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Circo Máximo_ La ira de Trajano – Santiago Posteguillo

Julio César se llevó las yemas de los dedos índice y pulgar de la mano derecha a los párpados cerrados. Llevaba una hora trabajando en la mesa del tablinum, su despacho particular en su gran domus del centro de la ciudad. Se reclinó hacia atrás y suspiró. Luego dejó caer la mano derecha sobre la superficie plana de la mesa, encima de uno de los mapas donde había estado realizando anotaciones. Se inclinó de nuevo sobre aquellos planos y sus ojos repasaron las posiciones que había señalado para las legiones. ¿Serían suficientes tropas para aquel proyecto? No estaba seguro. Tendría que meditarlo con más sosiego antes de emprender aquella marcha hacia Oriente. Quizá los cálculos no fueran los adecuados y un error sobre ese mapa podría suponer una derrota de la que Roma nunca podría recuperarse. Tenía que revisar aquellas cifras de nuevo, pero cuando estuviera más descansado. Aquella noche apenas había dormido. De lo que estaba seguro, no obstante, era de que el plan podía ejecutarse. Ése y el que había preparado con relación al Danubio. Todo podía hacerse. Sólo había que hacer bien los cálculos sobre las tropas necesarias y disponer de una auténtica determinación, una creencia absoluta en las posibilidades de éxito de aquellas empresas, acometiéndolas con el mismo ímpetu con el que inició su conquista de las Galias. Y bien, sí, se requería valor. Pero podía hacerse. Debía hacerse. Golpeó con el puño cerrado sobre los planos. Sintió algo de fresco. La primavera aún no había llegado a Roma. Se levantó y plegó los mapas con cuidado. Le había costado mucho obtener aquellas copias fiables de todas las remotas regiones más allá de las fronteras romanas. Una vez enrollados, introdujo los papiros en un cesto grande y lo depositó en una estantería de su despacho. Tenía una reunión pactada con varios senadores. Suspiró.


Venían con una petición. Julio César sacudió la cabeza. No, no se fiaba de ellos, pero no podía dar muestras de temor. No debía dar nunca esa impresión. «Sólo se debe temer al miedo», pensó. Además, había acordado con Marco Antonio que éste lo acompañaría al encuentro con aquellos senadores. —Sí —dijo en el silencio de aquel amanecer de marzo. Era una afirmación para sí mismo. Primero resolvería el asunto de aquella incómoda reunión y luego hablaría con Marco Antonio sobre sus planes para el Danubio y para Oriente. Cada cosa a su debido tiempo. Había habido malos presagios y su propia esposa Calpurnia le había insistido en que no fuera a ese encuentro con los miembros del Senado, pero Cayo Julio César salió con resolución del tablinum. A su espalda quedaron las estanterías con aquel cesto y aquellos mapas. Tenía decidido volver sobre ellos esa misma noche. Él no podía saberlo, pero veintitrés puñaladas impedirían que ya nunca más pudiera trazar un plan de conquista. El cesto quedó olvidado por todos y nadie nunca leería el contenido de aquellas notas. ¿Nadie? Libro I LAS CUADRIGAS DE ROMA Ilustración de Trajano extraída de una sección de la Columna Trajana (Foro de Trajano en Roma) Año 101 d. C. (Año 853 ab urbe condita , desde la fundación de Roma) Tiempos del emperador Marco Ulpio Trajano (145 años después del asesinato de Julio César) Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum . [Así que quien desee la paz, que prepare la guerra.] VEGECIO Epitoma rei militaris (libro III, prefacio) 1 UNA PETICIÓN DESESPERADA Roma Febrero de 101 d. C. —¡Sólo tú puedes salvarla! ¡Sólo el gran Plinio puede conseguirlo! —dijo aquel hombre entre sollozos, postrado ante el poderoso senador de Roma, abrazándole las rodillas en señal de máxima sumisión mientras seguía repitiendo aquellas palabras como una letanía de sufrimiento eterno—. ¡Sólo Plinio puede salvar a mi hija! ¡Sólo Plinio! El viejo Menenio vio cómo Plinio se agachaba y lo cogía por los brazos para levantarlo. —No es necesario que te postres de esta forma para que entienda tu dolor —dijo Plinio mientras acompañaba a su amigo junto a un solium en el que lo invitó a sentarse, a la vez que él hacía lo mismo en una sella que estaba al lado. En el atrio de la enorme domus de Plinio en Roma, protegidos por aquel gran peristilo porticado, sólo se oía el arrullo de la fuente del centro.

Éste, uno de los senadores más poderosos del Imperio, había podido adquirir aquella residencia tras una exitosa carrera como abogado primero y como senador después, siempre ascendiendo en los diferentes cargos públicos del cursus honorum. Era de los pocos supervivientes a los años de locura de Domiciano y ahora parecía bien posicionado con el nuevo emperador Trajano. Menenio, sin embargo, pertenecía a una ancestral familia patricia que poco a poco había perdido fuerza, poder e influencia en Roma, hasta el punto de que ahora su pater familias se veía obligado a humillarse ante un semejante, ante otro senador, para conseguir salvar a una hija sobre la que se cernía la más temible de las sombras. —Sólo tú puedes salvarla —volvió a insistir Menenio—. Estás en buenas relaciones con el nuevo emperador. Trajano te escuchará. Sé que si tú la defiendes al menos la muchacha tendrá una oportunidad. —Por todos los dioses, Menenio, tranquilízate —respondió Plinio—. Según lo que me has contado ni siquiera hay una acusación formal, y el delito es muy grave. Muy pocos se atreverían a formularla. Una acusación falsa contra una vestal, si se prueba que han mentido, puede suponer la muerte. En ocho años nadie ha osado acusar a una sacerdotisa de Vesta. —Cierto —concedió Menenio, aunque en seguida añadió unas palabras que resonaron terribles en el patio de aquella domus—; pero en aquel último caso, el de hace ocho años, la vestal acusada fue condenada y enterrada viva. Silencio. El agua de la fuente seguía manando. El ruido del líquido al caer sobre el mármol les recordaba que el tiempo no se detenía, aunque en aquel instante Menenio lo hubiera dado todo por poder pararlo. —En todo caso —insistió Plinio quebrando aquella extraña pausa— sigue sin haber acusación formal. Sólo rumores… —Tú sabes cómo funciona esto —lo interrumpió Menenio—. Tú lo sabes mejor que nadie. Todos lo hemos visto otras muchas veces: primero son los rumores, luego las delaciones. —Trajano ha promulgado una ley contra las mismas. —Sí, contra las delaciones anónimas, pero estoy seguro de que reunirán testigos comprados. Mentirán, Plinio, mentirán y mi hija será enterrada viva. Plinio estiró las piernas. Estaba claro que era imposible tranquilizar a su amigo.

Se levantó y paseó por el atrio. Suspiró. Regresó junto a Menenio y, de pie, empezó a resumir lo que su amigo le había contado. —Por Júpiter, veamos: tu hija Menenia fue escogida por el emperador Domiciano, ya fallecido, para reemplazar a una de las vestales que él mismo condenó a muerte por un supuesto crimen incesti, porque se dijo que se había entregado a otros hombres rompiendo su voto sagrado de castidad. La selección de Menenia fue hace unos cuantos años… nueve has dicho, creo. ¿Correcto? —Menenio asintió y Plinio prosiguió con su relato—. Entonces tu hija tenía apenas nueve años también, la misma cifra. Fue conducida hasta la Casa de las Vestales y allí se la examinó de acuerdo a las costumbres sagradas de las sacerdotisas de Vesta, y fue aceptada. El problema radica en que tu hija tenía amistad, una amistad infantil e inocente, con un niño de nombre Celer, el hijo de un liberto de tu propia casa con el que jugó durante su infancia hasta que fue conducida a la Casa de las Vestales. Era una amistad sincera entre niños y ambos siguieron viéndose ocasionalmente, siempre bajo la atenta mirada de las vestales, en actos públicos. Hasta ahí todo bien. Continúo resumiendo: este niño, Celer, tenía un don, un don especial con los animales y en particular con los caballos, de tal forma que tú mismo, para ayudarle a que tuviera un medio de vida, influiste para que fuera admitido en una de las cuatro grandes corporaciones de cuadrigas de la ciudad, la de los rojos. El muchacho empezó como aurigator, como un ayudante de los aurigas, pero muy pronto, con unos trece años, empezó a correr hasta convertirse en uno de los más importantes aurigas de Roma. Ha conseguido decenas de victorias. La relación entre Celer y tu hija, ya una joven sacerdotisa vestal, se ha mantenido mediante cartas y en algunos encuentros siempre en público, siempre controlados, pero ha surgido un rumor, un rumor terrible que sientes que pronto puede transformarse en la peor de las acusaciones contra una vestal. Estás convencido de que hay personas, no sabemos quiénes, que han extendido el rumor de que tu hija Menenia ha roto su voto de castidad yaciendo con este auriga en secreto. Crees que pronto se formulará una acusación formal de crimen incesti y que, en consecuencia, tu hija será juzgada. Estás convencido de que habrá testigos comprados dispuestos a mentir ante el mismísimo emperador, ante el Pontifex Maximus, y declarar que tal horrendo crimen ha sido en efecto perpetrado por tu hija, pero no puedes decirme de dónde ha surgido el rumor ni quién puede estar dispuesto a arriesgar tanto comprando a estos testigos

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