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Confesion – Sara Shepard

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Una cámara de seguridad capta a una hermosa muchacha morena largándose con un puñado de joyas de Tiffany. La foto de un paparazzi revela una aventura entre una joven actriz que aspira al estrellato y un director casado. Pero la imagen no puede contarte que la muchacha era la empleada de la tienda llevándole unas pulseras a su jefe, ni que el director presentó una demanda de divorcio el mes pasado. ¿Y qué hay de una foto de familia? Coge, por ejemplo, una fotografía de una madre, un padre, un hermano y una hermana sonriendo en el porche de una lujosa mansión victoriana. Ahora mira con detenimiento. La sonrisa del padre parece como forzada. La madre mira a la izquierda, hacia la casa de un vecino… O tal vez a un vecino. El hermano agarra con fuerza la barandilla del porche, como si quisiera romperla por la mitad. Y la hermana sonríe misteriosamente, como si ocultase un jugoso secreto. La mitad del suelo del patio trasero está levantado por una gigantesca excavadora amarilla, y hay alguien merodeando al fondo, tan solo un borrón de cabello rubio y piel pálida. ¿Es un chico… o una chica? Podría tratarse de un efecto de la luz o de la mancha dejada por un dedo. O tal vez todas esas cosas que te perdiste al mirar la foto por primera vez signifiquen mucho más de lo que nunca podrías imaginarte. Cuatro hermosas chicas de Rosewood creen que tienen una imagen clara de lo que sucedió la noche en que su mejor amiga desapareció. Han arrestado a alguien y el caso está cerrado. Pero si rebuscan en sus recuerdos una vez más fijándose en lo que aparece en los márgenes, en los agitados sentimientos que no pueden acallar y en las personas que tienen en sus mismísimas narices, tal vez esa imagen cambie ante sus propios ojos. Si toman aire profundamente y vuelven a mirar, tal vez les sorprenda (incluso les aterrorice) lo que puedan descubrir. La realidad supera a la ficción, después de todo. Especialmente aquí en Rosewood. La noche de junio era neblinosa y oscura. El canto de los grillos resonaba en el denso y negro bosque, y todo el vecindario olía a azaleas frescas, velas de citronela y cloro de piscina. Lujosos coches de marca, nuevos y relucientes, descansaban en sus garajes de tres plazas. Como ocurría con todo en Rosewood, Pensilvania, un elegante pueblo residencial rústico situado a unos treinta kilómetros de Filadelfia, no había ni una brizna de césped fuera de sitio y todo el mundo estaba exactamente donde se suponía que debía estar. Casi todo el mundo. Alison DiLaurentis, Spencer Hastings, Aria Montgomery, Emily Fields y Hanna Marin encendieron las luces del granero reconvertido en apartamento que había en el patio trasero de los Spencer para prepararse para la noche de pijamas con la que iban a celebrar el final de séptimo curso.


Spencer se apresuró a tirar varias botellas vacías de Coronita en el cubo de reciclaje. Eran de su hermana, Melissa, y del novio de Melissa, Ian Thomas, a quienes Spencer había echado del granero momentos antes. Emily y Aria dejaron sus bolsos LeSportsac, en los que llevaban lo necesario para pasar la noche fuera de casa, formando una pila en el rincón. Hanna se desplomó sobre el sofá y empezó a mordisquear restos de palomitas. Ali cerró con llave la puerta del granero y echó el pestillo. Nadie oyó el murmullo de pasos sobre la hierba mojada, ni vio la ligera neblina provocada por el aliento de alguien en la ventana. Clic. —Bueno, chicas —dijo Alison, sentada sobre el brazo del sofá de cuero—. Ya sé qué podemos hacer. Tengo la idea perfecta. —La ventana no estaba abierta, pero el cristal era fino y sus palabras lo traspasaron para perderse en aquella tranquila noche de junio—. He aprendido a hipnotizar a la gente. Podría hacéroslo a todas a la vez. Se produjo un largo silencio. Spencer hurgaba en la cinturilla de su falda de hockey. Aria y Hanna intercambiaron una mirada de preocupación. —¡Por favooor! —suplicó Ali, juntando las palmas de las manos como si estuviera rezando. Miró a Emily y le dijo—: Tú me dejas hipnotizarte, ¿verdad? —Eh… —A Emily le tembló la voz—. Bueno… —Yo lo haré —la cortó Hanna. Clic. Bzzz. Las demás accedieron con desgana. ¿Cómo no iban a hacerlo? Ali era la chica más popular del Rosewood Day, el colegio al que iban. Los chicos querían salir con ella, las chicas querían ser como ella, los padres creían que era perfecta y ella siempre lograba todo lo que quería. Que Ali hubiese escogido a Spencer, Aria, Emily y Hanna para formar parte de su grupo en la subasta benéfica del Rosewood Day del año anterior era un sueño hecho realidad para ellas y gracias a eso habían pasado de ser unas insulsas e irrelevantes don nadie a ser importantes, a brillar, a ser alguien.

Ali se las llevaba de fin de semana a Poconos, les regalaba mascarillas de lodo y les proporcionaba acceso a la mejor mesa de la cafetería. Pero también las obligaba a hacer cosas que no querían hacer, como lo de Jenna, un espantoso secreto que juraron guardar hasta el día de su muerte. A veces se sentían como si fueran muñecas sin vida cuyos movimientos manejaba Ali. Últimamente Ali había estado ignorando sus llamadas, saliendo con sus viejas amigas de hockey y solamente parecía interesarse por los secretos y defectos de las chicas. Martirizaba a Aria con la relación clandestina que su padre mantenía con una de sus alumnas. Pinchaba a Hanna por su creciente obsesión por los Cheez-Its, y por su también creciente cintura. Se mofaba de la debilidad que Emily sentía por ella, y amenazaba con contar que Spencer había besado al novio de su hermana. Todas ellas sospechaban que su amistad con Ali se les estaba escapando de entre los dedos. En el fondo se preguntaban si seguirían siendo amigas de Ali después de aquella noche. Clic. Ali se levantó a toda prisa a encender las velas con aroma a vainilla con un Zippo y a cerrar las persianas… por si acaso. Ordenó a las chicas que se sentaran a lo indio alrededor de la alfombra redonda trenzada y ellas obedecieron. Parecían inquietas e incómodas. ¿Qué ocurriría si Ali lograba hipnotizarlas realmente? Todas ellas ocultaban secretos que solamente Ali conocía. Secretos que no querían contarles a las demás, y mucho menos al resto del mundo. Clic. Bzzzz. Ali comenzó a contar hacia atrás desde cien, lentamente y con tono suave. Nadie se movía. Recorrió la estancia de puntillas, pasando junto a la enorme mesa de ordenador de madera de roble, las estanterías abarrotadas y la pequeña cocina. Todas permanecieron inmóviles y obedientes. Nadie miró ni una sola vez hacia la ventana. Tampoco nadie oyó los repetidos clics de la anticuada cámara Polaroid al capturar sus borrosas imágenes, ni ninguno de los zumbidos que emitió al escupir las fotografías al suelo. Entre las rendijas de las persianas había espacio suficiente para inmortalizar una imagen decente de todas ellas.

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