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Cartas a un amigo aleman – Albert Camus

Las Cartas a un amigo alemán se publicaron en Francia tras la liberación, en tirada muy restringida, y no volvieron a reimprimirse. Siempre me opuse a que se difundieran en el extranjero por los motivos que más adelante expondré. Es la primera vez que aparecen fuera del territorio francés y me he decidido a ello movido por el ánimo de contribuir, siquiera mínimamente, a que caiga un día la estúpida frontera que separa nuestros dos territorios. [2] Pero no puedo dejar que se reimpriman estas páginas sin explicar lo que son. Fueron escritas y publicadas en la clandestinidad. Se proponían esclarecer un poco el ciego combate en que estábamos embarcados y hacerlo así más eficaz. Son escritos coyunturales, y, por lo tanto, puede traslucirse en ellos un tono de injusticia. Para escribir sobre la Alemania vencida [3] , habría que utilizar un lenguaje un poco diferente. Pero me gustaría antes salir al paso de un posible malentendido. Cuando el autor de estas cartas dice «ustedes», no quiere decir «ustedes, los alemanes», sino «ustedes, los nazis». Cuando dice «nosotros», no siempre significa «nosotros, los franceses» sino «nosotros, los europeos libres». Contrapongo con ello dos actitudes, no dos naciones, por más que esas dos naciones hayan encarnado, en un momento determinado de la historia, dos actitudes enemigas. Si se me permite utilizar una frase que no es mía, amo demasiado a mi país para ser nacionalista. Y sé que ni Francia ni Italia perderían nada [4] —más bien al contrario— abriéndose a una sociedad más amplia. Pero distamos todavía de eso y Europa sigue desgarrada. Por eso me avergonzaría hoy dar a entender que un escritor francés pueda ser enemigo de una nación. Sólo aborrezco a los verdugos. El lector que quiera leer las Cartas a un amigo alemán bajo esa perspectiva, o sea, como un documento de la lucha contra la violencia, admitirá que pueda afirmar ahora que no reniego de una sola palabra de ellas. Primera carta Me decía usted: «La grandeza de mi país no tiene precio. Cuanto contribuya a llevarla a cabo es bueno. Y en un mundo en el que ya nada tiene sentido, quienes, como nosotros, los jóvenes alemanes, tienen la fortuna de encontrarle uno al destino de su nación, deben sacrificárselo todo». Por aquel entonces contaba usted con mi cariño, pero en eso me distanciaba ya de usted. «No», le decía yo, «no puedo creer que haya que supeditarlo todo a la meta perseguida. Hay medios que no se justifican. Y me gustaría poder amar a mi país sin dejar de amar la justicia.


No deseo para él cualquier tipo de grandeza, y menos todavía la de la sangre y la mentira. Quiero que la justicia viva con él y le dé vida». «Pues no ama usted a su país», me contestó usted. Hace de eso cinco años, estamos separados desde entonces y puedo decir que no ha pasado un solo día en estos largos años (¡tan breves y fulgurantes para usted!) en que no me haya venido esa frase a la mente. «¡No ama usted a su país!». Cuando pienso hoy en esas palabras, se me hace un nudo en la garganta. No, no lo amaba, si no amar es denunciar lo que no es justo en lo que amamos, si no amar es exigir que el ser amado y la más hermosa imagen que de él nos forjamos coincidan. Hace de eso cinco años y muchos hombres pensaban como yo en Francia. Algunos de ellos, sin embargo, se han encontrado ya ante los doce ojillos negros del destino alemán. Y esos hombres, que según usted no amaban a su país, han hecho más por él de lo que nunca hará usted por el suyo, aunque le fuera posible dar cien veces la vida por él. Porque antes han tenido que vencerse a sí mismos y en eso estriba su heroísmo. Pero hablo aquí de dos tipos de grandeza y de una contradicción sobre la cual le debo una explicación. Nos veremos pronto si es posible. Pero para entonces, se habrá roto nuestra amistad. Estará usted acaparado por su derrota y no se avergonzará de su antigua victoria, antes bien, la añorará con todas sus aniquiladas fuerzas. Hoy, todavía estoy cerca de usted en el espíritu. Soy su enemigo, cierto, pero sigo siendo un poco su amigo puesto que le hago partícipe de lo que pienso. Mañana, todo habrá acabado. Lo que su victoria no haya podido mermar, lo consumará su derrota. Pero, al menos, antes de que nos enfrentemos a la indiferencia, quiero aclararle lo que ni la paz ni la guerra le han enseñado a conocer sobre el destino de mi país.

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