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Como los Cuervos – Jeffrey Archer

No le fue fácil a Charlie alcanzar el objetivo de amasar una fortuna; sin embargo algo había en él que le hacía un predestinado al triunfo y, como apreciará el lector, este algo tiene mucho que ver con su capacidad de trabajo, astucia, coraje, ganas de aprender y un maravilloso abuelo el de más fino olfato para la venta que le guio con su ejemplo en sus primeros tiempos. Desde las primeras páginas la historia se convierte en una trepidante aventura sobre el mundo de los negocios, en una ascensión ilusionada desde la humilde situación de vendedor de verduras callejero hasta la realización de un gran proyecto empresarial: es la historia de un tendero que metido a negociante termina creando una importante red de establecimientos comerciales mientras van desfilando los grandes acontecimientos de este siglo.


 

N Capítulo 1 o te la ofrezco por dos peniques —gritó mi abuelo, sosteniendo la col con ambas manos—. No te la ofrezco por un penique, ni siquiera por medio. No, se las regalo por un cuarto de penique. Esas son las primeras palabras que recuerdo. Mucho antes de que aprendiera a andar, mi hermana mayor solía depositarme en una caja de naranjas, junto al puesto del abuelo, para conseguir que mi aprendizaje comenzara cuanto antes. —Solo lo hago por él —solía decir el abuelo, señalando la caja de madera en la que me encontraba yo. Para ser sincero, la primera palabra que pronuncié fue « abuelo» , y las siguientes, « un cuarto de penique» . Cuando cumplí tres años, y a era capaz de repetir, palabra por palabra, sus frases de reclamo. Debo aclarar que ningún miembro de mi familia estaba seguro de la fecha exacta en que yo había nacido, teniendo en cuenta que mi viejo había pasado la noche en la cárcel, y que mi madre murió antes de que yo accediera al mundo de los vivos. El abuelo opinaba que bien había podido ser un sábado, se inclinaba por considerar enero el mes más probable, estaba seguro de que 1900 era el año, y sabía que tuvo lugar bajo el reinado de la reina Victoria. Por lo tanto, todos nos pusimos de acuerdo en el 20 de enero de 1900. Nunca conocí a mi madre porque, como ya he explicado, murió el día en que yo nací. El párroco lo definió como « parto» , pero yo no comprendí la expresión hasta varios años después, cuando me topé con el problema de nuevo. El padre O’Malley nunca dejaba de decirme que era la mujer más santa que había conocido. Mi padre —a quien nadie se le ocurriría calificar de santo— trabajaba de día en los muelles, vivía en la taberna por la noche y volvía a casa por la mañana, pues era el único lugar donde podía caer dormido sin que nadie le molestara. El resto de la familia se componía de mis tres hermanas: Sal, la mayor, de cinco años, que sabía cuándo había nacido porque ocurrió en plena noche y mantuvo despierto al viejo; Grace, que tenía tres años y nunca impidió dormir a nadie, y la pelirroja Kitty, que contaba dieciocho meses y siempre berreaba. El cabeza de familia era el abuelo Charlie, con cuyo nombre me bautizaron. Dormía en su habitación de la planta baja, en nuestra casa de Whitechapel Road, mientras los demás nos hacinábamos en la habitación opuesta. Había otras dos dependencias en la planta baja, una especie de cocina y lo que la may oría de la gente llamaría una amplia alacena, pero que Grace prefería denominar salón. Había un lavabo en el jardín (carente de hierba) que compartíamos con una familia irlandesa. Vivía en el piso de arriba. Tenían la costumbre de acudir a las tres de la mañana, al menos así nos lo parecía a nosotros. El abuelo había conseguido establecer su puesto en la esquina de Brick Lane con Whitechapel Road, la más bulliciosa del barrio.


Una vez que logré escapar de mi caja de naranjas y deambular entre los otros puestos, no tardé en descubrir que los vecinos le consideraban el mejor vendedor ambulante del East End. Mi padre, cuya profesión, como ya he indicado antes, era la de estibador, nunca pareció tomarse mucho interés en ninguno de nosotros, y aunque a veces ganaba una libra a la semana, el dinero siempre terminaba en el Black Bull, dilapidado en pinta tras pinta de cerveza, o se lo jugaba (y perdía) a los naipes o el dominó, en compañía de su mejor amigo, y vecino de al lado, Bert Shorrocks, un hombre que, en lugar de hablar, gruñía. De hecho, si no hubiera sido por el abuelo, yo nunca habría podido acudir a la escuela elemental de la calle Jubilee, y « acudir» es la palabra más adecuada, pues yo no hacía otra cosa que cerrar de golpe la tapa de mi pequeño pupitre y, en ocasiones, tirar de las trenzas de « Posh Porky» , la niña que se sentaba frente a mí. Su nombre auténtico era Rebecca Salmon y era hija de Dan Salmon, el propietario de la panadería situada en la esquina de Brick Lane. Sabía con toda exactitud cuándo y dónde había nacido, y nunca dejaba de recordarnos que era un año más joven que cualquiera de la clase. No veía las horas para que sonara el timbre a las cuatro de la tarde, indicando el fin de las clases, y cerrar de golpe la tapa por última vez para bajar corriendo por Whitechapel Road y echar una mano en el puesto. Los sábados, como concesión especial, el abuelo me permitía que le acompañara de buena mañana al mercado de Covent Garden, donde seleccionaba las frutas y verduras que después venderíamos en el puesto, justo enfrente de la panadería del señor Salmon y la tienda de pescado y patatas fritas, ubicada junto a la panadería. Aunque y o estaba impaciente por abandonar la escuela de una vez por todas para estar siempre con el abuelo, si hacía novillos una hora me castigaba sin llevarme a ver el West Ham los sábados por la tarde, o peor, no me dejaba acompañarle con la carretilla por la mañana. —Espero que cuando crezcas te parezcas más a Rebecca Salmon —solía decir—. Esa chica llegará lejos. —Cuanto más lejos mejor —le respondía yo, pero él nunca reía; se limitaba a recordarme que ella sacaba las mejores notas en cada asignatura. —Excepto aritmética —me ufanaba yo—, en que le doy de lo lindo. Yo podía hacer cualquier suma en la cabeza, mientras Rebecca Salmon necesitaba escribirlas en un papel; la ponían frenética. Mi padre no visitó ni una vez la escuela elemental de la calle Jubilee en todos los años que asistí a ella, pero el abuelo se dejaba caer al menos una vez al trimestre para charlar con el señor Cartwright, mi profesor. El padre O’Malley le decía a mi abuelo que yo tenía buena cabeza para los números, y que podría llegar a ser contable o funcionario. Incluso dijo en cierta ocasión que intentaría encontrarme un empleo en la City [1] . Lo cual, a decir verdad, era una pérdida de tiempo, porque yo solo deseaba acompañar a mi abuelo con el carretón. Tenía siete años cuando descubrí que el nombre escrito en un costado del carretón (Charlie Trumper el comerciante honrado, fundado en 1823) era el mismo que el mío, y aunque el nombre de pila de mi padre era George había dejado claro en numerosas ocasiones que, cuando el abuelo se retirara, no tenía la menor intención de sustituirle, pues no quería perder a sus amiguetes del muelle. Al enterarme me sentí muy complacido, y le dije al abuelo que, cuando yo me hiciera cargo del negocio, ni siquiera tendríamos que cambiar el nombre. Se limitó a suspirar y dijo: —No quiero que acabes trabajando en el East End, jovencito. Eres demasiado listo como para arrastrar un carretón durante el resto de tu vida. La escuela se sucedía mes tras mes, año tras año, y Rebecca Salmon subía a recoger premio tras premio el día de los Discursos [2] . Lo peor era que siempre debíamos escucharla recitando el salmo veintitrés, erguida en el escenario con su vestido blanco, sus calcetines blancos y sus zapatos negros. Hasta se ceñía el largo cabello negro con una diadema blanca. —Imagino que se cambia de bragas cada día —susurraba la pequeña Kitty en mi oído.

—Y y o te apuesto una guinea contra un cuarto de penique a que todavía es virgen —decía Sal. Yo me ponía a reír porque todos los vendedores ambulantes de Whitechapel Road lo hacían cuando oían esa palabra, aunque confieso que en aquella época no tenía ni idea de lo que significaba ser virgen. El abuelo me indicaba que callara, y no volvía a sonreír hasta que yo subía a recoger el premio de aritmética, una caja de lápices de colores que maldita falta me hacían. En cualquier caso, eran los lápices o un libro. El abuelo aplaudía con tal entusiasmo cuando yo volvía a mi sitio que algunas mamás miraban a su alrededor y sonreían, lo cual bastaba para afirmar al viejo en la idea de que yo debía continuar en la escuela hasta que cumpliera catorce años. A los diez años, el abuelo me dio permiso para colocar los artículos en el carretón antes de irme a la escuela. Las patatas delante, las verduras en medio, y las frutas detrás: esa era su regla de oro. —Nunca les dejes tocar la fruta hasta que hay an pagado —acostumbraba a decir—. Es difícil aplastar una patata, pero más difícil es vender un racimo de uva que ha sido manoseado varias veces. A los once años ya cogía el dinero de los clientes antes de entregarles el cambio. Fue entonces cuando aprendí el truco de la palma. En ocasiones, después de devolverle el cambio, el cliente abría la palma de la mano y yo descubría que una de las monedas que le había entregado se había esfumado como por arte de magia, viéndome obligado a devolverle algo de calderilla. Eché a perder una buena parte de nuestros beneficios semanales, hasta que el abuelo me enseñó a decir: « Su cambio de dos peniques, señora Smith» , alzando en alto las monedas antes de entregarlas para que todo el mundo las viera. A los doce años aprendí a regatear con los proveedores de Covent Garden, sin alterar para nada la expresión del rostro, vendiendo posteriormente el mismo producto a los clientes de Whitechapel con una sonrisa de oreja a oreja. También descubrí que el abuelo solía cambiar de proveedores cada dos por tres, « solo para asegurarme de que nadie me toma el pelo» . A los trece años me había convertido en sus ojos y oídos, y ya sabía el nombre de todos los proveedores de frutas y verduras de Covent Garden. Enseguida averigüé qué vendedores apilaban la fruta buena sobre la mala, qué intermediarios intentaban esconder una manzana estropeada, qué proveedores procuraban darte el pego en la pesada y, en especial, qué clientes no pagaban sus deudas y, por lo tanto, no debía apuntar en la pizarra de los elegidos. Recuerdo que mi pecho se hinchó de orgullo el día en que la señora Smelley, propietaria de una pensión sita en Commercial Road, me dijo que yo era de tal palo tal astilla, y que, en su opinión, un día sería tan bueno como mi abuelo. Aquella noche lo celebré pidiendo mi primera pinta de cerveza y encendiendo mi primer Woodbine. No terminé ninguno de ambos. Nunca olvidaré aquella mañana de un sábado en que el abuelo me dejó a cargo del puesto, sin su ay uda. No abrió la boca durante cinco horas, ni para aconsejarme ni para opinar, y cuando al terminar la jornada revisó las cuentas, me entregó la moneda de seis peniques que siempre me obsequiaba los sábados por la noche, a pesar de que nos habíamos quedado dos chelines y cinco peniques por debajo de nuestras ganancias normales de los fines de semana. Yo sabía que a mi abuelo le habría gustado que siguiera en la escuela, pero el último viernes de diciembre de 1913 dejé a mi espalda las puertas de la escuela elemental de la calle Jubilee, con la bendición de mi padre. Siempre había dicho que la educación era una pérdida de tiempo, una completa estupidez. Estuve de acuerdo con él, a pesar de que « Posh Porky» había obtenido una beca para un lugar llamado St.

Paul’s que, en cualquier caso, se encontraba a kilómetros de distancia, en Hammersmith. ¿Quién quiere ir a un colegio de Hammersmith, pudiendo vivir en el East End? Era obvio que la señora Salmon sí lo deseaba, pues nunca dejaba de recordar las « proezas intelectuales» de su hija a todos los que hacían cola para comprar pan. —Al parecer, Rebecca tiene la capacidad de hacer cantidad de cosas mucho antes que los niños de su edad —le dijo un día a mi padre. —Y yo sé de algo que terminará haciendo antes de lo que su madre supone —susurró en mi oído, antes de añadir—: Presumida de mierda. Yo pensaba sobre la señora Salmon lo mismo que mi padre sobre « Posh Porky » . Sin embargo, el señor Salmon me caía bien. Antes de casarse con la señorita Roach, la hija del panadero, también había sido vendedor ambulante. Todos los sábados por la mañana, mientras yo preparaba el puesto, el señor Salmon se dirigía a la sinagoga de Whitechapel, dejando la tienda a cargo de su esposa. La mujer nunca dejaba de recordarnos a voz en grito que ella no era una tres al cuarto. « Posh Porky» siempre parecía debatirse entre acompañar a su padre a la sinagoga y quedarse en la tienda, donde tomaba asiento junto al escaparate y se atizaba bollos de crema en cuanto su madre le volvía la espalda. —Siempre se da el mismo problema en los matrimonios mixtos —me decía el abuelo, pero aún me quedaban años para comprender que no estaba hablando de los bollos de crema. El día que dejé la escuela le dije al abuelo que podía seguir descansando mientras y o iba a Covent Garden para llenar el carretón, pero no me prestó atención. Cuando llegamos al mercado, me permitió regatear por primera vez con los vendedores. No tardé en descubrir a uno que me ofreció una docena de manzanas por tres peniques, con tal de que le garantizara el mismo pedido cada día, a lo largo de un mes. Como el abuelo Charlie y yo siempre comíamos una manzana para desayunar, el acuerdo solucionó nuestras necesidades y me dio la oportunidad de seleccionar lo que íbamos a vender a los clientes. A partir de aquel momento, cada día fue sábado, y entre ambos nos las arreglamos para aumentar los beneficios a catorce chelines por semana. Se me asignó un salario semanal de cinco chelines (una auténtica fortuna), cuatro de los cuales guardaba cerrados en una caja de hojalata bajo la cama del abuelo, hasta que ahorré mi primera guinea. « Un hombre que posee una guinea posee seguridad» , solía decirme el señor Salmon, erguido ante la puerta de su tienda, con los pulgares introducidos en el bolsillo del chaleco y exhibiendo el reloj y la cadena de oro. Por las noches, después de que el abuelo hubiera venido a casa para cenar y el viejo se hubiera marchado a la taberna, me aburría enseguida de estar sentado en compañía de mis hermanas, así que me apunté al Club Juvenil Masculino de Whitechapel: tenis de mesa los lunes, miércoles y viernes; boxeo los martes, jueves y sábados. Nunca le cogí el truco al ping-pong, pero llegué a ser un aceptable peso gallo, y en una ocasión representé al club contra Bethmal Green. Al contrario que mi padre, nunca me sentí atraído por las tabernas, los galgos ni los naipes, pero casi todos los sábados por la tarde iba a apoy ar al West Ham, y alguna noche me desplazaba al East End para ver a la última estrella de la comedia musical. Cuando el abuelo me preguntó qué deseaba para mi decimoquinto cumpleaños repliqué sin vacilar: « Mi propio carretón» , y añadí que casi había ahorrado lo suficiente para comprar uno. Se limitó a reír, comentando que el viejo me serviría igual cuando estuviera dispuesto a sucederle. —En cualquier caso —me advirtió—, es lo que los ricos llaman una propiedad, y —concluyó— nunca inviertas en algo nuevo, sobre todo en tiempos de guerra. Aunque el señor Salmon ya me había contado que el año anterior se había declarado la guerra contra Alemania (nadie había oído hablar del archiduque Francisco Fernando), solo comprendimos la gravedad de la situación cuando muchos jóvenes que trabajaban en el mercado empezaron a desaparecer, destinados « al frente» , siendo reemplazados por sus hermanos menores, y a veces por sus hermanas.

Los sábados por la mañana se veían en el East End más muchachos vestidos de caqui que de civil. Mi otro recuerdo de ese período es que la salchichería de Schultz (uno de nuestros placeres de los sábados por la noche) amanecía cada día con un escaparate roto. Una mañana, de repente, vimos que la tienda había sido clausurada. Nunca le volvimos a ver. —Le han internado —susurró mi abuelo, sin dar más explicaciones. Mi viejo nos venía a ver algún sábado por la mañana, con el único propósito de sablear al abuelo y marcharse al Black Bull para gastárselo todo con su amiguete Bert Shorrocks. El abuelo soltaba semana tras semana un chelín, o incluso dos; todos sabíamos que no se lo podía permitir. Lo que realmente me molestaba era que nunca bebía, ni tampoco aprobaba el juego. Mi viejo guardaba el dinero, se tocaba la gorra y partía en dirección al BlackBull. Esta rutina se sucedió semana tras semana, hasta que un sábado por la mañana una dama estirada que vestía un traje negro largo y portaba una sombrilla, se encaminó con paso decidido hacia nuestro puesto y colocó una pluma blanca en la solapa de mi padre. Nunca le había visto tan enfurecido, ni siquiera los sábados por la noche, cuando perdía hasta la camisa jugando y llegaba a casa tan bebido que todos debíamos escondernos debajo de la cama. Aunque amenazó con el puño cerrado a la dama, esta no retrocedió ni un paso y le llamó « cobarde» a la cara. Él le gritó algunas cosas que solía reservar para el casero. Después, cogió todas las plumas y las tiró a la cloaca, antes de salir disparado hacia el Black Bull. Ni siquiera volvió a casa para comer. Sal había preparado pescado y patatas fritas. Yo no me quejé, liquidé su ración de patatas, y me fui a ver al West Ham. Tampoco le vimos por la noche, y cuando me desperté por la mañana comprobé que su lado de la cama seguía intacto. Al volver de misa con el abuelo continuaba sin dar señales de vida, y dormí por segunda noche consecutiva con la cama de matrimonio para mí solo. —Habrá pasado otra noche entre rejas —dijo el abuelo el lunes por la mañana, mientras yo empujaba nuestro carretón por mitad de la calle, intentando no pisar la mierda de los caballos que arrastraban los autobuses de la línea metropolitana. Al pasar frente al número 10 divisé a la señora Shorrocks mirándome desde la ventana. Exhibía el habitual ojo morado y la colección de diferentes magulladuras que Bert le solía producir cada sábado por la noche. —Ve a sacarlo de la cárcel hacia el mediodía —dijo el abuelo—. Ya se le habrá pasado la cogorza. Me repugnó la idea de soltar media corona para pagar su fianza; los beneficios de un día al carajo.

Pasadas las doce me acerqué a la comisaría de policía. El sargento de guardia me dijo que Bert Shorrocks seguía en su celda y sería conducido ante el juez por la tarde, pero que no habían visto a mi viejo en toda la semana. —Es igual que un penique falso: no dudes que aparecerá de nuevo —comentó mi abuelo con una risita. Pero pasó un mes antes de que mi padre « apareciera» de nuevo, y cuando le vi no pude dar crédito a mis ojos: iba vestido de caqui de pies a cabeza. Se había enrolado en el segundo batallón de los Fusileros Reales. Nos explicó que, a pesar de que confiaba en ser enviado al frente dentro de pocas semanas, pasaría la Navidad con nosotros; un oficial le había dicho que los malditos hunos se irían a tomar por el culo mucho antes. El abuelo le estrechó la mano y frunció el ceño, pero yo estaba tan orgulloso de mi viejo que pasé el resto del día paseando por el mercado sin separarme un momento de él. Hasta la dama apostada en una esquina con su cargamento de plumas blancas le dedicó un cabeceo de aprobación. La miré y le prometí a mi padre que si los alemanes no se habían ido a tomar por el culo antes de Navidad, dejaría el mercado y me alistaría para ayudarle a concluir la tarea. Aquella noche le acompañé al BlackBull, decidido a pulirme la paga semanal en lo que le apeteciera. Sin embargo, nadie permitió que pagase su bebida, así que no tuve que gastar ni un penique. Se fue para unirse a su regimiento de buena mañana, antes de que el abuelo y yo nos levantáramos para ir al mercado. El viejo nunca escribió porque no sabía escribir, pero toda la gente del East End sabía que, si no encontrabas bajo tu puerta uno de aquellos sobres marrones, el miembro de tu familia que combatía en la guerra seguía con vida. El señor Salmon me leía a veces artículos del periódico matutino, pero nunca encontró una mención de los Fusileros Reales, así que jamás supe dónde se había metido el viejo. Únicamente rezaba para que no se hallara en un lugar llamado Yprès, donde, según advertía el periódico, los enfrentamientos eran muy intensos. Tuvimos un día de Navidad muy tranquilo en familia, dejando aparte el hecho de que el viejo no había regresado del frente, tal como el oficial había pronosticado. Sal, que hacía turnos en un café de Commercial Road, volvió a trabajar el día 27. Grace se pasó las así llamadas vacaciones en su puesto del hospital de Londres, supervisando los regalos de todo el mundo, antes de irse a la cama. Kitty deambulaba de un lado a otro. De hecho, a decir verdad, daba la impresión de que no duraba en un empleo más de una semana. No obstante, siempre vestía mejor que cualquiera de nosotros, pues una ristra de novios parecían ansiosos de gastarse hasta su último penique en ella antes de partir hacia el frente. Me resultaba imposible imaginar qué pensaba decirles en el caso de que todos volvieran el mismo día. De vez en cuando, Kitty aceptaba trabajar un par de horas en el puesto, pero desaparecía en cuanto le echaba mano a una parte de los beneficios de la jornada. —Creo que no hacemos un buen negocio con ella —solía comentar mi abuelo. Yo no me quejaba.

Tenía dieciséis años, no alentaba la menor preocupación y mis pensamientos se concentraban en conseguir cuanto antes un carretón de mi propiedad. El señor Salmon me dijo haber oído que los mejores carretones se vendían en el Old Kent Road, porque muchos jóvenes obedecían la consigna de Kitchener, consistente en alistarse y combatir por la patria y el rey. Estaba seguro de que no habría un momento más adecuado para hacer lo que él llamaba un buen metsieh. Le di las gracias, pero también le rogué que no revelara mis intenciones al abuelo, porque quería cerrar el metsieh sin que él lo supiera. La mañana del sábado siguiente le pedí al abuelo dos horas libres. —¿Es que te has echado una novia? —Me miró de soslay o—. Espero que no vay as a empinar el codo. —Ni lo uno ni lo otro —respondí con una sonrisa—, pero serás el primero en enterarte, abuelo —le prometí, llevándome la mano a la gorra, y me puse a correr hacia la Old Kent Road. Crucé el Támesis por el puente de la Torre, adentrándome en el este más que nunca, y cuando llegué al extraño mercado no di crédito a mis ojos. Jamás había visto tantos carretones. Estaban alineados en filas. Largos, cortos, rechonchos, pintados con todos los colores del arco iris; algunos exhibían nombres famosos durante generaciones en el East End. Me pasé una hora examinando los que estaban a la venta, pero el único al que volví tenía escrito en un costado: « El carretón más grande del mundo» . La mujer que vendía el espléndido objeto me dijo que solo tenía un mes de antigüedad, y que su marido, muerto por los alemanes, había pagado tres libras por él. No pensaba venderlo por menos. Le expliqué que solo tenía dos libras, pero que esperaba pagarle el resto antes de seis meses. —Todos podríamos morir antes de que terminen esos seis meses —replicó. Meneó la cabeza con el aire de quien ha escuchado cuentos por el estilo a menudo. —En ese caso, le daré dos libras y seis peniques, más el carretón de mi abuelo como garantía —dije sin pensar. —¿Tu abuelo? —preguntó ella. —Sí, Charlie Trumper —dije con orgullo, si bien no confiaba en que conociera su nombre. —¿Charlie Trumper es tu abuelo? —Sí, ¿y qué? —pregunté, desafiante. —Que las dos libras y seis peniques me bastan por ahora —respondió la mujer—. No te olvides de pagar el resto antes de Navidad. Fue la primera vez que descubrí el significado de la palabra « reputación» .

Le entregué los ahorros de mi vida, prometiendo darle los restantes diecinueve chelines y seis peniques antes de que terminara el año. Cerramos el trato con un apretón de manos, agarré las varas y me llevé de inmediato mi nuevo « Gorrión» hacia Whitechapel Road. Cuando Sal y Kitty vieron el carretón se pusieron a dar saltos de alegría, e incluso me ay udaron a pintar en un costado « Charlie Trumper, el comerciante honrado, fundado en 1823» . Acabada la tarea, y mucho antes de que la pintura se hubiera secado, hice rodar el carretón con aire triunfal hacia el mercado. Cuando divisé el puesto de mi abuelo, mi sonrisa y a se extendía de oreja a oreja. La multitud congregada alrededor del viejo carretón parecía más numerosa de lo que acostumbraba a ser los sábados por la mañana, pero guardaba un extraño silencio, y no pude adivinar por qué enmudecieron en el momento en que aparecí. —Ahí viene Charlie el joven —gritó una voz. Varios rostros se volvieron en mi dirección. Presentí que algo había ocurrido. Solté mi nuevo carretón y corrí hacia la muchedumbre, que me abrió paso enseguida. Lo primero que vi después de atravesarla fue al abuelo tendido en el suelo. Apoyaba la cabeza en una caja de manzanas y estaba pálido como la cera. Corrí a su lado y me arrodillé. —Soy Charlie, abuelo, soy yo. Estoy aquí. ¿Qué puedo hacer? Dímelo y haré lo que sea. Sus cansados ojos parpadearon lentamente. —Escúchame con atención, muchacho —dijo, casi sin aliento—. Ahora, el carretón te pertenece, de modo que nunca lo pierdas de vista más de unas horas, ni tampoco el puesto. —Pero es tu carretón y tu puesto, abuelo. ¿Cómo vas a trabajar sin carretón ni puesto? —pregunté, pero ya no me escuchaba. Hasta aquel momento no se me había pasado por la cabeza que un conocido pudiera morir. E Capítulo 2 l funeral del abuelo Charlie se celebró una despejada mañana de octubre en la iglesia de Santa María y San Miguel, en la calle Jubilee.

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