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Codigo apocalipsis – Sergio Tapia Luque

“Cuando abrió el séptimo sello, se hizo silencio en el cielo.” Apocalipsis 8:113 El egipcio sacó un cigarro de una pitillera de oro, que guardaba bajo la gruesa piel de su abrigo largo y oscuro. A los ojos de cualquier transeúnte, se trataba de un excéntrico turista de algún país nórdico. Pues a pesar de que su piel cetrina le diera un margen razonable de duda, sus cabellos largos y lisos, de un tono castaño claro, combinados con sus ojos azul celeste, lo confundían sorprendentemente. Hijo de un fugitivo británico y una bailarina de origen berebere, Selim era una excepción en sí mismo. Con aire pausado y tranquilo, el Egipcio encendió el cigarro, saboreando cada calada con deleite, como si fuera la última. Aquella noche de mediados de febrero, en Madrid no hacía tanto frío como en los días anteriores. Sin embargo, un molesto viento surcaba veloz e intermitente por la ciudad dormida, ascendiendo por la calle de Joaquín Costa dirección a la Plaza de la República Argentina. Con una sonrisa irónica en los labios, Selim contempló como el fuego se iba poco a poco tragando la Torre Windsor. Aquellas llamas ejercían una atracción hipnótica sobre él. Igual que un dragón escapado de una pesadilla infernal, las llamas multicolores se lo iban comiendo todo, lentamente, de arriba hacia abajo, con gula y soberbia lasciva. Súbitamente sonó un celular. El egipcio tomó el móvil color mate de uno de los bolsillos de su abrigo, mientras seguía deleitándose con el espectáculo y el sabor del pitillo, ya medio consumido. Tras una breve discusión en un desconocido dialecto austriaco, colgó. Poco a poco, cientos de personas se iban congregando en las inmediaciones. La mayoría eran jóvenes que habían salido de los bares de copas para admirar el macabro espectáculo. Una variopinta población alucinada, mezcla de asustados vecinos y risueños adolescentes, decoraban las aceras colindantes. Selim consumió definitivamente el cigarro y lo tiró a la carretera que ya había sido bloqueada por la policía municipal. Con aire aburrido, miró Cartier: la hora había llegado. Aquel carísimo reloj, no sólo mostraba su desahogada situación económica, sino que además siempre le traía dulces recuerdos de un pasado lejano, ahora borroso en su memoria. Igual que una sombra, desapareció entre las callejuelas adyacentes, buscando entre penumbras la entrada convenida. El egipcio no conocía el nombre de su contacto, pero sí sabía que venía bien recomendado, y que aceptaba dinero en metálico. Sin embargo, su rostro le era familiar porque le había visto una o dos veces en la prensa y en algún noticiario televisivo, como uno de los políticos integrantes de la comisión de investigación del 11M, lo cual no mencionó a su intermediario. De repente, unos golpes le alertaron, la tapa de una cloaca cedió dejando salir a tres hombres vestidos de negro y con los rostros cubiertos por máscaras antigás. Tenían las ropas llenas de suciedad y … tiznadas de ceniza.


A Selim se le antojó cómico el olor, mezcla de heces y chamusquina. Uno de los hombres, el que parecía más fornido, se quitó la máscara. Se trataba de un hombre calvo que rondaba la cincuentena. Era de mandíbula cuadrada y tenía unos curiosos ojos negros que recordaban a los de una hiena. El Egipcio no le había visto en su vida. Con una sonrisa triunfal, la hiena le tendió un maletín manchado al igual que ellos. Esta vez, a Selim no le hizo mucha gracia el asunto. Sacó de sus ropas un pañuelo y asió el asa del maletín. En su lugar, entregó al hombre de mandíbula cuadrada las llaves de una furgoneta Mercedes con las lunas tintadas de negro, que estaba aparcada junto a ellos. Tras intercambiar un par de frases en árabe, ambos hombres se despidieron. Acto seguido, Selim salió de allí a toda prisa. Cuando la hiena quiso darse cuenta, el egipcio ya había desaparecido de su vista, abandonado la pequeña calle, poblada exclusivamente por el lejano murmullo de las sirenas y el ajetreo de los servicios de urgencia municipales. Tras un rato, cuando se aseguró de que no le seguía nadie, Selim se calmó. Dió un largo paseo hasta la glorieta de López de Hoyos. Allí tomó un taxi, perdiéndose en medio de la ciudad desvelada y confusa. 2 “Recuerda cuando dijimos a los Ángeles que se postraran ante Adán. Se postraron excepto Satanás, que dijo: Yo, ¿postrarme ante aquel que has creado de arcilla? El Corán Sura XVII – El Viaje nocturno, (vers. 61) Julia se dejó caer sobre el diván. ¿Por qué luchar? ¿Por qué seguir negando la realidad? El vacío le embargaba, como una tenaza de fuerza infinita que se apoderaba de su corazón, impidiéndola respirar. Sus irresistibles ojos color avellana brillaron por un instante, reprimiendo una lágrima. Suspiró, mientras continuaba escuchando los estúpidos consejos de su psiquiatra. “Tunguska”, aquella palabra rozó como en tantas otras ocasiones su acalorada mente; “Tunguska… Tunguska…”, sonaba incesante en las paredes de su conciencia. ¿Se estaba volviendo loca? No podía parar aquello. Los fantasmas y el horror se estaban apoderando poco a poco de su cordura. Julia lo había probado casi todo: terapia, drogas, hipnosis inducida, pero el dolor no quería marcharse.

Junto al diván, Philippe tomaba notas como siempre, incansable, haciendo preguntas sobre sus angustias, sus sueños, sus anhelos. ¿Qué podía saber aquel loquero insensible sobre sus sentimientos? Él afirmaba que la comprendía, pero Julia sabía que no era más que otra frase hecha, que Philippe repetía una y otra vez a lo largo del día. Las heridas físicas no eran nada en comparación con el sentimiento de pérdida. Tras los atentados del 11 de Marzo, Julia había perdido a su hijo José de tres años y a su marido Pietro. Ella había sobrevivido gracias a que el cuerpo de su marido había servido de escudo humano entre la onda expansiva y ella, algo que no hacía más que agudizar su sentimiento de culpa. Y en aquel último instante, poco antes de perder la conciencia, momentos después de la explosión, Julia miró a los ojos moribundos de Pietro; se habían convertido en unos vacíos luceros de la muerte, susurrándole entre estertores de dolor: “Tunguska”. Jamás le había contado a nadie aquel instante, jamás se había atrevido a indagar sobre el último mensaje de su marido y sin embargo, su sombra le perseguía al doblar cada esquina. En su interior sabía que aquella palabra encerraba un significado importante, un secreto que llevaba un año quemándola lentamente. Julia tenía treinta años recién cumplidos. Su pelo era castaño y liso, cortado a media melena, su fino rostro estilizado, en combinación con su complexión delgada, le daban un aspecto de cristalizada fragilidad. Llevaba un traje cómodo y holgado color vainilla, a caballo entre la formalidad y el “business casual”, que delataba que había llegado momentos antes, directamente desde la oficina, donde Julia trabaja como asesora fiscal. Pero engañaba a simple vista, su fuerza y su temple habían sido las principales razones que siempre esgrimía Pietro cuando ella le preguntaba sobre los motivos que le llevaron a enamorarse. ¿Qué importaba ahora todo aquello si se sentía la criatura más frágil e insegura del universo? ¿Cómo te sientes Julia? – comentó Philippe recuperando su atención. Después de toda la monserga matutina, aquella pregunta tan sencilla le sacó súbitamente de sus ensoñaciones. Por primera vez durante la entrevista miró a los ojos de su psiquiatra. Philippe había sido un salvavidas en medio de la tormenta, pues Julia jamás se abría a nadie; la familia, los amigos… Ante todos trataba de demostrar una entereza que ella sabía que no tenía. Aunque Julia entendía que no engañaba a nadie, se veía forzada a convertirse en la protagonista de una función teatral que nunca decidió interpretar. Philippe se percató de la ansiedad de Julia. Dejó su cuaderno y su pluma sobre el escritorio, junto a su butaca, y se levantó en dirección a su paciente. Con una sonrisa paternal acarició su mejilla. A un guiño de Philippe supo inmediatamente que debía utilizar la respiración para alejar de su mente los fantasmas que la atormentaban. Por un instante Julia cedió a la fantasía y pensó que tal vez en otra vida se hubiera enamorado de aquel hombre cariñoso y atento. ¿Qué tal amante sería? Aquel pensamiento le aturdió haciendo regresar para sí la culpabilidad –“Tunguska” le susurró la voz de Pietro desde el recuerdo… ¿Había olvidado a su hijo y a su marido? ¿En qué demonios estaba pensando? Por un momento Philippe, abandonó su rol de médico y pensó en Julia como una mujer. Aquella fragilidad le resultaba encantadora. Sin quererlo, desvió su vista hacia los pechos de su paciente; no eran muy grandes, pero tenían una forma tan perfecta que atraían la atención.

Philippe era natural de Paris, hijo de un diplomático francés y una abogada española, que se había educado en medio de las dos culturas. Residía en Madrid desde los cuatro años, y había hecho de España su hogar, porque aunque hablaba perfectamente la lengua paterna, pensaba en castellano. Había dejado en un pequeño conocimiento ocasional la geografía de su tierra natal, supeditado a esporádicas visitas navideñas y ocasiones especiales en las que visitaba su París natal. Era alto, de rasgos angulosos y marcados. Sus años de deporte en la universidad se evidenciaban en su complexión atlética. Su pelo de color negro lo llevaba cortado casi al cero, más por comodidad que por otra cosa. Lucía unos vaqueros gastados y un jersey de lana color madera, que le conferían un aspecto juvenil, que encubría sus treinta y nueve años recién cumplidos. Julia se vio embargada por un torrente irrefrenable de pasiones incontroladas. La culpabilidad y la angustia le llevaron a la vacilación; quería huir de sí misma; quería salir de aquel lugar. –“Tunguska”. Con un movimiento brusco que asustó a Philippe, Julia le apartó de sí y salió corriendo, dejándole solo, totalmente aturdido. “¿Qué había pasado?” se dijo así mismo. Algo había cambiado súbitamente entre ellos dos aquella tarde.

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