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Comedia infantil – Henning Mankell

Sobre un tejado de barro rojizo quemado por el sol, bajo el estrellado cielo tropical de una noche de humedad sofocante, me encuentro yo, de nombre José Antonio Maria Vaz, a la espera del fin del mundo. Sucio y febril, los andrajos colgando, como si quisieran huir de mi escuálido cuerpo, llevo los bolsillos llenos de harina, para mí más preciada que el oro mismo. Y es que hace un año yo era alguien, era un panadero; mientras que ahora no soy sino un pedigüeño que pasa los días deambulando como alma en pena bajo el sol ardiente y al que se le van las noches en el tejado de una casa abandonada. Sin embargo, incluso los pedigüeños tienen señas de identidad. Unas señas que los distinguen de todos los demás que también extienden sus manos por las esquinas, como si quisieran regalarlas, o vender uno a uno sus dedos. José Antonio Maria Vaz es el andrajoso al que se le conoce como el Cronista de los Vientos. Día y noche se mueven mis labios, sin pausa, como si estuviera narrando una historia que nadie nunca tuvo paciencia para escuchar. Como si yo mismo, finalmente, hubiera aceptado que el monzón que se adentra desde el mar es, de hecho, mi único oyente siempre atento, el cual, con paciente anhelo de viejo sacerdote, espera a que la confesión llegue alguna vez a su fin. Por las noches busco cobijo en este tejado abandonado desde el que se me antoja puedo contemplar el mundo y sentirme dueño del espacio. Las constelaciones permanecen mudas y, aunque no me otorguen su aplauso, el destello de sus ojos me hace sentir que, en realidad, lo que hago es hablarle al oído a la eternidad. Además, con tan sólo bajar la vista puedo observar la ciudad extendida ante mí, la ciudad nocturna plagada de hogueras cuyas llamas se elevan en nerviosa danza, la ciudad donde ríen perros invisibles. Me maravillo entonces al pensar en toda esa gente que duerme bajo sus techos, que respira y sueña y ama, mientras yo, aquí sobre mi tejado, me entrego a la tarea de hablar de un ser que ya no existe. Yo, José Antonio Maria Vaz, soy también una parte de esta ciudad que, asida a las laderas, se extiende en su descenso hasta la ancha desembocadura del río. Las casas trepan como simios por las pendientes y, cada día que pasa, parece que aumenta la cantidad de personas que allí habitan. Llegan a pie desde el corazón ignoto del país, desde la sabana y los lejanos bosques muertos, hacia la costa, donde se encuentra la ciudad. Aquí se asientan ignorantes, en apariencia, de la mirada enemiga que los recibe. Nadie sabe con certeza de qué viven o dónde encuentran un techo que los cobije. La ciudad se los traga y acaba por convertirlos en una parte de sí. A diario llegan nuevos forasteros con sus hatos y cestos, imponentes mujeres negras que portan con dignidad sobre sus cabezas esos bultos enormes, a paso lento, como hileras de diminutos puntos negros en el horizonte. Nacen cada vez más niños, otras casas se unen a la escalada por el escarpado terreno, casas que luego se desintegran cuando las nubes se ennegrecen y los huracanes arrasan como bandidos asesinos. Así ha sido desde siempre y no son pocos los que, en su vigilia nocturna, se preguntan cómo ha de acabar. «¿Cuándo llegará el día en que la ciudad se derrumbe en furioso rodar pendiente abajo y desaparezca engullida por el mar?» «¿Cuándo resultará el peso de toda esa gente demasiado gravoso?» «¿Cuándo se producirá el fin del mundo?» Días hubo en los que también yo, fosé Antonio Maria Vaz, dedicaba las noches a formularme esas mismas preguntas. No es así ya desde hace tiempo. No, desde que conocía Nelio y lo llevé a mi tejado y lo vi morir. El desasosiego que antes sí era capaz de sentir ya no existe.


Para ser exactos, lo que ocurre es que ahora sé que la diferencia entre sentir miedo y sentir preocupación es decisiva. Eso también me lo enseñó Nelio. «Tener miedo es como sufrir un hambre insaciable», solía decir. «Cuando estamos preocupados, sin embargo, conservamos la capacidad de enfrentarnos a la preocupación.» Ahora, al rememorar sus palabras, sé que tenía razón. Puedo estar aquí contemplando la noche de la ciudad y la danza inquieta de las hogueras y recordar todo lo que dijo durante las nueve noches que pasé con él, hasta que lo vi morir. También el tejado está presente como parte viva de la historia. Es como si me encontrara en el fondo de un mar, como si hubiera tocado fondo y no pudiera continuar descendiendo. Así, me encuentro en el abismo de mi propia historia, pues fue aquí, sobre este tejado, donde todo comenzó y todo terminó. En algunas ocasiones se me antoja que ésa es, precisamente, mi misión: un eterno vagar por el fondo de este tejado mientras dirijo mis palabras a las estrellas. Justo en eso consistirá mi misión, por siempre. Esta que sigue es mi historia, a mi juicio extraordinaria e inolvidable. Todo empezó aquella noche de finales de noviembre, hace un año. Había luna llena y el cielo aparecía claro tras las fuertes lluvias. Aquella noche recosté a Nelio en el sucio colchón en el que habría de morir, nueve días más tarde, con el primer albor. Había perdido ya mucha sangre y las vendas que yo le improvisé lo mejor que pude, rasgando mi delantal mugriento, no eran de gran utilidad. Ya sabía él, para entonces y mucho antes que yo mismo, que abandonaría esta vida muy pronto. El mundo entero empezó de nuevo aquella noche, como si, de repente, se hubiera iniciado una nueva era. Lo recuerdo muy bien, pese a haber pasado ya, desde aquella vez, más de un año, que me ha traído otros muchos acontecimientos. Recuerdo que el filo de la luna se recortaba contra el cielo negro. La recuerdo como un reflejo del rostro exangüe de Nelio, salpicado de saladas gotas de sudor, mientras la vida abandonaba su cuerpo despacio, casi con miramiento, como si tratara de no despertar al que duerme. Aquel temprano amanecer de la novena noche, el amanecer en que Nelio murió, algo crucial vio su fin. Me cuesta explicar lo que quiero decir con mayor precisión. Hay ocasiones en mi vida en que me siento rodeado de un gran vacío. Como si me encontrara en el interior de una habitación gigantesca de paredes invisibles y de la que no puedo salir.

Y así era exactamente como me sentía aquella mañana en que Nelio, abandonado de todos, conmigo como único testigo, dejó esta vida. Después, cuando todo hubo concluido, hice lo que él me había rogado antes de morir. Llevé su cuerpo por las tortuosas escaleras hasta la tahona, a cuyo calor sofocante nunca pude acostumbrarme. Era temprano todavía y me encontraba solo. El gran horno ardía, como esperando recibir el pan que en él habría de cocerse para un mañana siempre hambriento. Introduje allí su cuerpo, cerré la portezuela y me mantuve a la espera durante una hora exactamente, pues, según él mismo había asegurado, su cuerpo no tardaría más de sesenta minutos en desaparecer. Cuando volví a abrir la portezuela, no quedaba nada allí dentro. Su espíritu pasó rozando mi rostro como un viento fresco que se hubiese desprendido de aquel calor infernal. Y ahí terminó todo. Regresé a mi tejado, donde permanecí hasta que volvió a hacerse de noche. Y fue entonces, bajo las estrellas y la delgadez apenas visible de la luna, mientras el apacible viento del océano índico me acariciaba el rostro, sumido en el dolor, cuando comprendí que sobre mí recaía la responsabilidad de dar a conocer la historia de Nelio. Sencillamente, ninguna otra persona era capaz de hacerlo.

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