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Chindi – Jack McDevitt

Cuando entró en los libros de historia, el Benjamin L. Martin, Benny para su capitán y tripulación, se hallaba en los límites del territorio que le correspondía explorar, en órbita alrededor de una estrella de neutrones catalogada como W65117. Su capitán era Michael Langley, casado en seis ocasiones, padre en tres, exdrogadicto, antiguo estudiante de teología, actor y músico amateur, y abogado aunque inhabilitado para ejercer. Langley parecía haber disfrutado de al menos media docena de vidas diferentes, algo que no era demasiado complicado teniendo en cuenta que en estos días no era raro vivir hasta adentrarse en el segundo o incluso el tercer siglo. El equipo de reconocimiento a bordo constaba de once especialistas en diversos campos: física, geología, astrología, meteorología, y expertos en unas cuantas materias arcanas más. Como todos en la Academia, sus miembros se tomaban su trabajo muy en serio, tomando medidas, haciendo averiguaciones y comprobando la temperatura de todos los mundos que se cruzaban en su camino, así como de satélites, estrellas y polvo estelar. Ni que decir tiene que adoraban las anomalías, siempre que podían dar con alguna. Era un juego de tontos, y Langley era consciente. Si cualquiera de los tripulantes del Benny hubiera pasado en la frontera tanto tiempo como él, serían conscientes de que todo aquello que consideraban peculiar, extraordinario o fuera de lo normal, se repetía miles de veces en apenas unas pocas decenas de años luz. El universo se repetía hasta el infinito. No había anomalías. Y como ejemplo, aquella estrella de neutrones. Recordaba a una bola de billar de color gris, eso si hubieran podido iluminarla. Tenía apenas unos kilómetros de diámetro, casi no llegaba al tamaño de Manhattan, pero en cambio, su masa superaba en varias veces a la del sol. Era un enorme peso muerto, tan denso que retorcía espacio y tiempo, desviando la luz de las estrellas cercanas hasta formar una aureola. Aquél cuerpo hacía estragos en los sistemas y relojes del Benny, incluso llegaba a hacerlos retroceder. La gravedad en su superficie era tal que Langley, de haber podido pisarla, hubiera pesado allí ocho mil millones de toneladas. —¿Con o sin los zapatos? —había preguntado al astrofísico que le había comunicado aquellos cálculos. A pesar de las escandalosas propiedades de aquel cuerpo celeste, había al menos media docena de satélites similares en las inmediaciones de la región. Lo cierto era que existía gran cantidad de estrellas muertas flotando por ahí. El mundo no era consciente porque no despertaban demasiado interés, y eran casi invisibles. —Lo interesante del caso —le explicó Ava— es que va a chocar contra esa otra estrella de ahí —dijo dando un golpecito con el dedo en la pantalla, aunque Langley no estuvo seguro de a cuál se refería—. Tiene catorce planetas y mil millones de años de existencia, pero este monstruo va a destrozarlo todo. Además, probablemente, acabe con el sol. Langley ya había oído eso antes, algunos días atrás, pero sabía bien que no ocurriría mientras él viviera.


Ava Eckart era uno de los pocos miembros de la tripulación que parecía tener una vida aparte de su especialidad. Era una mujer de tez negra, atractiva, metódica y simpática. Organizaba fiestas a bordo del Benny. Le gustaba bailar. Disfrutaba hablando de su trabajo, y tenía la rara habilidad de hacerlo en un lenguaje accesible a cualquiera. —¿Cuándo? —preguntó Langley—. ¿Cuándo sucederá todo eso? —Aproximadamente, dentro de diecisiete mil años. Ahí lo tienes. Solo te hará falta algo de paciencia. —Y estás deseando que suceda. Sus ojos azabaches centellearon. —Lo has pillado —dijo. Y enseguida todo su dinamismo pareció debilitarse—. Ése es el problema aquí fuera. Todo ocurre en una escala de tiempo poco práctica. —Entonces cogió un par de tazas de café, y le preguntó si querría compartir una con ella. —No —respondió el capitán—. Te lo agradezco, pero no me deja dormir. Ella le dedicó una sonrisa, se llenó una taza, y se reclinó en una silla. —Y sí —dijo—. Me encantaría poder estar aquí cuando suceda. Adoraría poder ver algo así. —¿Dentro de diecisiete mil años? Pues empieza a cuidar tus comidas. —Claro —dijo mientras seguía pensativa—. De todas formas, aunque viviera lo suficiente, aún harían falta unos cuantos miles de años más para poder presenciar todo el proceso.

Al menos. —Para eso están las simulaciones. —Pero no es lo mismo —respondió ella—. No es igual que estar allí —dijo negando con la cabeza—. Aunque, para lo que sirve… igualmente tenemos las manos atadas. Mira esa estrella, por ejemplo. —Se refería a la 1107, la estrella de neutrones que estaban orbitando—. Estamos justo aquí, pero aun así no podemos acercarnos lo suficiente para verla. Langley punteó su imagen en las pantallas. —Hablo de verla realmente —continuó—. Volar por su superficie. Iluminarla. —Darse un paseo por ella. —¡Exacto! —Ava irradiaba entusiasmo. Vestía unos pantalones cortos de color verde y una sudadera blanca con la inscripción Universidad de Ohio—. Ya tenemos antigravedad, lo único que nos hace falta es un generador más potente. —Mucho más potente. La imagen semejante a la del capitán Acab que acostumbraba a adoptar la inteligencia artificial de la nave apareció en pantalla. Como todas las IA de las naves de la Academia, respondía al nombre de Bill.

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