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Calle Este-Oeste – Philippe Sands

Poco después de las tres de la tarde, la puerta corredera de madera situada tras el banquillo de los acusados se abrió y Hans Frank entró en la sala de justicia número 600. Llevaba un traje gris, un tono que se veía contrarrestado por los cascos blancos que exhibían sus escoltas, dos policías militares de rostro sombrío. Las vistas habían pasado factura al hombre que había sido el abogado personal de Adolf Hitler y luego su representante personal en la Polonia ocupada por los alemanes; un hombre de mejillas sonrosadas, nariz pequeña y afilada, y cabello alisado hacia atrás. Frank ya no era el ministro esbelto y fanfarrón loado por su amigo Richard Strauss; de hecho, se hallaba en un considerable estado de confusión, hasta el punto de que, tras entrar en la sala, se dio la vuelta y se encaró en la dirección equivocada, dando la espalda a los jueces. Aquel día, sentado en la sala abarrotada, estaba el catedrático de derecho internacional de la Universidad de Cambridge. Con gafas y una incipiente calvicie, Hersch Lauterpacht se hallaba en el extremo de una larga mesa de madera, orondo como un búho, flanqueado por sus distinguidos colegas del equipo británico de la acusación. Había sido a Lauterpacht, sentado no muy lejos de Frank y ataviado con un traje negro, a quien se le había ocurrido la idea de introducir la expresión «crímenes contra la humanidad» en el Estatuto de Núremberg, cuatro palabras para describir la matanza de cuatro millones de judíos y polacos en el territorio de Polonia. Lauterpacht llegaría a ser reconocido como la mente jurídica internacional más preclara del siglo XX y uno de los padres del moderno movimiento pro derechos humanos; pero su interés por Frank no era meramente profesional. Durante cinco años, Frank había sido gobernador de un territorio que llegó a incluir la ciudad de Lemberg, donde Lauterpacht tenía una extensa familia, que incluía a sus padres, un hermano, una hermana y los hijos de estos. Al iniciarse el juicio, un año antes, se ignoraba qué había sido de ellos en el reino de Hans Frank. Otro hombre que tenía un interés especial en el juicio no estaba allí aquel día. Rafael Lemkin escuchó la sentencia por la radio, desde una cama de un hospital militar estadounidense en París. Tras trabajar primero como fiscal y luego como abogado en Varsovia, huyó de Polonia en 1939, al estallar la guerra, y al final llegó a Estados Unidos. Allí trabajó con el equipo estadounidense de la acusación en el juicio, en colaboración con los británicos. En aquel largo viaje llevó consigo varias maletas, todas abarrotadas de documentos, entre ellos numerosos decretos firmados por Frank. Estudiando aquellos materiales, Lemkin encontró una pauta de comportamiento a la que dio un nombre a fin de describir el delito del que se podía acusar a Frank. Lo llamó «genocidio». A diferencia de Lauterpacht, que se centraba en los crímenes contra la humanidad, un concepto que apuntaba a la protección de los individuos, a él le preocupaba más la protección de los grupos. Había trabajado incansablemente para introducir el delito de genocidio en el juicio de Frank, pero aquel último día del proceso se sintió demasiado indispuesto para asistir. También él tenía un interés personal en Frank: había pasado varios años en Lwów, y sus padres y su hermano habían sido víctimas de los delitos presuntamente cometidos en el territorio de Frank. «¡Acusado Hans Frank!», anunció el presidente del tribunal. Frank estaba a punto de saber si en Navidad seguiría vivo y en situación de cumplir la promesa que recientemente le había hecho a su hijo de siete años: que todo iba bien y que pasaría las vacaciones en casa. Jueves, 16 de octubre de 2014, Palacio de Justicia de Núremberg Sesenta y ocho años después tuve ocasión de visitar la sala de justicia número 600 en compañía de Niklas, el hijo de Hans Frank, que era un niño pequeño cuando se hizo aquella promesa. Niklas y yo comenzamos nuestra visita por el ala desolada y vacía de la prisión en desuso situada detrás del Palacio de Justicia, la única de sus cuatro alas que todavía permanece en pie. Nos sentamos en una pequeña celda, como aquella en la que su padre pasó casi todo un año.


La última vez que Niklas estuvo en esa parte del edificio fue en septiembre de 1946. «Esta es la única habitación del mundo donde estoy un poquito más cerca de mi padre», me dijo, «sentándome aquí y pensando que soy él, estando aquí durante casi un año, con un váter abierto, una mesita, una cama pequeña y nada más.» La celda era inclemente, al igual que Niklas con respecto a la cuestión de los actos de su padre. «Mi padre era abogado; sabía lo que hacía.» La sala de justicia número 600, que todavía se utiliza, no había cambiado mucho desde la época del juicio. Allá por 1946, la ruta desde las celdas requería que cada uno de los veintiún acusados subiera a un pequeño ascensor que llevaba directamente a la sala de justicia, un artilugio que Niklas y yo estábamos ansiosos por ver. Seguía allí, tras el banquillo en el que se sentaban los acusados, y se accedía a él por la misma puerta de madera, que se deslizaba tan silenciosamente como siempre. «Abierta, cerrada, abierta, cerrada», escribió R. W. Cooper, un antiguo corresponsal de tenis sobre hierba que informó cada día sobre el juicio para el Times de Londres.1 Niklas abrió la puerta corredera y entró en el pequeño espacio; luego cerró la puerta tras de sí. Cuando volvió a salir, se dirigió al lugar donde se había sentado su padre durante el juicio, acusado de crímenes contra la humanidad y de genocidio. Niklas se sentó y se inclinó sobre la barandilla de madera. Me miró, recorrió la sala con la vista, y luego dio un suspiro. Yo me había preguntado a menudo por la última vez que su padre había atravesado la puerta corredera del ascensor y se había encaminado al banquillo de los acusados. Era algo que uno solo podía imaginar, no ver, puesto que no se permitió que hubiera cámaras filmando la última tarde del juicio, el martes 1 de octubre de 1946; se hizo para proteger la dignidad de los acusados. Niklas interrumpió mis pensamientos. Habló con voz firme y suave: «Esta es una sala alegre, para mí y para el mundo.»2 Niklas y yo estábamos allí, en la sala de justicia número 600, gracias a una invitación que yo había recibido inesperadamente unos años antes. Procedía de la facultad de derecho de la universidad que alberga la ciudad actualmente conocida como Lviv, y era una invitación a dar una conferencia pública sobre mi trabajo en torno a los crímenes contra la humanidad y el genocidio. Me pedían que hablara de los casos en los que había participado, de mi labor académica sobre el juicio de Núremberg, y de las consecuencias del juicio para nuestro mundo moderno. Hacía tiempo que me hallaba fascinado por el juicio y los mitos de Núremberg, el momento en que se decía que nació nuestro moderno sistema de justicia internacional. Me sentía cautivado por los extraños detalles que podían encontrarse en las larguísimas transcripciones, por las sombrías evidencias, atraído por los numerosos libros, memorias y diarios que describían con minuciosidad forense los testimonios declarados ante los jueces. Me sentía intrigado por las imágenes, las fotografías, los noticiarios cinematográficos en blanco y negro, y películas como Vencedores o vencidos, un filme que en 1961 ganó un Oscar y al que harían memorable tanto el tema que abordaba como el breve flirteo de Spencer Tracy con Marlene Dietrich. Mi interés tenía una razón práctica, puesto que aquel proceso había ejercido una profunda influencia en mi trabajo: la sentencia de Núremberg había hinchado como un potente viento las velas de un movimiento pro derechos humanos todavía en germen.

Sí, es cierto que había un fuerte tufillo a «la justicia del vencedor», pero no cabía ninguna duda de que el caso fue un catalizador que abrió la posibilidad de que los líderes de un país pudieran ser juzgados por un tribunal internacional, algo que nunca había ocurrido antes. Muy probablemente fue mi trabajo como abogado, antes que mis escritos, lo que suscitó la invitación de Lviv. En el verano de 1998 yo había tenido un papel secundario en las negociaciones que llevaron a la creación de la Corte Penal Internacional, en una reunión en Roma, y unos meses después trabajé en el caso Pinochet en Londres. El expresidente de Chile había pedido inmunidad a los tribunales ingleses por los cargos de genocidio y crímenes contra la humanidad presentados contra él por el juez español Baltasar Garzón, y había perdido. En los años siguientes, otros casos permitieron que las puertas de la justicia internacional se abrieran finalmente entre chirridos tras un período de inactividad en las décadas de la Guerra Fría que siguieron al juicio de Núremberg. Los casos de la antigua Yugoslavia y de Ruanda no tardaron en aterrizar sobre mi escritorio en Londres. Luego seguirían otros, relacionados con diversas acusaciones en el Congo, Libia, Afganistán, Chechenia, Irán, Siria y el Líbano, Sierra Leona, Guantánamo e Irak. Una lista larga y triste que reflejaba el fracaso de las buenas intenciones manifestadas en la sala de justicia número 600 de Núremberg.

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