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Carnaval brutal – Ales steger

Hay quienes perdonan para ayudar a los demás —para nosotros, enteros desconocidos—. La mayoría de nosotros perdona para ayudarse a sí mismo. Pero hay raros ejemplos de quienes perdonan con la convicción de que así salvarán el mundo. ¿De dónde sacan esa creencia? ¿Quién les otorga ese papel tan singular? ¿Quién les susurra al oído sus pensamientos? ¿Y tan peligrosos pensamientos que siempre están en el sitio exacto a la hora exacta? ¿No lo sabemos? ¿Acaso importa? ¿Cambiaría algo? ¿Acaso no es lo único que cuenta la pesada trama del brocado del telón, que cae en la penumbra, la llovizna y el frío? Silencio. Apagón. Se levanta el telón y todo lo que vemos es un hombre. Hundido en el cuello levantado de una gabardina de invierno, las manos en los bolsillos; de la muñeca derecha le cuelga un portafolios negro. Lo mece suavemente. No han paleado la nieve, y el hombre intenta pasar por un estrecho sendero de la vereda. Casi se cae. Deja atrás las fachadas descascaradas de estilo art nouveau; la lluvia fina, que se vuelve nieve, atraviesa la luz pálida de las luminarias. La penumbra escupe en silencio a los pocos transeúntes, que un instante después vuelven a ser tragados por la oscuridad. Una silueta femenina está todo el tiempo tras los pasos del hombre. Viene a su encuentro una figura que parece el diablo. Bueno, es el diablo. Más o menos a un metro del hombre, trastabilla. La capa de hielo, el paso estrecho y el contenido que falta en la botella que trae entre sus pezuñas hacen lo suyo. Sus piernas se elevan en la niebla, y por un momento dejan ver los minishorts de mezclilla mojados que el diablo lleva debajo de su traje. La cadena tintinea contra el cordón de la vereda, la botella sale rodando por la nieve sucia. El diablo cae con un golpe seco. Imprecaciones. El campanario de la iglesia da las diez. El hombre escucha decir a la mujer detrás de él: Der arme Teufel, el pobre diablo. Por entre la niebla helada se ilumina débilmente un letrero: NUEVO MUNDO. ¡Con qué extraña facilidad nos sorprende en noches como esta un letrerito de neón! Parece que fuera un gran descubrimiento, aunque el restaurante ha estado en la misma esquina de esa callecita por más de treinta años.


El hombre se da la vuelta y le hace un gesto a la mujer. Han llegado a destino. El resorte cierra lentamente la puerta tras los recién llegados. Después de tantos años, nada ha cambiado, dice en voz baja y en alemán el hombre. La silueta tras él se quita la capucha del abrigo. Su cabello largo, negro y rizado sacude todo el lugar por un momento. Gut so, le contesta la mujer con voz ronca, y echa una ojeada al salón. Balaustradas de madera, redes de pesca con corales y conchas, lámparas con forma de ancla, nasas de pesca llenas de polvo, un reloj de pared con la manecilla con forma de ninfa marina, un atardecer sobre el mar pintado en la pared con colores pastel. Nadie a la vista. Se oye el crujir de frituras en la cocina. El aire está cargado de olor a pescado y aceite. Sobre la barra de madera hay un cartel con una cruz roja sobre fondo negro; debajo se lee Y LA PAZ. Una parte del cartel está tapada por otro, donde sonríe un cuarteto de alegres marineros que anuncian la presentación de un grupo de Klapa, la música tradicional croata. ¡La cocina está cerrada! Las palabras quedan flotando en el aire viciado. El mesero desaparece tras la puerta vaivén. Lleva dos copas de cristal llenas de helado con crema, dos platillos voladores que el mesero lleva de la mano a través del salón. El restaurante no tiene clientes. Solo en un rincón alejado hay una pareja de viejos. Las copas de cristal aterrizan en la mesa frente a ellos. La mujer levanta la cuchara, la entierra en la crema; el hombre cuenta el dinero y lo pone sobre la mesa. ¡Lo lamento, estamos cerrando!, repite el mesero sin darse vuelta. Buscamos al jefe, al señor Gramo, dice el hombre de la gabardina. El mesero señala los tres escalones bajos de madera que conducen a los reservados. La morena mira al hombre que toma su portafolios negro y sale primero. Los escalones crujen.

Buenas noches, dice el hombre. Solo Gramo, o sea el señor G., como llaman al propietario del restaurante Nuevo Mundo, está sentado a una gran mesa solo y se inclina sobre el periódico. Tiene el armazón gris de los anteojos sobre la punta de la nariz, y por encima le asoman un par de espesas cejas blancas. Unas gotas de sudor rocían su frente. Es evidente que Gramo es esa clase de persona que siempre tiene calor; una impresión que acentúa la lámpara baja que cuelga del techo sobre la mesa. La presencia de Gramo invade las inmediaciones con una fuerza inusitada. Aunque ha estado en un restaurante de pescado durante un año, a su alrededor no se propaga ese pesado olor; al contrario, el señor G. huele inequívocamente a cerdos. Y cuanto más suda, más hiede. Buenas noches, contesta Gramo visiblemente cansado y observa a los dos recién llegados. ¿Qué desean? Muy probablemente no me recuerda, le responde el hombre. Mi nombre es Adam Bely, y esta es mi colega Rosa Portero. Gramo se pone de pie y les da la mano. Se sientan a la mesa, que está cubierta por el periódico. Soy de Maribor, aunque hace dieciséis años que no vivo aquí. En su día fui un cliente regular. Trabajo como periodista para la radio nacional austriaca. Bueno, en realidad soy un asistente; aquí mi compañera quiere hacer una semblanza de la ciudad. Ahora que Maribor es Capital Europea de la Cultura a los austriacos les interesa el tema. Hemos pensado que lo mejor sería empezar por un sitio como este, muy conocido en la ciudad, y que puede resultar el punto de partida para la nota. Los restaurantes locales conservan la historia de la ciudad y seguro que el suyo es conocido también entre algunos oyentes austriacos. Por supuesto, por supuesto, masculla Gramo. ¿Tienen hambre?, ¿quieren comer algo, tomar algo?, ¿una copa de vino? ¡Tone!, grita Gramo sin esperar la respuesta de sus interlocutores. Muchas gracias, es muy amable, pero no tenemos hambre, le responde Bely.

Entonces llega Tone con cena y cubiertos para uno. Tendrán que perdonarme; estuve todo el día de pie y todavía no he comido. Por favor, ¿qué les puedo convidar? Por supuesto, la casa invita, agrega Gramo. Tone hace a un lado el papel de diario de la mesa y pone el plato delante de Gramo. De veras, no tenemos hambre; para mí solo un agua mineral, dice Bely. Si toma solamente agua, usted no es de Maribor, aunque por el acento pensaría que sí, contesta Gramo. ¿No sabe que el agua mineral es mala para los dientes? ¿Y usted, muy señora mía? Mira condescendiente a Rosa Portero, que entretanto se ha quitado el abrigo negro de piel y se ha sentado con su vestido rojo oscuro por el que sube un bordado de orquídeas negras. Ein viertel Weisswein, Riesling, bitte, pide Rosa Portero con una voz inusitada, ronca y casi masculina. La señora Portero no habla esloveno, apenas un par de palabras, pero entiende muy bien, aclara Bely. Claro, claro, se apura a contestar Gramo evidentemente sorprendido; se cuelga la servilleta en la camisa abierta, por donde asoman unos pelos espesos y grises del pecho grueso. Por favor, no se molesten. ¡Buen provecho!, le dice Bely y mira a su compañera. Guten Appetit, dice con su voz cavernosa Rosa Portero. En el plato de Gramo hay un pulpo asado. Sus patas cuelgan por los bordes del plato. Las papas asadas y medio limón están dispuestos alrededor del cuerpo blanduzco. Adoro el pulpo, ¿y usted?, dice Gramo y sigue sin esperar respuesta. ¿Sabe que tienen tres corazones? ¡Tres!, grita histriónico Gramo y enarbola el cuchillo como un caballero su lanza en combate singular. ¿Sabe que son muy hábiles? Incluso los ejemplares más grandes, como este, pueden pasar por una abertura más chica que mi dedo pulgar. Gramo levanta la mano derecha, en la que tiene el tenedor, y extiende el dedo pulgar en dirección a Rosa Portero. Y son inteligentes, ¡y cuánto!, dice Gramo. Tone, trae agua mineral y dos vasos de vino, blanco y tinto. ¿Algo más, jefe? Si no… Está bien, tú ve cerrando que yo salgo después, dice Gramo y le hace un gesto al mesero con el cuchillo: puede irse. Entonces, en qué me había quedado, sí, claro, en la inteligencia de los pulpos. ¿Qué?, ¿piensan que nosotros somos inteligentes por nuestro cerebro? ¡Qué va! Todos pensamos que reflexionamos con el cerebro.

El pulpo es la prueba viviente de que no es así. El pulpo tiene un cerebro chiquitito, pero es inteligente como el diablo. ¿Y saben por qué? Porque tiene un cuerpo inteligente. Todo su cuerpo es inteligente, no solo su cerebro diminuto. Las personas tenemos el cerebro lavado, y creemos ciegamente en la ciencia, que de todos modos nos oculta la mayoría de las cosas o las muestra bajo una luz distorsionada. Gramo se seca la transpiración de la frente y con visible inquietud se apoya en el respaldo de la silla, que cruje suavemente. Es una reflexión muy interesante, dice Bely con calma, y sorbe un poco de agua mineral del vaso. Mire, el ser humano ha creado el ordenador, sigue Gramo. Pero en lugar de entender al ordenador como una aproximación muy simplificada del funcionamiento humano, lo tomamos como modelo. Cuando pensamos en el cerebro humano, nos lo imaginamos como una suerte de disco rígido. ¡Error, craso error!, grita Gramo y deja el cuchillo y el tenedor que un minuto antes le había asestado a uno de los tentáculos del pulpo asado. No hubo pan antes que harina, ¿me entiende? Es verdad: nada está guardado en el cerebro. ¡Nada! El cerebro es solo el variador, el transformador, el interruptor: hay corriente, no hay corriente, eso es todo. ¿No lo creen? Miren al pulpo, les dirá todo. Los tres miran el plato. Por un momento puede oírse el tictac del reloj de pared del salón de al lado. Gramo vuelve a tomar los cubiertos, sigue murmurando, casi conspirativo. Hay algo más que nos puede enseñar el pulpo acerca de cómo son las cosas en verdad. La causa de muerte natural de los pulpos es siempre el sexo. Los pulpos no se mueren de viejos. O alguien los mata o se mueren solos por la reproducción. De todos modos los machos mueren un par de meses después de la fecundación; las hembras, en cambio, meine liebe Dame… Costeño, ¿no es así? Las mujeres pulpos mueren de inanición por cuidar sus huevos. Gramo corta por fin el pulpo al medio. Con la punta del tenedor, se mete en la boca un gran bocado de carne jugosa. Gramo mastica satisfecho, asiente una y otra vez.

Los dos invitados se quedan en silencio. Gramo se queda mirando descaradamente el hermoso cabello de Rosa Portero. Sonríe seductor mirando el oscuro ojo izquierdo de ella, que se entrecierra pudoroso y de pronto vuelve a abrirse; su ojo derecho está todo el tiempo cubierto por un mechón de rizos espesos y negros. Gramo le guiña un ojo y toma un poco de vino. Rosa sonríe amable. Sigue con los finos guantes de cuero puestos. Con el guante izquierdo se aferra al vaso de Riesling, lo levanta y se lo toma de una vez en dos tragos larguísimos, insaciable. Adam Bely saca del bolsillo de su chaqueta una pluma fuente y empieza a pasearla por el periódico. Rosa deja el vaso. La media luna roja de su lápiz labial queda impresa en el borde de vidrio. Con la mano enguantada palpa las comisuras de los labios y se quita el pelo de la cara. ¿A Gramo le ha parecido o un ojo gélido de vidrio verde lo está observando? Le da la impresión de que en cualquier momento le va a caer encima y se lo va a tragar como una cobra. Le da la impresión de que podría caer en ese ojo verde… hondo, hondo, tan hondo que no podrá volver a salir a la superficie. Bely levanta la pluma fuente, en el otro salón suena el tictac del reloj, la pluma oscila al son del tic tac. Y ahí está el ojo, que es a la vez boca, y en esa boca el ojo de vidrio. Aunque el señor G. fuera un muchacho tan osado como para correr por el campo hacia lo desconocido, lejos de casa, no hay escapatoria. Un dolor agudo y punzante en las plantas de los pies; el miedo que le da un leve mareo y se sorprende de sí mismo. Gramo se atraganta. Empieza a toser. Bely se inclina hacia delante y le golpea con fuerza la espalda. El bocado de pulpo sale volando por la boca y vuelve al plato. Se une con las dos partes del pulpo cortado. Las patas empiezan a moverse, se curvan por los bordes del plato. El pulpo de pronto vuelve a vivir.

Los tentáculos se sacuden, se extienden, y un instante después el pulpo desaparece por debajo de la mesa. En el plato quedan un par de papas y en el papel de diario la huella sinuosa y húmeda de las ventosas. ¡Esto no es posible! Fue el último pensamiento de Gramo mientras iba cayendo más y más profundo. Este pensamiento es el último pedruzco del derrumbe al que se aferra al caer por el vidrio verde. Entre tanto, todo el paisaje cae irremediablemente en lo verde, tictac, y los prados son cada vez más luminosos, giran los kozolci, los secaderos de heno, y los árboles y las cumbres de las verdes montañas lejanas. No, ya no hay vuelta atrás, no hay cómo volver a casa. Ya no es posible contemplar la hierba que bailotea y se mece con el viento. Es como si estuviera viva, como si creciera todo alrededor de Gramo y lo envolviera y sumergiera cada vez más profundo, sin salvación posible. Escucha mis instrucciones y todo irá bien, dice Bely, y retira de la mesa el plato, los vasos y cubiertos. Rosa se inclina sobre el rostro de Gramo y chasquea dos veces la lengua. Estás bajo una profunda hipnosis, dice Bely, no hay ninguna posibilidad de que mientas. De todos modos te voy a conectar al E-metro, dice Bely. Rosa asiente. Bely saca del portafolios una caja metálica en un estuche de cuero. En la caja hay un par de botones y un medidor. Bely conecta dos electrodos con dos cables metálicos enrollados en la punta y se los pone a Gramo en las manos. Apriétalos fuerte, ordena Bely. Gramo obedece, mira fijo delante de sí, aprieta los rodillos metálicos. Graba, dice Bely. Rosa saca la grabadora del tapado de piel, la enciende. Bely se inclina, le susurra una pregunta a Gramo. ¿Quién eres? Solo Gramo, responde el señor G. ¿Cuál es tu oficio? Funcionario de aduanas. ¿Y quién más eres? He tenido muchos nombres según la necesidad, verdadera y falsa. ¿Para quién trabajas? Para mí.

Hoy solo para mí. ¿Para quién has trabajado en el pasado? Para la aduana, y a la vez para la Oficina de Seguridad de Estado de Yugoslavia, y luego para los Servicios de Inteligencia. Para la UDBA, para la SOVA. Durante las respuestas Bely vigila la aguja del E-metro, que está todo el tiempo quieta en el medio del campo. Veo que no miente, dice Bely. Rosa Portero se pone de pie y desaparece por el primer salón, el más grande. No miento, dice Gramo. ¿De qué te acuerdas si digo la palabra mentira? De mi gatito. Un día desapareció. Lo busqué por todas partes, por la granja en la que vivíamos, por el campo, hasta por las montañas vecinas. Lloré desconsolado y mi mamá me prometió que volvería. Inmediatamente supe que mentía. ¿Qué es lo primero que recuerdas ante la palabra felicidad?, pregunta Bely. Recuerdo. Las matanzas en la frontera. ¿Qué pasaba ahí? Entonces yo era un joven funcionario de aduanas. Estábamos en Koroška, en Carintia, en la frontera entre Austria y la en ese entonces Yugoslavia. Andaba todo el día por el bosque, ganaba mucho ¡se hacía cada cosa…! Entonces no lo sabía, pero si miro atrás, sé que era feliz. Cuéntame un ejemplo de lo que te gustaba.

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