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Con solo tocarte – Victoria Dahl

Ya era oficial: la vida de Grace Barrett había acabado. O, como mínimo, estaba tan destrozada que, en aquel momento, una muerte rápida sería una bendición. Tenía veintiocho años, una deuda con un exnovio enfadado y exactamente treinta y siete dólares con cuarenta centavos y, por si fuera poco, estaba allí. En Wyoming. Llevaba varias horas allí. Horas de interminables colinas beige y montañas áridas. Horas de vacas. Y ovejas. Y de una extraña criatura que le había parecido un ciervo hasta que había podido verla mejor. Los ciervos no tenían algo parecido a una exótica máscara negra pintada en la cara. ¿Qué demonios eran esas cosas? Grace se estremeció un poco al bajar del autobús. Sus pies tocaron el suelo, y ya no tenía forma de echarse atrás. Estaba en Wyoming. Sobre el suelo de Wyoming. –Mierda –murmuró. El anciano que estaba delante de ella se dio la vuelta con una sonrisa de preocupación. –¿Cómo dice, señorita? Grace se cruzó de brazos, con una actitud defensiva. –Perdóneme, señor. Es solo que… Él sonrió de nuevo y se llevó la mano hacia la cabeza como si fuera a inclinar el ala de un sombrero. –Disculpe. Nadie le había pedido perdón nunca con tanta cortesía. Se cruzó de brazos con más fuerza, porque no sabía cómo comportarse en aquella situación. Por suerte, el hombre se alejó antes de que ella se viera obligada a responder. Miró cautelosamente a su alrededor. Después de vivir durante varios años en Los Ángeles, sabía que había que mantenerse en guardia contra cualquiera que se le acercara por la calle, por muy amable que pareciera la gente de aquel lugar.


No se le acercó nadie, así que se dirigió hacia el conductor, que estaba abriendo los compartimentos de equipaje del autobús. Ella estaba acostumbrada a estar sola, pero llevaba casi dos días rodeada de gente en aquel autobús. Su necesidad de liberarse era tan grande, que tenía una sensación parecida al pánico. El conductor empezó a descargar las maletas y las dispuso en hileras ordenadas. Grace mantuvo la vista clavada en sus manos, a la espera de que apareciera su vieja bolsa de lona de camuflaje. Nadie estaba mirando desde tan cerca. Los demás pasajeros estaban abrazando a amigos y familiares, o charlando despreocupadamente mientras observaban el horizonte. Ella solo les dedicó una mínima mirada a las montañas. Alguien podía acercarse, agarrar una bolsa y desaparecer sin que nadie se diera cuenta. Obviamente, aquellas personas no eran de Los Ángeles. O, quizá, sus bolsas no contuvieran todas sus pertenencias mundanas. Quizá sus bolsas estuvieran llenas de ropa sucia y souvenirs de unas vacaciones en la playa. Sin embargo, cuando apareció su bolsa y el conductor la dejó en el suelo, ella saltó hacia delante, la agarró y la arrastró como un animal salvaje hubiera arrastrado una pieza de carne. Pesaba tanto que casi no podía levantarla, pero tendría que encontrar la forma de conseguirlo. No tenía coche ni dinero para un taxi, si acaso tenían esas cosas en aquel lugar, y ella no le había dicho a su tía abuela cuándo iba a llegar. Así que iba a tener que ir andando. –A pata –susurró, y consiguió reírse mientras miraba a su alrededor para ver si había alguna vaca parada a su lado. Al contrario que en el resto de Wyoming, parecía que en el pueblo de Jackson no había vacas, afortunadamente. También era un poco más grande de lo que se esperaba, y eso echó por tierra sus esperanzas de dar con la dirección que estaba buscando simplemente paseando por la calle principal. Tenía que pedir ayuda, y esa idea le arrancó un gemido. Respiró profundamente y miró a su alrededor. Tal vez pudiera encontrar un mapa gratis. –Bingo –murmuró, al ver un letrero grande donde se leía Punto de información turística Jackson escrito con unas letras antiguas de madera. Ella había vivido mucho tiempo en Hollywood. Si había algo que sabía hacer bien, era distinguir las trampas para turistas.

Arrastró la bolsa por el asfalto y la subió a la acera de… ¿madera? Pestañeó y miró la calle hacia un lado y hacia otro. Sí, hasta donde le alcanzaba la vista, las aceras eran de madera, como en un pueblo del Salvaje Oeste. –Vaya –murmuró. Aquella gente se esforzaba de verdad, aunque había que admitir que era una monada. Siguió tirando de la bolsa por la acera, agitando la cabeza, hasta que llegó al puesto de folletos. –¿Tiene algún mapa gratuito de la zona? –le preguntó a la señora que había tras el mostrador y que se había dado la vuelta para ordenar algunos papeles. –¡Ah, hola! –exclamó la mujer, mientras se giraba hacia ella–. ¡Buenas tardes! –Hola. Um… solo necesitaba un mapa del pueblo. Algo sencillo. La mujer se quedó mirando un segundo su pelo, y ella se preguntó qué debía de pensar de una chica con el pelo teñido de morado y unas botas militares, que le estaba pidiendo un mapa de Jackson, pero la sonrisa de la señora no se apagó. –Sí, hay muchas opciones. Aquí tienes el mapa oficial del pueblo –le dijo, y sacó un folleto doblado–. Pero, y no le digas a nadie que he dicho esto, me parece que el de la asociación de restaurantes es un poco mejor. –Gracias –dijo Grace. Tomó ambos folletos y abrió el que le había recomendado la mujer. –¿Qué estás buscando, cariño? ¿Cariño? Grace se miró la camiseta. Sí. Todavía anunciaba un antiguo club de burlesque de Los Ángeles. –Solo una calle –dijo, suavemente, con la esperanza de no invitar a la mujer a hacerle más preguntas. –¿Qué calle? Grace carraspeó y se movió con incomodidad, buscando con desesperación en el mapa para ver si podía encontrarla por sí misma. –Um… Sagebrush. –Sagebrush. Esa es muy larga. ¿Qué número? –preguntó la señora, señalándole la calle con una uña pintada de rosa.

Sin embargo, apartó la mano antes de que ella pudiera ver qué calle le había indicado. –El 605 de West Sagebrush –dijo Grace, por fin, con un suspiro. –¡Ah, eso está por aquí! –exclamó la mujer, y volvió a señalar el mapa. Aquella vez, Grace sí lo vio. Era una larga línea que serpenteaba por todo el pueblo y que, antes de terminar, seguía la curva de un arroyo. Parecía un camino bastante largo. –Gracias –dijo. Dobló el mapa y se colgó la bolsa del hombro, conteniendo un gruñido por el esfuerzo–. ¿Es por allí? –preguntó, señalando con la cabeza hacia la dirección que pensaba que tenía que tomar. –¡Sí! Grace respiró profundamente y comenzó a andar. Sus botas hacían bastante ruido contra la madera del suelo. –¡Eh, cariño! Ella fingió que no oía nada. –¡Cariño, espera! No puedes hacer todo ese trayecto andando. –Sí, no se preocupe –respondió ella. –¡Pero si hay un autobús gratuito! Ella se detuvo en seco. –¿Gratuito?

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