de sol, arena y turistas con los bolsillos llenos. Yo daba la bienvenida a dos meses de sol, arena y un montón de tiempo que iba a pasar con Patch. Me había apuntado a un curso de química de la escuela de verano, pero tenía intención de monopolizar a Patch todo el tiempo restante. Los bomberos lanzaban los fuegos artificiales desde un muelle situado apenas a doscientos metros de la play a donde nos encontrábamos. La arena vibraba bajo mis pies con cada estallido. Las olas rompían en la playa, al pie de la colina, y una música de carnaval sonaba a todo volumen. El aire estaba saturado de aromas. Olía a algodón de azúcar, palomitas y carne chisporroteante. El estómago me recordó que no había comido nada desde el almuerzo. —Voy a por una hamburguesa con queso —le dije a Patch—. ¿Tú quieres algo? —Nada que esté en el menú. Sonreí. —¿Por qué flirteas conmigo, Patch? Me besó la coronilla. —Todavía no he empezado —dijo—. Voy yo a por tu hamburguesa con queso. Disfruta del final de los fuegos artificiales. Lo agarré por una presilla del cinturón.

—Gracias, pero voy y o a buscarla. No quiero sentirme culpable. Enarcó las cejas. —¿Cuándo fue la última vez que la chica del puesto de hamburguesas te dejó pagar? —le pregunté. —Hace bastante. —No te ha dejado pagar nunca. Quédate aquí. Si te ve me pasaré toda la noche con mala conciencia. Patch abrió la cartera y sacó un billete de veinte. —Déjale una buena propina. Esta vez fui yo la que enarcó las cejas. —¿Intentas hacer penitencia por todas las veces que te has llevado la comida gratis? —La última vez que pagué, me persiguió y me metió el dinero en el bolsillo. Intento evitar que me meta mano de nuevo. Sonaba a trola pero, conociendo a Patch, seguramente era cierto. Busqué el final de la larga cola que rodeaba el puesto de hamburguesas y lo encontré cerca de la entrada del tiovivo. Era tan larga que me pareció que tendría que esperar un cuarto de hora. Un solo puesto de hamburguesas en toda la play a era muy poco americano. Al cabo de unos minutos de paciente espera, estaba echando un vistazo alrededor tal vez por décima vez, aburrida, cuando vi a Marcie Millar a dos puestos de distancia, detrás de mí. Marcie y yo habíamos ido juntas al colegio desde el parvulario y, en los once años transcurridos desde entonces, la había conocido más de lo que estaba dispuesta a recordar. Por su culpa, todo el instituto había visto mi ropa interior varias veces. En primer ciclo de secundaria, la broma preferida de Marcie era robarme el sujetador de la taquilla del gimnasio y colgarlo en el tablón de anuncios que había fuera del despacho del director, aunque de vez en cuando tenía la inspiración de usarlo como centro de mesa en la cafetería, con las copas de la talla A llenas de budín de vainilla, coronadas por guindas confitadas. Una horterada. Marcie llevaba las faldas dos tallas demasiado pequeñas y quince centímetros demasiado cortas. Tenía el pelo rojizo y parecía un polo Popsicle: [1] si se ponía de lado prácticamente desaparecía. Si hubiese habido un marcador de nuestras respectivas victorias y derrotas, seguro que Marcie hubiera tenido el doble de puntuación que yo.

—¡Eh! —dije, para atraer « sin querer» su atención y sin ver en su expresión la más mínima calidez. Me devolvió el saludo en un tono apenas cortés. Ver a Marcie en Delphic Beach esa noche era como jugar a encontrar los siete errores. El padre de Marcie era el dueño del concesionario Toyota de Coldwater, su familia vivía en un barrio exclusivo, en la ladera de la colina, y los Millar estaban orgullosos de ser los únicos habitantes de Coldwater a los que habían admitido en el prestigioso club náutico Harraseeket. En aquel preciso instante los padres de Marcie seguramente estaban en las regatas de Freeport pidiendo salmón. En contraste, Delphic era una playa de pobres. La idea de un club náutico allí daba risa. El único restaurante era un puesto descolorido de hamburguesas donde sólo podías elegir si querías Ketchup o mostaza y, en los días de suerte, si querías patatas fritas. La diversión consistía en ir a ruidosos salones recreativos y montar en los coches de choque. El aparcamiento era famoso porque de noche vendían allí más drogas que en una farmacia. No era el ambiente con el que el señor y la señora Millar hubieran querido que se « contaminara» su hija. —¿No podemos avanzar más despacio todavía, señores? —gritó Marcie a los de la cola—. Estamos muertos de hambre aquí atrás. —Sólo hay una persona atendiendo —le comenté. —¿Ah, sí? Pues que contraten más personal. Oferta y demanda. Dada su tendencia al despilfarro, Marcie era la persona menos indicada para dar discursos sobre economía. Al cabo de diez minutos pude avanzar y me situé lo suficientemente cerca del puesto de hamburguesas para leer la palabra « Mostaza» garabateada con rotulador negro en la botella amarilla que compartíamos todos los clientes. Detrás de mí, Marcie hizo la cosa más increíblemente bochornosa que pueda imaginarse. —Estoy muerta de hambre, con « H» mayúscula —se quejó. El primero de la cola pagó y se llevó su pedido. —Una hamburguesa con queso y una Coca-Cola —le dije a la chica que atendía. Mientras esperaba al lado de la plancha a que me entregaran el pedido, me volví hacia Marcie. —Así que… ¿con quién has venido? —No tenía un especial interés en saber con quién estaba, sobre todo desde que no compartíamos ningún amigo, pero mi buena educación se impuso. Además, Marcie no me había hecho ninguna trastada desde hacía semanas y llevábamos un cuarto de hora en relativa paz.

Tal vez fuese el inicio de una tregua, hora de olvidar el pasado y todo eso. Bostezó, como si hablar conmigo fuera más aburrido que hacer cola mirando el cogote del de delante. —No te ofendas, pero no me apetece charlar. Llevo haciendo cola como cinco horas, esperando por culpa de una incompetente que evidentemente es incapaz de cocinar dos hamburguesas a la vez. La chica del mostrador tenía la cabeza inclinada, concentrada en quitar el papel encerado de las hamburguesas prefabricadas, pero me di cuenta de que la había oído. Seguramente detestaba su trabajo. Era probable que escupiera con disimulo en las hamburguesas cuando se daba la vuelta. No me hubiese sorprendido que al acabar el turno se fuera a su coche y se echara a llorar. —¿Tiene idea tu padre de que andas por Delphic Beach? —le pregunté a Marcie, entornando apenas los ojos—. Eso podría empañar la reputación de la familia Millar. Sobre todo ahora que tu padre ha sido aceptado en el club náutico Harraseeket. La expresión de Marcie fue glacial. —Y a mí me sorprende que tu padre no sepa que estás aquí. ¡Oh, espera! Es verdad. Está muerto —me soltó. Primero sentí una conmoción. Luego me indignó su crueldad. Se me hizo un nudo en la garganta de la rabia. —¿Y qué? —alegó, encogiendo un solo hombro—. Está muerto. Eso es un hecho. ¿Quieres que mienta sobre los hechos? —¿Puede saberse qué te he hecho yo? —Nacer. Su completa falta de sensibilidad me dejó anonadada, tanto que ni siquiera pude replicar. Recogí la hamburguesa con queso y la Coca-Cola del mostrador y dejé encima el billete de veinte. Quería correr al encuentro de Patch, pero aquello era entre Marcie y yo.

A él le hubiese bastado con verme la cara para intuir que algo iba mal. No quería ponerlo entre las dos. Me quedé un momento a solas para rehacerme; encontré un banco cerca del puesto de hamburguesas y me senté sin perder la compostura, aguantando el tipo porque no quería darle a Marcie el gusto de arruinarme la noche. Lo único que hubiese podido empeorar aquel momento habría sido saber que ella me miraba, satisfecha de haberme empujado a un pozo negro de autocompasión. Tomé un bocado de hamburguesa, pero tenía mal sabor. No podía pensar en otra cosa que en carne muerta. En terneras muertas. En mi padre muerto. Eché la hamburguesa a la basura y me puse a caminar tragándome las lágrimas. Con los brazos cruzados, abrazándome los codos, corrí hacia los baños del aparcamiento, esperando estar detrás de la puerta de un retrete antes de echarme a llorar. Había cola ante el baño de señoras, pero entré y me puse delante de uno de los espejos mugrientos. Incluso a la luz de la débil bombilla se me notaban los ojos enrojecidos y llorosos. Mojé una toalla de papel y me los humedecí. ¿Qué le pasaba a Marcie? ¿Qué le había hecho y o para que fuese tan cruel conmigo? Inspiré profundamente unas cuantas veces, enderecé la espalda y levanté un muro imaginario al otro lado del cual dejar a Marcie. ¿Qué me importaba lo que dijera? Ni siquiera me caía bien. Su opinión nada significaba para mí. Era grosera y egocéntrica, y jugaba sucio. No me conocía y, desde luego, no conocía a mi padre. No valía la pena llorar por una sola de las palabras que salían de su boca. « Pasa de ella» , me dije. Esperé a no tener los ojos tan rojos para salir del baño. Deambulé entre la gente buscando a Patch, y lo encontré en uno de los puestos de lanzamiento de pelotas. Estaba de espaldas a mí. A su lado, Rixon seguramente apostaba a que Patch sería incapaz de derribar un solo bolo. La historia de Rixon, un ángel caído, con Patch era larga, y sus lazos de amistad eran tan fuertes que se consideraban casi hermanos.

Patch no dejaba entrar a muchas personas en su vida, y confiaba en muy pocas, pero, si alguien conocía todos sus secretos, ése era Rixon. Hasta hacía dos meses Patch también había sido un ángel caído. Luego me salvó la vida, recuperó las alas y se convirtió en mi ángel custodio. Se suponía que ahora estaba de parte de los buenos, pero yo en el fondo tenía la impresión de que su relación con Rixon y con el mundo de los ángeles caídos significaba mucho para él. Aunque no quisiera admitirlo, me parecía que lamentaba la decisión de los arcángeles de nombrarlo mi custodio. Al fin y al cabo, no era eso lo que él quería. Él quería convertirse en humano. El móvil sonó y me sacó de mis cavilaciones. Era el tono de llamada de mi mejor amiga, Vee, pero dejé que saltara el buzón de voz. Con una punzada de remordimiento, caí en la cuenta de que era la segunda llamada suy a que no respondía aquel día. Me consolé con la idea de que la vería a primera hora de la mañana; a Patch, en cambio, no lo vería hasta el día siguiente por la noche. Tenía la intención de disfrutar de cada minuto que pasara con él. Miré cómo lanzaba la pelota a una mesa con seis bolos pulcramente alineados, y el estómago me dio un ligero vuelco cuando la camiseta se le levantó y dejó al descubierto un trocito de espalda. Sabía por experiencia que era todo músculo. Tenía la espalda lisa y perfecta. Las cicatrices de ángel caído habían sido sustituidas por alas: unas alas que ni yo ni ningún humano podíamos ver. —Apuesto cinco dólares a que no eres capaz de volver a hacerlo —le dije, acercándome por detrás. Patch se volvió y sonrió. —No quiero tu dinero, Ángel. —Eh, chicos, no os paséis, que estamos en horario infantil —comentó Rixon. —Los tres bolos que quedan —desafié a Patch. —¿De qué clase de premio estamos hablando? —preguntó. —Maldita sea —protestó Rixon—. ¿No podéis esperar a estar solos? Patch me sonrió disimuladamente y luego tomó impulso con la pelota contra el pecho. Adelantó el hombro derecho y mandó la bola volando, tan fuerte como pudo.

Los tres bolos que quedaban cayeron de la mesa con estruendo. —Vaya, te has metido en un lío —me gritó Rixon por encima del barullo que armaban un puñado de espectadores que aplaudían y silbaban la hazaña. Patch se apoyó en la caseta y arqueó las cejas, mirándome. El gesto significaba: « Págame» . —Has tenido suerte —le dije. —Estoy a punto de tenerla. —Escoge un premio —le ladró el viejo de la caseta a Patch, agachándose a recoger los bolos del suelo. —El oso morado —dijo Patch, y cogió un espantoso osito violeta. Me lo tendió. —¿Para mí? —pregunté, con una mano sobre el corazón. —A ti te gusta lo que nadie quiere. En la tienda siempre te quedas con las latas abolladas. Me he fijado. —Metió un dedo bajo la cinturilla de mis tejanos y me atrajo hacia sí—. Vámonos de aquí. —¿En qué estás pensando? —le pregunté. Pero fui toda ternura, porque sabía exactamente lo que estaba pensando. —Vamos a tu casa. Negué con la cabeza. —Eso no. Está mi madre. Vamos a la tuya —le propuse. Llevábamos dos meses saliendo juntos y todavía no sabía dónde vivía… y no porque no hubiera intentado enterarme. Dos semanas de relación me parecían suficientes para que me invitara a su casa, sobre todo porque Patch vivía solo. Dos meses me parecían y a una exageración.

Intentaba no impacientarme, pero la curiosidad podía conmigo. No sabía ningún detalle de la vida privada de Patch, como de qué color tenía las paredes, si su abrelatas era eléctrico o manual, cuál era la marca de su gel de ducha o si usaba sábanas de algodón o de seda. —Déjame adivinar —le dije—. Vives en un edificio secreto enterrado en las entrañas de la ciudad. —Ángel. —¿Tienes platos sucios en el fregadero? ¿Ropa sucia por el suelo? Tendremos mucha más intimidad que en casa. —Es verdad, pero la respuesta sigue siendo no. —¿Ha estado Rixon en tu casa? —Rixon tiene que saber ciertas cosas. —¿Yo no tengo que saberlas? Torció la boca. —Se trata de la cara oscura de las cosas. —Si me las enseñas… ¿tendrás que matarme? —aventuré. Me abrazó y me besó la frente. —Caliente, caliente. ¿A qué hora tienes que volver? —A las diez. La escuela de verano empieza mañana. Era por eso y, además, porque mi madre se dedicaba a controlarnos a Patch y a mí prácticamente a tiempo completo. De haber salido con Vee, seguramente habría podido estar fuera hasta las diez y media. No culpaba a mamá por no confiar en Patch, porque hubo una época en la que y o opinaba lo mismo, pero me habría parecido más que conveniente que de vez en cuando no extremara tanto la vigilancia. Como esa noche, por ejemplo. Además, no iba a pasar nada. No con mi ángel de la guarda a medio metro. Patch miró el reloj. —Tenemos que irnos. A las diez y cuatro segundos Patch giró en redondo delante de la granja y estacionó junto al buzón. Apagó el motor y las luces del coche.

Nos quedamos a solas en el campo, a oscuras. Llevábamos sentados un rato cuando me dijo: —¿Por qué estás tan callada, Ángel? Salí inmediatamente de mi ensimismamiento. —¿Callada? Sólo estaba pensando. Patch esbozó apenas una sonrisa. —Mentirosa. ¿Qué te pasa? —Estás de buen humor —le dije. Sonrió un poco más. —De muy buen humor. —Me he encontrado con Marcie Millar en el puesto de hamburguesas — admití. Necesitaba desahogarme. Evidentemente, lo sucedido todavía me reconcomía. Por otra parte, si no podía contárselo a Patch, ¿a quién se lo contaría? Hacía dos meses que nuestra relación consistía en un montón de besos espontáneos en el coche, fuera del coche, bajo las gradas y por encima de la mesa de la cocina. También hacíamos muchas manitas, nos acariciábamos el pelo y el brillo de labios se me corría. Pero se había convertido en mucho más que eso. Me sentía unida emocionalmente a Patch. Su amistad significaba más para mí que tener a cien conocidos. Al morir, mi padre me había dejado un vacío interior que amenazaba con devorarme. El vacío seguía allí, pero el dolor ya no era tan profundo. No quería seguir atrapada en un pasado en el que tenía todo lo que quería. Y eso debía agradecérselo a Patch. —Ha tenido la falta de delicadeza de recordarme que mi padre murió. —¿Quieres que hable con ella? —Esa frase parece sacada de El padrino. —¿Cuándo os declarasteis la guerra? —De eso se trata. Ni siquiera lo sé. Solía ser yo la que se llevaba el último batido de chocolate en la bandeja del almuerzo.

Luego, un día, en el instituto, Marcie escribió con aerosol en mi taquilla: « Puta» . Ni siquiera lo hizo a escondidas. Todo el instituto fue testigo. —¿Así, sin más? ¿Sin ningún motivo? —Pues sí. Al menos, por ningún motivo que y o sepa. Me puso un rizo detrás de la oreja. —¿Quién está ganando la batalla? —Marcie. Pero no será por mucho tiempo. Sonrió de oreja a oreja. —Duro con ella, tigre. —Y además… ¿puta y o? En secundaria ni siquiera besé a nadie nunca. Marcie tendría que haber pintarrajeado su propia taquilla. —Empieza a parecerme que tienes un trauma, Ángel. —Me pasó el dedo por debajo del tirante de la camiseta y su tacto fue como una descarga eléctrica—. Apuesto a que puedo sacarte a Marcie de la cabeza. Había unas cuantas luces encendidas en el piso de arriba de la granja, pero como no vi la cara de mi madre pegada a ninguna ventana supuse que teníamos un poco de tiempo. Me desabroché el cinturón de seguridad y me incliné en la oscuridad, al encuentro de los labios de Patch. Lo besé despacio, saboreando la sal de su piel. Se había afeitado por la mañana, pero la barba incipiente me rascaba la barbilla. Pasó la boca casi rozándome la garganta y noté un leve lametazo que me hizo saltar el corazón. Me besó el hombro desnudo. Empujó el tirante de la camiseta y me pasó la boca por el brazo. Para entonces yo quería estar lo más cerca posible de él. No quería que se fuera. Lo necesitaba en aquel momento y lo necesitaría al día siguiente y al otro.

Lo necesitaba como no había necesitado a nadie jamás. Pasé por encima del cambio de marchas y me puse a horcajadas sobre sus rodillas. Deslicé las manos por su pecho, lo agarré por la nuca y lo atraje hacia mí. Me abrazó la cintura, sujetándome, y y o me arrimé más a él. Llevada por el momento, le metí las manos por debajo de la camisa, pensando únicamente en lo mucho que me gustaba notar el calor de su cuerpo en mis palmas. En cuanto rocé con los dedos la zona de la espalda donde antes solían estar las cicatrices de sus alas, una luz distante estalló en el fondo de mi conciencia. Oscuridad absoluta rota por un destello de luz cegadora. Era como mirar un fenómeno cósmico desde millones de kilómetros de distancia. Estaba sintiendo cómo mi mente era absorbida por la de Patch, entre los millares de recuerdos personales en ella almacenados, cuando me cogió la mano y me la bajó, alejándola del punto donde las alas le brotaban de la espalda. En un rápido remolino, todo volvió a la normalidad. —Buen intento —murmuró, acariciándome con los labios mientras lo decía. Le mordí el labio inferior. —Si puedes ver mi pasado simplemente tocándome la espalda, has resistido mucho tiempo la tentación de hacerlo. —He estado mucho tiempo evitando tocarte sin contar con este premio añadido. Reí, pero enseguida me puse seria. Ni siquiera esforzándome conseguía recordar cómo era la vida sin Patch. Por la noche, cuando me acostaba, recordaba claramente el timbre grave de su risa, el modo en que sonreía con la comisura derecha un poco levantada, el tacto cálido de sus manos, suaves y deliciosas, tocándome la piel. En cambio, sólo esforzándome mucho conseguía recordar algo de los dieciséis años anteriores. Tal vez porque aquellos recuerdos palidecían en comparación con Patch. O quizá porque no tenía ninguno bueno. —No me dejes nunca —le dije, tirando de él con un dedo metido bajo el cuello de su camisa.

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