Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno. Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado. Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs [1] sus regalos navideños? Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento. Pero nadie rechistó ante un chiste sobre chavs que compran en Woolies. Al contrario, todos se rieron. Dudo que muchos supieran que este término despectivo proviene de la palabra gitana para «niño», ni era probable que estuvieran entre los cien mil lectores de El pequeño libro de los chavs, una obra sesuda que describe a los chavs como «la floreciente subclase palurda». Si lo hubieran cogido del expositor de una librería para echarle una rápida hojeada, habrían aprendido que los chavs suelen trabajar de cajeros en los supermercados, de empleados en restaurantes de comida rápida y de limpiadores. Pero en el fondo todos debían de saber que chav es una palabra insultante exclusivamente dirigida a gente de clase trabajadora. El «chiste» se podría haber reformulado fácilmente así: «Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar las repugnantes clases bajas sus regalos navideños?». Y con todo, ni siquiera fue lo que se dijo lo que más me molestó, sino quién lo dijo, y quién participó de las risas. Todos los que estaban sentados alrededor de esa mesa eran profesionales bien remunerados. Lo admitieran o no, debían su éxito, más que nada, a su origen. Todos crecieron en confortables hogares de clase media, por lo general en barrios residenciales.
Algunos se educaron en costosos colegios privados, y la mayoría había estudiado en universidades como Oxford, LSE o Bristol. Las posibilidades de que alguien de clase trabajadora terminara como ellos eran, como mínimo, remotas. Ahí estaba yo, presenciando un fenómeno que se remonta cientos de años atrás: los ricos burlándose de los menos pudientes. Y eso me dio que pensar. ¿Por qué el odio a la gente de clase trabajadora se ha vuelto tan aceptable socialmente? Cómicos multimillonarios educados en colegios privados se visten de chavs para divertirnos en telecomedias como Little Britain. Nuestros periódicos van a la caza desesperada de historias terroríficas sobre «la vida entre los chavs» y las hacen pasar por representativas de las comunidades trabajadoras. Sitios web como «ChavScum» (escoria chav) rebosan veneno dirigido a la caricatura chav. Parece como si la clase trabajadora fuera el único grupo social del que puedes decir prácticamente cualquier cosa. * * * Costaría encontrar alguien en Gran Bretaña que odie tanto a los chavs como Richard Hilton. El señor Hilton es director general de Gymbox, una de las más exitosas incorporaciones a la floreciente escena del fitness londinense. Conocido por poner nombres creativos a sus clases de gimnasia, Gymbox está descaradamente dirigido a fanáticos del fitness con posibles, pues para hacerse socio hay que pagar una exorbitante cuota de inscripción de 175£, además de una cantidad mensual de 72£. Como explica el propio Hilton, Gymbox se creó para explotar las inseguridades de su clientela, formada predominantemente por profesionales y oficinistas. «Los clientes estaban pidiendo clases de defensa personal porque les daba miedo vivir en Londres», dice
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