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Cargaras con la culpa – Olle Lonnaeus

Tres relámpagos y tres estruendos. Luego la lluvia. Las primeras gotas son como suaves caricias sobre la mejilla de la mujer, como si un dios confortador deslizara cuidadosamente las yemas de los dedos por su rostro. Inclina la cabeza hacia atrás para encarar el cielo. La lluvia fresca cae contra sus párpados cerrados y el agua se cuela con regusto a hierro en su boca. Traga y se relame, una y otra vez, mientras la lluvia arrecia. Siente poco después como si las masas de agua de la atmósfera se precipitaran a la vez hacia la ribera del río donde está ella de pie. Todo se empapa de un color gris y el cabello de la mujer se transforma en algas. Su luminoso vestido, desgarrado y manchado, diríase una vela. Se escurre la suciedad de su frente, mejillas y cuello, abriéndose paso en la cara algo parecido a una sonrisa. Entonces un estremecimiento, como el despertar de un sueño. El niño, piensa. Otea la oscuridad en que está sumido el prado, busca en lo alto de la loma y escucha en lo profundo del bosque, que apenas un momento antes atravesaba a todo correr. Lo único que acierta a oír es la lluvia y su propio aliento jadeante. Siente el palpitar del corazón contra el tórax. Alguien le dice a gritos que huya. ¿Será ella misma? «¡Corre y adéntrate en la noche todo lo que puedas!» Pero las fuerzas le fallan. Tiene el cuerpo entumecido y las pesadas piernas, doloridas de cansancio. Además, ¿adónde puede ir? Un nuevo relámpago quiebra el cielo con un agudo e inmediato estrépito, pero la mujer, cuyo frágil cuerpo por un momento brilla como plata contra la negra superficie del agua, apenas se mueve. La oscuridad, se dice. La oscuridad es mi única amiga, y pronto desaparecerá. Corre ahora. Antes de que sea demasiado tarde… Pero el cuerpo la traiciona. Las piernas se niegan a obedecer. Y busca palabras para su súplica, pero en su desesperación no halla ninguna que piense que le pueda servir de ayuda.


El cielo se alza negro y gris y un hálito frío se cierne ahora sobre el valle. Desconcertada, se aparta el agua de la cara con la mano. Entonces se vuelve a hacer presente el olor a sangre, cual reminiscencia del mal. El odio. La náusea. El acto irrevocable. Aún lleva consigo el cuchillo, el largo y delgado cuchillo de cocina con la hoja toda ella manchada de sangre negra. La acerca lentamente hacia su cuello. Una idea tan seductora. Y sería tan sencillo… Pero se detiene en seco y contempla la hoja que la lluvia enjuaga con parsimonia. Sería tan cobarde. Cae luego de rodillas, imbuida de una fuerza renovada. Con sus manos laceradas escarba ansiosamente en la arena. Cuando ha terminado, arroja el cuchillo en el hoyo y lo recubre rápidamente. Luego observa inquieta a su alrededor. El niño, piensa. Debe darse prisa. La lluvia, esa fresca lluvia que infunde energía. De repente siente unas ganas inmensas de vivir, de no morir jamás. Antes de que el amanecer haya despejado las nubes ya no estará. 1 Los primeros calores del verano se presentan bochornosos y despiadados. Llegaron a principios de junio. Ahora Herman y Signe están muertos, y es precisamente esa noticia la que ha llevado a Konrad Jonsson a retroceder de improviso en el tiempo. «Debes llamarnos papá y mamá», le dijeron, y casi siempre obedeció, aunque nunca llegara a sentirlo como algo auténtico. Pero de eso hace mucho y los recuerdos se han vuelto borrosos.

A Konrad aún le parecen bastante jóvenes, pese a que debían de tener casi ochenta años cuando murieron. Herman trabajaba en el matadero de Scan y siempre apestaba al llegar a casa tras terminar su turno en la sección de destripado. Todas las noches Signe lo ayudaba a limpiarse para luego refulgir como un sol con sus redondos mofletes como manzanas. Herman…, él se contentaba con las pequeñas cosas de la vida. Pero, bueno, ya hace muchos años que clausuraron el matadero. Y Signe. Nunca la oyó quejarse, aunque padecía constantes dolores en la espalda y las rodillas. Preocupaciones no les faltaban a Herman y Signe. Konrad se dio cuenta de ello desde el primer momento, aunque no soltaran prenda. Incluso fue capaz de comprender el motivo: era Klas, su único hijo, sobre el que permanentemente flotaba una nube de malestar. ¿Estará él ahora allí? Al aparecer la señal de Röddinge, un impulso súbito lo lleva a desviarse de la carretera provincial, a pasar junto a la iglesia encalada y a dejar que el coche descienda por ese pueblo encaramado sobre la ladera. Aquel misterioso valle. Tal vez se trate solamente de un pretexto para retrasar el regreso, pero Konrad quiere volver a verlo. Por el serpenteante camino de tierra se topa con un tractor y, justo después, con un jeep de color verde oscuro. Por lo demás, una calma absoluta. A lo lejos se oyen los ladridos de un perro, quizá avisando de la llegada de alguien. Después de la última casa empieza el bosque. Son hayas de gran altura; su ligero follaje juguetea con el sol. Robles nudosos y oscuros abetos. Arboledas de abedul. En un claro divisa un rebaño de vacas doradas que pastan junto a una bañera oxidada tras un alambre de espino. A continuación se abre el valle. La tierra de las aventuras. Konrad no puede evitar parar en el arcén. Sale de su Opel y aspira el aire en sus pulmones.

Cuántas veces no fueron en bicicleta a este lugar y se dejaron seducir por él. A su alrededor, olor a tierra y a verdor de inicios de verano con un toque de boñiga de vaca. Entre los lomos de las colinas va avanzando el arroyo, rodeado de cañaveral y álamos, exactamente igual que en su recuerdo. Piensa en las inundaciones primaverales, que podían transformar los prados en un paisaje de lagos e islas semejante al de un delta. Se acuerda del hielo que se formaba en los inviernos. Konrad entorna los ojos hacia el sol, en dirección a la colina meridional, y vislumbra busardos ratoneros deslizándose sobre las coronas de los árboles. Suspira para sus adentros. Tiene que volver a este lugar. Pero ahora lo otro no puede esperar. Un trecho más adelante, el camino de tierra vuelve a ascender a través del bosque, recorre los cultivos y se reincorpora poco después a la carretera provincial. Konrad continúa en dirección este. Hacia casa. Ensaya esa construcción en su mente, pero le parece artificial. Tras rebasar la gasolinera de la vía de acceso y vislumbrar la antigua universidad popular, reduce la presión sobre el acelerador y deja que el vehículo ruede por el último repecho. «Tomelilla, una alegre localidad con el viento a favor», reza el letrero de bienvenida del municipio, adornado con la silueta de una rapaz suspendida en el cielo. Konrad sonríe para sí mismo. En el primer cruce con semáforo, donde actualmente se ubican tres grandes establecimientos, tuerce a la izquierda para atravesar el puente ferroviario y pasa luego lentamente junto al cine Rio, ya clausurado. No se ve un alma. Se detiene junto al puesto de perritos calientes de Bertil y baja del automóvil. «Doble asesinato en Tomelilla. La policía solicita ayuda a la ciudadanía», lee en el cartel anunciador del periódico Ystads Allehanda. «La ola de calor sigue atenazando Escania», asegura el Kvällsposten. Los principales diarios parecen haber dejado atrás ya el suceso. No en vano han pasado cinco días. En lo que a Konrad respecta, fue informado el día anterior por la noche.

Recibió dos llamadas en el transcurso de una hora. La primera de una inspectora de Ystad, que le comunicó sin rodeos que sus padres adoptivos habían muerto y que la policía deseaba conversar con él de manera totalmente informal. Luego llamó un abogado que quería hablar de la herencia. Con voz aterciopelada le hizo saber que había algo de dinero, pero que sobre cifras hablarían más tarde. En un primer momento la reacción de Konrad fue sobre todo de sorpresa. ¿Le iba a dar caza ahora todo ese pasado que creía haber enterrado para siempre? Habían pasado casi tres décadas desde la última vez que vio o siquiera habló con Herman y Signe, y para ser sincero, tampoco se había acordado mucho de ellos durante esos años. Desde su partida, Konrad había evitado ese pueblo, no sabía muy bien por qué. Se habían roto los lazos para siempre. La idea de volver a anudarlos lo había llenado siempre de desasosiego. Ni siquiera cuando se encontraba en lo más profundo del pozo se planteó regresar. La agente que le telefoneó le lanzó una advertencia: —Las circunstancias que rodean los asesinatos son muy desagradables. ¿Acaso puede ser peor que el hecho de que estén muertos?, se preguntó Konrad. —Les dispararon en la nuca. A los dos —añadió la inspectora al otro lado de la línea—. Creemos que el móvil ha podido ser el robo. Konrad recordó vagamente que a inicios de semana había oído mencionar un asesinato en Tomelilla en el informativo de la radio. En ese momento apenas reaccionó. Ahora que sabía que las víctimas mortales eran Herman y Signe fue creciendo en su mente la certidumbre de algo inevitable: debía volver a la localidad que lo vio nacer. La calle frente al puesto de perritos está prácticamente desierta. El sol pega con fuerza a través de una calina que enturbia la atmósfera. Alguien ha destrozado la ventana de la antigua mercería; tiene el vidrio sujeto con cinta adhesiva y lo refuerzan unas planchas de cartón. El local contiguo se encuentra vacío. Es ahí donde el ciego tenía su tienda con postales descoloridas, piezas de porcelana cubiertas de polvo y canicas de cristal. —Esto es mágico —solía murmurar con su mirada invidente oculta detrás de unas gafas oscuras mientras desvelaba un objeto precioso entre las yemas de sus dedos. En más de una ocasión Konrad le birló alguna canica extra antes de salir.

En el banco situado bajo el castaño, a las puertas del establecimiento cerrado a cal y canto, charlan dos mujeres con carritos de bebé idénticos de color rosa claro. El silencio propaga entre las paredes de las casas sus voces susurrantes, como un lejano eco. Un enjuto anciano dobla trabajosamente la esquina reclinado sobre su andador, dejando tras de sí una insignificante sombra sobre el suelo. Konrad se seca con la manga de la camisa el sudor de la frente al tiempo que mira de reojo el kebab chisporroteante en la parrilla, tras la ventana del puesto de comida. Después de todo, parece que algo nuevo ha llegado al pueblo, se dice. En el pasado, cuando los Chevrolet y los Amazon tuneados de los róckers hacían cola por la noche frente al quiosco de Bertil, y el Rio proyectaba spaghetti westerns con Clint Eastwood, lo suyo era una buena porción de puré de patatas con pepinillos, estilo Boston, y un batido Pucko. Konrad saluda con un gesto al hombre dentro del quiosco y se compra un helado. Sin pensárselo mucho, deja aparcado el coche y empieza a caminar en dirección a la plaza. El helado sabe tan repugnantemente dulce que lo tira a una papelera. Alguien ha abierto un pequeño pub en el acceso al antiguo paso subterráneo bajo la vía del tren, donde los borrachos solían anidar en invierno, y donde siempre apestaba a meado y los niños gritaban hasta reventarse las meninges por lo espeluznante del eco. La puerta se halla abierta de par en par, pero la barra está vacía. En torno a la plaza hay algo más de animación. La caja de ahorros, el hotel, la tienda estatal de alcohol y el supermercado. La estatua de Carl Milles con su fuente, donde los pillos del lugar echaban detergente en verano para que rebosara de espuma. Nada ha cambiado. Eso sí, en el puesto de la plaza ahora es un extranjero el que vende fruta importada. Konrad piensa en Agnes. Ella nunca se integró. Ya de adolescente Konrad se dio cuenta. En aquella época no venían al pueblo muchos forasteros. Los polacos llamaban la atención, casi tanto como los grupos de gitanos que en primavera solían acampar a las orillas del arroyo, el Välabäcken. A Agnes no le debe de haber resultado sencillo. Se recrea en su nombre, Agnieszka, mientras se esfuerza por evocar su imagen buscando en lo más profundo de su cerebro. Le cuesta esbozar su rostro. Nunca tuvo ninguna fotografía con la que ayudarse.

Konrad la observa desde abajo, como si ella se inclinara sobre él. Por encima de las mejillas le caen varios mechones de su oscuro cabello, que a la vez semiocultan sus ojos en la sombra. La claridad y amabilidad que vislumbra lo llenan de añoranza. Agnes sonríe, la expresión de su boca y sus ojos es melancólica. Irradia una aromática calidez hacia él, allí abajo. ¿Es cierta la imagen que tiene de ella o se trata únicamente de un antiguo producto de su cerebro sediento de amor? Agnes, así la llamaban, y así, como poco a poco fue entendiendo, también la llamaría él si, ocasionalmente, se hablaba de ella. En casa de Herman y Signe era mejor no mencionarla. Si, pese a ello, alguien lo hacía accidentalmente, se generaba cierto embarazo, se intercambiaban algunas miradas tácitas y se pasaba a hablar de cualquier otra cosa. Para la gente de la localidad, ella era la Polaca a secas. Aunque de vez en cuando, Konrad, totalmente a solas, susurraba para sí mismo, como probando la palabra «madre». Tras llegar al cruce y contemplar la plaza se ve atenazado por la duda. ¿Por dónde empezar? Tal vez volver había sido una estupidez. Puede que solo sirviera para resucitar viejos recuerdos que debían haber permanecido sepultados. Durante un breve instante sopesa la posibilidad de huir de todo su pasado, meterse en el coche y emprender el camino de regreso. Solamente lo separan setenta kilómetros de Malmö. Y seiscientos de Berlín. Hace veintiocho años que se marchó y la vida lo ha llevado por distintos lugares del mundo. Alguna vez, de vuelta en Suecia, había pasado peligrosamente cerca. Pero el pueblo propiamente dicho era como una zona prohibida, un área contaminada donde nunca se había atrevido a poner el pie. Ahora se encuentra junto a la plaza y puede comprobar con sus propios ojos que no se ha producido ningún accidente nuclear. La noticia de la muerte de Herman y Signe tal vez fuera una señal. «¿Podemos vernos en la casa mañana a las doce?», le había preguntado la inspectora por teléfono. Konrad dudó por un momento, pero luego se decidió. Tarde o temprano tendría que ir. La antigua casa de fibrocemento Eternit de Herman y Signe, incrustada en un pequeño solar entre la vía del ferrocarril y el cementerio.

Ya puede recrear su imagen y sentir sus aromas. Un ligero olor a cerrado combinado con la pizca de dulzor que emiten los panecillos recién hechos por Signe. Desde la ventana de su cuarto del piso de arriba, Konrad podía oír los gritos del polideportivo cuando había partido. Raras veces visitaba ese lugar, acaso por tener ya su álbum repleto de cromos bastante antes de que empezara el Mundial de Alemania. Ralf Edström, Ronnie Hellström y Bosse Larsson. Konrad no se perdió ni un minuto de retransmisión. Cuando Polonia, con Lato, Deyna y Szarmach, ganó a los brasileños y se llevó el bronce, su corazón latió un poquito más fuerte. Beckenbauer, Neeskens y Cruyff… Para él era como el más maravilloso de los teatros. Nada que ver con el festival de patadones que echaban en el Canal 4, donde los partidos desprendían un tufo a barro y borrachera rancia. La policía le contó por teléfono que los cuerpos habían sido localizados en la caseta. La vivienda estaba prácticamente intacta. Solo habían abierto una cómoda del dormitorio. A Konrad no se le ocurrió preguntar si Klas seguía viviendo en la casa. «Por supuesto», había replicado en su lugar. «Estaré allí a las doce.» Konrad tarda menos de un cuarto de hora en ir a por el coche, buscar el camino que lo saque del centro, pasar junto a la iglesia y alcanzar la casa situada junto a la vía del tren. Se halla un poco apartada, como si las demás viviendas unifamiliares no desearan realmente tener nada que ver con ella. Eternit gris, oscurecido aquí y allí por la humedad y la suciedad. La casa es más pequeña de lo que Konrad recuerda. Delante hay un par de matorrales de lilas, y en el jardincito de la parte posterior divisa dos manzanos y un balancín con estampado de flores marrones. En la calle hay aparcado un vehículo de la policía. Al salir del coche ve que alguien ha acordonado con cinta azul y blanca el cobertizo de madera donde Herman y Signe guardaban el cortacésped y las bicicletas. Se aproxima con cautela. —¡Konrad Jonsson! Ahora toca volver, ¿verdad? Primero no entiende de dónde procede esa voz, pero enseguida cae en la cuenta de que hay alguien sentado en una silla del jardín, a la sombra del mayor de los manzanos. —Ahora que van a repartir la herencia, ¿no es cierto? Ha llegado el momento de regresar al nido como un condenado buitre… Konrad oye a alguien bajo el árbol aclararse la garganta y echar un escupitajo en dirección al arriate de rosas.

—Konrad Jonsson… Sin diéresis. Jönsson no era lo suficientemente elegante, ¿eh? No estaba a la altura para ser un periodista famoso. En el mundo del glamour no era posible llamarse Jönsson con diéresis. ¡Uy, qué jodida vergüenza! Pero, claro, es que Konrad Jonsson suena mucho mejor… El hombre bajo la sombra no hace intento alguno de levantarse. Permanece apalancado en su silla junto al tronco. Algunos finos haces blancos de luz solar se internan entre las hojas y las ajadas flores del manzano, que esparcen un patrón moteado sobre una parte del césped. Una piel de leopardo. Desde fuera resulta difícil apreciar lo que se oculta bajo las ramas. Lo único que Konrad distingue es un cuerpo de gran tamaño arrumbado en la silla. Pero la voz es inconfundible. —¡Klas! Así que al final sigues por aquí… —Pues claro, ¡no te jode! Esperabas que me hubiera ido, ¿verdad? Pues no, de aquí uno no se va en la vida. Pero siéntate, hombre… —responde ofreciéndole de una patada la silla vacía bajo el árbol. Konrad se acerca lentamente. Una vez habituados sus ojos a la oscuridad puede apreciar que Klas ha cambiado menos de lo que creía. Sigue siendo grande y grueso. Los músculos que manan de su camisa de manga corta continúan desprendiendo fuerza. La mano que estruja la lata de cerveza impone respeto. El cabello rubio claro muestra ahora manchas grises, pero es corto y tupido. Tiene la cara hinchada, enrojecida y abotagada, como señalada por días de lágrimas. —¡Cuánto tiempo…! —alcanza a decir Konrad. Le tiende la mano vacilante y Klas la estrecha clavándole los ojos. Aunque Konrad ya está advertido, tiene que morderse el labio para no ponerse a lanzar alaridos cuando le apretuja los huesos de la mano. —Lo siento sinceramente —declara, compungido—. Me refiero a lo que les ha ocurrido a Herman y Signe. —Seguro… —masculla Klas—.

Como si te importaran tanto. Será por eso que los visitabas tan a menudo… Konrad trata de ignorar su hostilidad. —¿Podrías contarme lo que ha sucedido?

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