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Circo Máximo – Santiago Posteguillo

Circo Máximo es la historia de Trajano y su gobierno, guerras y traiciones, lealtades insobornables e historias de amor imposibles. Hay una vestal, un juicio, inocentes acusados, un abogado especial, mensajes cifrados, códigos secretos, batallas campales, fortalezas inexpugnables, asedios sin fin, dos aurigas rivales, el Anfiteatro, los gladiadores y tres carreras de cuadrigas. Hay también un caballo especial, diferente a todos, leyes antiguas olvidadas, sacrificios humanos, amargura y terror, pero también destellos de nobleza y esperanza, como la llama de Vesta, que mientras arde preserva a Roma. Sólo que hay noches en las que la llama del Templo de Vesta tiembla. La rueda de la Fortuna comienza entonces a girar. En esos momentos, todo puede pasar y hasta la vida del propio Trajano, aunque él no lo sepa, corre peligro. Y, esto es lo mejor de todo, ocurrió: hubo un complot para asesinar a Marco Ulpio Trajano.


 

Centro de Roma Residencia de Cayo Julio César, dictador y Pontifex Maximus Julio César se llevó las y emas de los dedos índice y pulgar de la mano derecha a los párpados cerrados. Llevaba una hora trabajando en la mesa del tablinum, su despacho particular en su gran domus del centro de la ciudad. Se reclinó hacia atrás y suspiró. Luego dejó caer la mano derecha sobre la superficie plana de la mesa, encima de uno de los mapas donde había estado realizando anotaciones. Se inclinó de nuevo sobre aquellos planos y sus ojos repasaron las posiciones que había señalado para las legiones. ¿Serían suficientes tropas para aquel proyecto? No estaba seguro. Tendría que meditarlo con más sosiego antes de emprender aquella marcha hacia Oriente. Quizá los cálculos no fueran los adecuados y un error sobre ese mapa podría suponer una derrota de la que Roma nunca podría recuperarse. Tenía que revisar aquellas cifras de nuevo, pero cuando estuviera más descansado. Aquella noche apenas había dormido. De lo que estaba seguro, no obstante, era de que el plan podía ejecutarse. Ése y el que había preparado con relación al Danubio. Todo podía hacerse. Sólo había que hacer bien los cálculos sobre las tropas necesarias y disponer de una auténtica determinación, una creencia absoluta en las posibilidades de éxito de aquellas empresas, acometiéndolas con el mismo ímpetu con el que inició su conquista de las Galias. Y bien, sí, se requería valor. Pero podía hacerse. Debía hacerse. Golpeó con el puño cerrado sobre los planos.


Sintió algo de fresco. La primavera aún no había llegado a Roma. Se levantó y plegó los mapas con cuidado. Le había costado mucho obtener aquellas copias fiables de todas las remotas regiones más allá de las fronteras romanas. Una vez enrollados, introdujo los papiros en un cesto grande y lo depositó en una estantería de su despacho. Tenía una reunión pactada con varios senadores. Suspiró. Venían con una petición. Julio César sacudió la cabeza. No, no se fiaba de ellos, pero no podía dar muestras de temor. No debía dar nunca esa impresión. « Sólo se debe temer al miedo» , pensó. Además, había acordado con Marco Antonio que éste lo acompañaría al encuentro con aquellos senadores. —Sí —dijo en el silencio de aquel amanecer de marzo. Era una afirmación para sí mismo. Primero resolvería el asunto de aquella incómoda reunión y luego hablaría con Marco Antonio sobre sus planes para el Danubio y para Oriente. Cada cosa a su debido tiempo. Había habido malos presagios y su propia esposa Calpurnia le había insistido en que no fuera a ese encuentro con los miembros del Senado, pero Cayo Julio César salió con resolución del tablinum. A su espalda quedaron las estanterías con aquel cesto y aquellos mapas. Tenía decidido volver sobre ellos esa misma noche. Él no podía saberlo, pero veintitrés puñaladas impedirían que ya nunca más pudiera trazar un plan de conquista. El cesto quedó olvidado por todos y nadie nunca leería el contenido de aquellas notas. ¿Nadie? Libro I LAS CUADRIGAS DE ROMA Ilustración de Trajano extraída de una sección de la Columna Trajana (Foro de Trajano en Roma) Año 101 d. C. (Año 853 ab urbe condita, desde la fundación de Roma) Tiempos del emperador Marco Ulpio Trajano (145 años después del asesinato de Julio César) Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum.

[Así que quien desee la paz, que prepare la guerra.] VEGECIO Epitoma rei militaris (libro III, prefacio) 1 UNA PETICIÓN DESESPERADA Roma Febrero de 101 d. C. —¡Sólo tú puedes salvarla! ¡Sólo el gran Plinio puede conseguirlo! —dijo aquel hombre entre sollozos, postrado ante el poderoso senador de Roma, abrazándole las rodillas en señal de máxima sumisión mientras seguía repitiendo aquellas palabras como una letanía de sufrimiento eterno—. ¡Sólo Plinio puede salvar a mi hija! ¡Sólo Plinio! El viejo Menenio vio cómo Plinio se agachaba y lo cogía por los brazos para levantarlo. —No es necesario que te postres de esta forma para que entienda tu dolor — dijo Plinio mientras acompañaba a su amigo junto a un solium en el que lo invitó a sentarse, a la vez que él hacía lo mismo en una sella que estaba al lado. En el atrio de la enorme domus de Plinio en Roma, protegidos por aquel gran peristilo porticado, sólo se oía el arrullo de la fuente del centro. Éste, uno de los senadores más poderosos del Imperio, había podido adquirir aquella residencia tras una exitosa carrera como abogado primero y como senador después, siempre ascendiendo en los diferentes cargos públicos del cursus honorum. Era de los pocos supervivientes a los años de locura de Domiciano y ahora parecía bien posicionado con el nuevo emperador Trajano. Menenio, sin embargo, pertenecía a una ancestral familia patricia que poco a poco había perdido fuerza, poder e influencia en Roma, hasta el punto de que ahora su pater familias se veía obligado a humillarse ante un semejante, ante otro senador, para conseguir salvar a una hija sobre la que se cernía la más temible de las sombras. —Sólo tú puedes salvarla —volvió a insistir Menenio—. Estás en buenas relaciones con el nuevo emperador. Trajano te escuchará. Sé que si tú la defiendes al menos la muchacha tendrá una oportunidad. —Por todos los dioses, Menenio, tranquilízate —respondió Plinio—. Según lo que me has contado ni siquiera hay una acusación formal, y el delito es muy grave. Muy pocos se atreverían a formularla. Una acusación falsa contra una vestal, si se prueba que han mentido, puede suponer la muerte. En ocho años nadie ha osado acusar a una sacerdotisa de Vesta. —Cierto —concedió Menenio, aunque en seguida añadió unas palabras que resonaron terribles en el patio de aquella domus—; pero en aquel último caso, el de hace ocho años, la vestal acusada fue condenada y enterrada viva. Silencio. El agua de la fuente seguía manando. El ruido del líquido al caer sobre el mármol les recordaba que el tiempo no se detenía, aunque en aquel instante Menenio lo hubiera dado todo por poder pararlo. —En todo caso —insistió Plinio quebrando aquella extraña pausa— sigue sin haber acusación formal. Sólo rumores… —Tú sabes cómo funciona esto —lo interrumpió Menenio—.

Tú lo sabes mejor que nadie. Todos lo hemos visto otras muchas veces: primero son los rumores, luego las delaciones. —Trajano ha promulgado una ley contra las mismas. —Sí, contra las delaciones anónimas, pero estoy seguro de que reunirán testigos comprados. Mentirán, Plinio, mentirán y mi hija será enterrada viva. Plinio estiró las piernas. Estaba claro que era imposible tranquilizar a su amigo. Se levantó y paseó por el atrio. Suspiró. Regresó junto a Menenio y, de pie, empezó a resumir lo que su amigo le había contado. —Por Júpiter, veamos: tu hija Menenia fue escogida por el emperador Domiciano, y a fallecido, para reemplazar a una de las vestales que él mismo condenó a muerte por un supuesto crimen incesti, porque se dijo que se había entregado a otros hombres rompiendo su voto sagrado de castidad. La selección de Menenia fue hace unos cuantos años… nueve has dicho, creo. ¿Correcto? — Menenio asintió y Plinio prosiguió con su relato—. Entonces tu hija tenía apenas nueve años también, la misma cifra. Fue conducida hasta la Casa de las Vestales y allí se la examinó de acuerdo a las costumbres sagradas de las sacerdotisas de Vesta, y fue aceptada. El problema radica en que tu hija tenía amistad, una amistad infantil e inocente, con un niño de nombre Celer, el hijo de un liberto de tu propia casa con el que jugó durante su infancia hasta que fue conducida a la Casa de las Vestales. Era una amistad sincera entre niños y ambos siguieron viéndose ocasionalmente, siempre bajo la atenta mirada de las vestales, en actos públicos. Hasta ahí todo bien. Continúo resumiendo: este niño, Celer, tenía un don, un don especial con los animales y en particular con los caballos, de tal forma que tú mismo, para ayudarle a que tuviera un medio de vida, influiste para que fuera admitido en una de las cuatro grandes corporaciones de cuadrigas de la ciudad, la de los rojos. El muchacho empezó como aurigator, como un ayudante de los aurigas, pero muy pronto, con unos trece años, empezó a correr hasta convertirse en uno de los más importantes aurigas de Roma. Ha conseguido decenas de victorias. La relación entre Celer y tu hija, ya una joven sacerdotisa vestal, se ha mantenido mediante cartas y en algunos encuentros siempre en público, siempre controlados, pero ha surgido un rumor, un rumor terrible que sientes que pronto puede transformarse en la peor de las acusaciones contra una vestal. Estás convencido de que hay personas, no sabemos quiénes, que han extendido el rumor de que tu hija Menenia ha roto su voto de castidad yaciendo con este auriga en secreto. Crees que pronto se formulará una acusación formal de crimen incesti y que, en consecuencia, tu hija será juzgada. Estás convencido de que habrá testigos comprados dispuestos a mentir ante el mismísimo emperador, ante el Pontifex Maximus, y declarar que tal horrendo crimen ha sido en efecto perpetrado por tu hija, pero no puedes decirme de dónde ha surgido el rumor ni quién puede estar dispuesto a arriesgar tanto comprando a estos testigos.

—Así es —confirmó Menenio. Plinio volvió a sentarse junto a su amigo. Durante un largo rato no dijeron nada ninguno de los dos. En el fondo, Plinio compartía la tétrica visión que Menenio tenía sobre todo aquel asunto. Sí, los rumores solían terminar en acusaciones formales ante un tribunal. Era una de las herencias del principado de Domiciano. Trajano se había esforzado por reducir las causas basadas en delaciones anónimas sin base ni pruebas, pero con dinero se seguían comprando testimonios y seguía habiendo condenas injustas. Era difícil revertir en apenas dos o tres años la perniciosa tendencia que se había instalado en Roma durante los largos, lentos y penosos quince años del gobierno de Domiciano. Torcer a los hombres siempre es más fácil que enderezarlos. Plinio miraba al suelo. Menenio había sido siempre un amigo leal y hombre honesto. Había tenido que sufrir que su hija fuera designada por Domiciano como nueva vestal. Aquello no había sido sino una maniobra más del emperador para controlar a un hombre honrado. El miedo a que le pasara cualquier cosa a su hija, una vestal que como todas las sacerdotisas de Vesta dependía directamente del Pontifex Maximus y emperador del mundo, había hecho de Menenio el senador dócil y sumiso que Domiciano buscaba en la última época de su tiranía. Asesinado éste, Menenio había sido uno de los hombres más felices durante un breve intervalo de tiempo, pero ahora, de pronto, sin saber muy bien de dónde, surgía este rumor de una relación prohibida entre su hija y aquel amigo de la infancia que ahora era un gran auriga. —Si hay acusación formal, Menenio, yo defenderé a tu hija —dijo al fin Plinio rompiendo el largo silencio en el que le habían sumido sus reflexiones. —Gracias, por todos los dioses, gracias. Menenio estaba a punto de levantarse del solium para volver a arrodillarse ante el que ahora sería el abogado defensor de su hija, pero Plinio se lo impidió asiéndole con un brazo. Menenio desistió y no volvió a humillarse. Hablaron entonces de otras cosas para relajar un poco aquel tenso encuentro. De asuntos intrascendentales para Menenio pero que ayudaban a distraer su mente de la preocupación por la seguridad de su hija: las obras de remodelación y ampliación del Circo Máximo que había ordenado Trajano, los problemas en el suministro de agua a la ciudad o el juicio en el Senado a Prisco, uno de los senadores más corruptos de la época de Domiciano a quien Trajano había condenado a devolver una enorme cantidad de dinero y luego había enviado al destierro. Plinio, al final de aquella conversación, añadió una pregunta que había aprendido a hacer antes de aceptar la defensa de alguien, pues sabía que no había nada peor que no saberlo todo de sus defendidos. —Dime, Menenio, ¿hay algo especial, algún secreto por pequeño que sea, que deba saber sobre tu hija Menenia? Sería terrible que los acusadores averiguaran algo de tu hija que su defensor no conociera. ¿Hay algo secreto? El viejo senador Menenio no respondió de inmediato. Miró al suelo un instante, como si repasara velozmente la vida de su hija.

—No —respondió al fin. Plinio lo observó atento y asintió muy despacio. —Que los dioses te prodiguen bondades —le dijo Plinio a su amigo mientras lo acompañaba a la puerta. Menenio se inclinó al despedirse. Iba a marcharse y a, pero se detuvo un instante. —Es inocente, mi hija es inocente —dijo Menenio en un arrebato, en un intento por afianzar aún más el compromiso de su amigo en la defensa de su hija. —Estoy seguro de ello —respondió Plinio en el tono más tranquilizador que pudo. Menenio sonrió levemente en señal de agradecimiento y se perdió, escoltado por cuatro esclavos, entre la multitud que atestaba las calles de Roma, una muchedumbre que se dirigía al Circo Máximo. Aquella misma mañana había carreras y toda Roma acudía a presenciarlas. Plinio frunció el ceño. ¿Correría Celer, el auriga protagonista junto con Menenia de aquellos malditos rumores, próximamente? Tenía que ver de nuevo una de esas carreras. Hacía tiempo que no se acercaba al Circo Máximo, pero si quería defender bien a aquella vestal, a la hija de su amigo, sentía que tenía que volver a ver las carreras del Circo y prestar mucha atención a todo lo que ocurriera allí. Los esclavos cerraron la puerta y Plinio regresó al interior de su domus. Una vez en el atrio de su casa se sentó en su solium. « Inocente» , pensó. Seguro que lo era. Siendo hija de Menenio, aquella muchacha sería igual de recta y virtuosa que su padre y su madre. De eso no tenía duda. Pero también, seguramente, fueron inocentes las cuatro vestales condenadas a muerte durante la época de Domiciano. Plinio suspiró profundamente. Le preocupaba que en un juicio en Roma lo menos importante de todo fuera la inocencia o la culpabilidad de la acusada, pero, por encima de todo, le incomodaba que Menenio le hubiera mentido. Plinio sabía cuando alguien mentía. Ése era su don. Y Menenio no había respondido la verdad cuando le había preguntado sobre si existía algún secreto en la vida de su hija Menenia. Y los secretos no eran buenos en un juicio.

¿Por qué habría querido ocultarle algo cuando la vida de su hija estaba en juego? Plinio se mantuvo sentado en el centro del atrio. —Rumores y secretos —dijo en un murmullo casi inaudible—. Será difícil ganar este juicio. 2 UNA MISIÓN IMPOSIBLE Roma Febrero de 101 d. C. Apolodoro de Damasco, el arquitecto imperial, esperaba aquel atardecer en el silencio de un Aula Regia vacía la llegada del César, pero el hombre que entró al fin por el fondo de la gran sala del trono de Roma no era el emperador, sino un liberto, seguramente algún funcionario al servicio de los archivos imperiales o quizá un consejero del consilium de Trajano. Era difícil saberlo. —Sígueme —dijo aquel hombre, y el arquitecto empezó a caminar justo detrás de aquella sombra sigilosa. Cruzaron los grandes peristilos de la Domus Flavia hasta llegar a las cámaras de la familia imperial. Allí, frente a una puerta de bronce custodiada por media docena de pretorianos, su guía se detuvo. No dijo nada ni se volvió para despedirse. No era necesario. La puerta de bronce se abrió y los pretorianos se hicieron a un lado. Apolodoro vislumbró la figura del César en pie, apoyado sobre una gran mesa con mapas. El arquitecto entró y los pretorianos cerraron la puerta. Apolodoro se quedó junto a la entrada sin saber bien qué hacer. Acercarse sin ser invitado podía ser indecoroso y lo último que uno quería hacer en Roma era indisponerse con el emperador. —Acércate, Apolodoro —dijo Trajano al fin con voz serena. El arquitecto dio unos pasos adelante hasta situarse al otro lado de la mesa. El mapa que había desplegado y sobre el que se apoyaban las manos del emperador era del norte del Imperio. Se podían ver las provincias del Rin, Germania Inferior, Germania Superior y luego el Noricum y Raetia para continuar con las provincias limítrofes con el Danubio: Panonia Superior e Inferior y Moesia Superior e Inferior. —Necesito un puente —dijo Trajano, que no era hombre de perder el tiempo a la hora de hablar. —¿Un puente…? —repitió el arquitecto de modo dubitativo; Julio César hizo construir un puente sobre el Rin, un puente de madera, con troncos, que luego desmanteló a las pocas semanas; Apolodoro estaba convencido de que Julio César lo había construido más que otra cosa para demostrar a los bárbaros del norte que si Roma quería, Roma podía construir un puente y atacarlos. Quizá el nuevo emperador estuviera pensando en repetir aquello—. ¿El César desea un puente sobre el Rin? —No —respondió Trajano tajante—.

No. Lo que necesito es un puente sobre el Danubio. —Sobre el Danubio —volvió a repetir Apolodoro mientras desplazaba la mirada hacia el otro extremo del mapa. El Danubio era más largo, más caudaloso, más ancho. Nunca se había construido un puente sobre el Danubio. De hecho no se consideraba posible. Aunque quizá…—. Quizá se podría construir un puente con barcazas. El emperador negó con la cabeza. —Para eso no necesito un arquitecto. Para eso me basta con mis zapadores. No. Necesito un puente sólido, fuerte y permanente sobre el Danubio. Eso es lo que necesito. Eso es lo que quiero. ¿Puedes construirlo? Me dijeron que si quería algo que pareciera imposible, algo que nunca se haya hecho antes porque se cree que no puede hacerse, el único hombre en Roma capaz de conseguir imposibles eres tú. ¡Por Hércules, cuentan que tú mismo le dijiste a Domiciano que podías hacer imposibles! ¿Es eso cierto o acaso me informaron mal? Apolodoro imaginaba a Rabirius, el viejo arquitecto de Domiciano, o a cualquiera de sus compañeros, henchidos de envidia por su gran éxito de hacía unos años con la ampliación del anfiteatro Flavio, promoviendo aquel rumor de que él se jactaba de poder construir cualquier cosa. Ahora sentía como en secreto, sin tan siquiera mover ni una comisura de los labios, sus enemigos sonreían ante el espectáculo de aquella arrolladora victoria, pues una cosa era ampliar un edificio como el anfiteatro Flavio y otra muy diferente intentar construir un puente imposible. Mientras, el César seguía mirándolo. Sólo había dos caminos: humillarse y negar todos aquellos rumores y perder así el favor del nuevo emperador de Roma o… Apolodoro dio un paso al frente, alzó el rostro y, mirando a Trajano a los ojos, respondió con firmeza. —Si el César quiere construir algo imposible, yo soy su hombre. Trajano sonrió. —Bien —dijo—. Partirás hoy mismo. Te proporcionaré un salvoconducto que te abrirá el camino hasta los campamentos de Moesia Superior.

Es allí donde necesito el puente. —Apolodoro lo escuchaba con la boca abierta, sin apenas respirar; el emperador seguía con sus instrucciones—. Quiero que vayas allí y que encuentres el emplazamiento idóneo para ese puente, y quiero tener en poco tiempo un informe tuy o sobre el lugar que has seleccionado y los recursos que necesitas para construirlo. Tendrás hombres y todo el material que precises, Apolodoro, pero quiero un puente sobre el Danubio, ¿me entiendes? —Sí, César. —Bien… —Trajano dejó de mirarlo y volvió a fijar sus ojos en el plano—. Eso es todo. Apolodoro se inclinó ante el César y se encaminó hacia la puerta de bronce. —¡Abrid! —dijo Trajano con voz potente sin dejar de mirar el mapa. La puerta de bronce se abrió y Apolodoro se deslizó entre los pretorianos. El funcionario que lo había guiado hasta allí volvió a conducirlo a través de los grandes peristilos del palacio imperial. Se cruzaron con un hombre anciano que, pese a su edad, caminaba muy recto. Vestía con enorme sencillez, con apenas una túnica blanca sin marca ni ribete ni decoración alguna. Si Apolodoro hubiera estado más sosegado se habría dado cuenta inmediatamente de que aquel anciano no encajaba en palacio, pero el arquitecto estaba demasiado atribulado con sus propios pensamientos. No fue hasta llegar a la escalera de salida de la Domus Flavia que Apolodoro de Damasco se permitió inspirar con fuerza para intentar relajarse un poco. No lo consiguió. —Es ese anciano, César —dijo uno de los pretorianos que custodiaban la puerta de la cámara imperial. Trajano supo en seguida a quién se refería. Los soldados no se habituaban a la presencia de aquel viejo griego en palacio. Sin duda les parecía una excentricidad, una manía suy a, pero se la toleraban porque sabían que el emperador era un militar recio como ellos. ¿De qué hablaba con ese viejo? Seguramente eso es lo que se preguntarían los pretorianos una y otra vez. A Trajano le divertía que todavía ni siquiera se hubieran esforzado en aprenderse su nombre. —¿Te refieres a Dión Coceyo de Prusa? —preguntó Trajano más que nada por poner en evidencia un poco a aquel pretoriano para que de una vez retuviera en su mente aquel nombre. —Sí, César —respondió el soldado bajando la mirada al suelo. Trajano comprendió que el pretoriano había captado su error y lo estaba asimilando para no repetirlo de nuevo—. Dión Coceyo de Prusa, César —repitió a modo de penitencia ante su superior.

Trajano asintió. —Que pase… y que traigan lucernas. Apenas hay luz aquí. El pretoriano se retiró y al momento apareció el anciano de la túnica blanca. Dión Cocey o era todo un personaje en Roma. Se trataba de un viejo filósofo griego que estaba en la capital del Imperio desde tiempos de Vespasiano. Ya entonces se había hecho famoso por su impresionante oratoria. Pero tanta elocuencia dejó de resultar agradable cuando el emperador Domiciano accedió al poder. De hecho, Dión se atrevió a criticar a Domiciano en público de forma directa. Fue desterrado de inmediato, pero no sólo de Roma, sino de Italia y de Bitinia, su tierra natal, también. Sus posesiones fueron requisadas y se quedó sin nada. Pero Dión no se vino abajo, sino que se tomó aquello como una prueba: abandonó lo poco que le quedaba y, vestido como un mendigo, empezó a ir de ciudad en ciudad predicando la necesidad de recuperar una vida austera —en su caso ray ando la pobreza absoluta— como el mejor modo de encontrar el sosiego de espíritu necesario para vivir en paz con uno mismo, a la par que promovía la realización de buenas acciones de los unos con los otros allí por donde pasaba.

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