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Caramel Macchiato – Pat Casala

HOLLY Acabo de aterrizar en el inhóspito aeropuerto de Hot Springs, una población de mierda en el lejano Arkansas, y solo tengo ganas de gritar. Desde que mi padre, el gran Luther Gibbons, apareció en esa fiesta de la fraternidad de Yale para enfrentarse a lo que él llama «mi decadencia», mi vida se ha vuelto un asco. ¡Es el dueño de GBS Airlines, por Dios! ¿Cómo se le ha ocurrido mandarme desde Boston hasta Hot Springs en un vuelo comercial de ocho horas y con una escala? ¿Dónde está el jet de la familia? ¿Acaso solo lo pueden usar mi hermano Troy o él? Lo odio. Ha sido un padre de mierda, jamás ha mostrado un ápice de interés por mí, ¿y me saca a rastras de una fiesta como si hubiera cometido la peor de las fechorías? ¿Después de pasarme los tres cursos anteriores igual? ¿Por qué narices se preocupa por mí ahora? Hasta ayer no le había importado lo más mínimo mi forma de comportarme. Ni las borracheras, ni las salidas, ni las veces que he acabado en el cuartelillo, ni mi desfase constante ni ninguna de mis locuras. ¡No comprendo por qué le molesta! Pero sus palabras me martillean la cabeza con rabia: «No intentes jugármela, Holly. Vas a ir a ese rancho y te vas a quedar ahí diez meses como mínimo. Y si se te ocurre intentar escaparte para pedir dinero o asilo a uno de tus amigos, voy a mandarte a Charles para que te haga entrar en razón». Me estremecí. Charles es ese tipo de asistente personal al que se debe temer porque no sigue las reglas para conseguir sus objetivos. Le da igual lo sucio que juegue a la hora de obligar a los demás a acatar sus órdenes, esas que le vienen directas de mi padre. Ya lo he sufrido en algunas ocasiones, cuando me rebelaba contra las decisiones paternas. Y sé cómo se las gasta. Por eso estoy en un vuelo comercial, con resaca y una rabia imposible. Compongo una mueca de aversión cuando las luces del cinturón se apagan y me toca esperar como esos pobres mortales sin un centavo. ¡Yo no espero! ¡Soy Holly Gibbons! Todavía no comprendo qué narices hago aquí ni a qué juega mi padre. Normalmente nuestra relación es fácil. Él me paga la asignación y yo vivo mi vida como me da la gana. Y mi mayor interés en la vida es pasarlo bien y gastarme su fortuna en caprichos, cuanto más caros mejor. Me incorporo a la fila de pasajeros que caminan hacia la salida del avión, con el bolso colgado de mi hombro y una rabia creciente. Lo peor de todo es mi falta de liquidez actual. El muy cabrón se ha atrevido a bloquearme las tarjetas de crédito y a anular la transferencia mensual que me proporcionaba una vida cómoda. Me ha tratado como si fuera una niñata menor de edad y no una joven de casi veintiún años capaz de encargarse de su dinero. Pero llamé al banco para quejarme y descubrí que carezco de opciones para disponer de fondos. Como el dinero no es mío y no accederé al fideicomiso que me dejó mi madre en herencia hasta los veinticinco, el capullo de mi padre puede decidir cuándo me da una asignación y su cuantía.


Solo puedo contar con lo que hay en mi cuenta corriente, porque está a mi nombre y no ha podido meterle mano. Aunque solo me quedan cinco mil dólares. ¡Y eso para mí es calderilla! Bajo del avión como una más, oliendo a humanidad, detrás de esa cola interminable, caminando sobre mis tacones y sintiéndome indignada. Me cabrea no poder usar mi apellido y mis influencias. Nunca había viajado siendo una turista cualquiera, y me ha parecido de lo más humillante sentarme en una de esas butacas incómodas y minúsculas. Lo digo con amor, pero yo no estoy acostumbrada a viajar así; tengo un estatus, unas costumbres, otro nivel. ¿Acaso no lo ven? Tampoco encuentro a un empleado de la aerolínea dispuesto a ocuparse de mi equipaje al llegar a la terminal, y me toca gestionarlo a mí. ¡A mí! Me toca ir hasta la cinta y esperar a que mis dos maletas con ruedas Louis Vuitton aparezcan para cogerlas con esfuerzo y arrastrarlas hacia la salida. Humillante, en serio. ¿Desde cuándo una Gibbons ha de pasar por esta bochornosa situación? Me he despeinado, se me han roto dos uñas al sacar una de las maletas fuera de la cinta y mi cutis se va a resentir del sudor del esfuerzo. ¡Y yo solo sudo en el gimnasio! Camino arrastrando las maletas hacia la salida con un cabreo del quince. De solo imaginarme mi pinta tengo ganas de estrangular a mi padre. ¿Cómo se le ocurre mandarme al culo del mundo? Este aeropuerto es enano, y algo le debe de pasar al aire acondicionado, porque hace un calor de muerte. En serio, todavía me pregunto qué se me ha perdido aquí y por qué mi padre me ha subido a ese avión. ¡Este lugar tiene cero glamour! Al salir de la zona de tránsito descubro el rostro sonriente de mi tía Molly entre las personas que esperan con paciencia al otro lado de la diminuta barrera de metal, con una pinta de pueblerinos que me agria el estómago. Los hombres llevan botas con punteras, camisas a cuadros por dentro de los vaqueros, cinturones con enormes hebillas brillantes de metal y sombreros de cowboy. Las mujeres tienen un look menos definido, pero, salvo algunas excepciones, igual de aldeano que ellos. ¡Es patético! Yo estoy acostumbrada a otro tipo de outfits, no encajaré aquí ni muerta. Molly levanta la mano y me saluda con emoción, como si le hiciera verdadera ilusión ocuparse de mí durante los diez próximos meses. Su vestido floreado sobre su cuerpo rollizo me parece de lo más vulgar. Lleva el pelo mal teñido, recogido de forma rápida, y tiene las mejillas sonrojadas, sin apenas maquillaje. ¿Cómo puede una mujer dejarse así? Me fijo en sus botas vaqueras y en el bolso de baratija que lleva en bandolera, y me pregunto qué hago aquí y cómo es posible que esa mujer sea mi tía. Es la hermana de mi padre. La veo muy poco, en alguna que otra celebración familiar y cuando los abuelos organizan una reunión en Santa Mónica, pero apenas tenemos trato fuera de esas fechas. Mi padre jamás nos ha traído a Little Falls, el pueblo donde nació y donde vive Molly con su marido, Adam, en el rancho familiar de mis abuelos.

Algo debió de pasar aquí para que mi padre no haya querido regresar jamás. Nuestro trato siempre ha sido cordial, pero sin llegar a profundizar. Tanto ella como Adam son de otro planeta, en serio. Suelen desentonar en las reuniones familiares con sus vestimentas vaqueras y esa forma tan ruda de hablar. Cuando mis abuelos se trasladaron a vivir con nosotros, les dejaron la casa y el negocio familiar, del que se han ocupado desde entonces sin quejarse. De hecho, cada vez que la veo parece feliz. —¡Holly! —Mi tía me abraza al llegar junto a ella con una familiaridad molesta—. ¿Qué tal el vuelo? —Una mierda. —La aparto para evitar que arrugue mi modelo Gucci y me coloco bien el bolso Prada sobre el hombro derecho—. ¡Papá me ha mandado en un vuelo comercial con una escala! Molly sonríe con una expresión feliz. Eso me repatea en ella, que las malditas sonrisas le lleguen hasta los ojos, como si fuera la mujer más entusiasta del planeta. Para mí la felicidad es una utopía. En cambio en ella parece algo real. ¡Puaf! —Es la única manera de llegar aquí. Bueno, también podrías haber aterrizado en Little Rock, pero, para el caso, es lo mismo. —Agarra una de mis dos maletas con la mano derecha y me pasa el otro brazo por los hombros para empezar a caminar conmigo a su lado—. Los aviones de tu padre son muy cómodos. No deberías estar así de enfurruñada. —¡El jet es cómodo! ¡Eso son butacas de tortura! —Vamos. —Señala hacia delante con la cabeza, a la entrada al parking—. Debes de estar cansada, y todavía tenemos un trayecto de media hora hasta Little Falls. ¡Media hora más! ¿En serio? En vez de estar viajando por mi país, parece que lo haga al extranjero. Estoy segura de que ir a Europa hubiera sido más corto. Suspiro con exasperación y sigo caminando en silencio, preguntándome cuándo voy a poder escaparme para pegarme una farra. El coche de mi tía resulta ser una pickup marca Ford de la época de mis abuelos, como mínimo.

—¿Vamos a ir en eso? —Compongo una mueca de asco—. ¡Está lleno de barro, y los asientos parecen de hierro! —Es lo mejor para esta parte del país. —Su tono es dulce, y lo acompaña de otra de sus sonrisas. ¿Esta mujer nunca se cabrea?—. Hay muchos caminos de tierra con baches. Vas a ir bien, ya lo verás. —¡Se me va a arrugar la ropa! —Ya nos ocuparemos de tu vestuario mañana. Se da la vuelta y levanta una de las maletas para colocarla en la parte trasera, sin cubrirla. Suerte que hace un sol de justicia, porque si una sola gota les cae a mis preciadas Louis Vuitton, la mato. Literal. Me la cargo. —¿Qué quieres decir con ocuparnos de mi vestuario? —Doy un paso a un lado para que ella suba la otra maleta, pero no lo hace, sino que camina hacia la puerta del conductor y me abandona ahí. —Estamos en Arkansas, Holly. —Mantiene un segundo la puerta abierta para dedicarme una sonrisa—. Aquí la marca del modelo que llevas no importa mientras sea cómodo y adecuado para el clima y el lugar. Me guiña un ojo y cierra la puerta, lo que me deja claro lo que se espera de mí. Con un resoplido de resignación, coloco la maldita maleta en la parte trasera del vehículo y cierro la plaquita para evitar que se caiga. Este estado me produce urticaria. Todavía no entiendo qué se me ha perdido en este lugar tan alejado de mi vida normal. ¿Qué narices quiere demostrar mi padre al enviarme aquí? Subo al asiento del copiloto con una mueca airada y Molly arranca el motor. El sol impacta contra el parabrisas delantero, cegándome. Mi tía enciende el equipo de sonido para llenar el coche de música, y no puedo estar más molesta con la situación. ¿Puede ser más patética mi vida ahora mismo? —¿Country? —suelto con desprecio—. ¿En serio? —Es la música del lugar, pero si lo prefieres, busca otra emisora. —Señala los mandos—.

Te va a gustar el pueblo, ya verás. Ignoro sus palabras, porque no son ciertas. Voy a odiar Little Falls como lo odia mi padre, y voy a contar los días para volver a Yale, a mi vida, a mis amigos, a mi desenfreno. Ojalá tuviera el dinero de mi madre y pudiera hacer mi vida sin necesitar a mi padre. Pero todavía faltan más de cuatro años para eso. Me fijo en el exterior a través de la ventana tras encontrar una emisora con música más actual. Es tan diferente a mi mundo… Campos, verde, naturaleza, pocas edificaciones… Nada de playa o sol como en Santa Mónica, ni edificios, estudiantes y marcha como en New Haven. Tardamos treinta y cinco minutos en llegar a Little Falls, una mierda de pueblo con cuatro casas, mucho polvo y llena a rebosar de pueblerinos. Apenas hay diez calles antes de atravesar una zona boscosa donde las casas están dispersas entre la naturaleza. Son ranchos, supongo. La tía Molly conduce por un camino de tierra hasta traspasar una valla abierta de metal. —Bienvenida a Gibbs Ranch. —Sonríe como si tuviera que gustarme lo que me muestran mis ojos —. Tus abuelos me cedieron una buena cantidad de acres y un rancho próspero cuando se trasladaron con vosotros. Ahora vas a disfrutarlo tú también. —Lo que tú digas —contesto con fastidio. —Vas a vivir aquí los diez próximos meses; deberías buscarle la parte positiva a esta experiencia. —¡No la hay! —Gesticulo con los brazos para señalar el lugar. Es una larguísima extensión de prados, pastos, animales, rugidos, balidos, polvo…—. ¿En serio crees que trabajar en un rancho es mi idea de pasarlo bien? —Pruébalo antes de criticarlo

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