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BULLY (Fall Away 1) – Penelope Douglas

¡No! Gira por aquí —me gritó KC en la oreja derecha. Los neumáticos del Bronco de mi padre chirriaron por el brusco movimiento cuando entramos en una calle atestada de vehículos. —¿Sabes? Igual deberías de haber conducido tú, tal y como te sugerí — repliqué, a pesar de que no me gustaba que condujera otra persona cuando yo iba en el automóvil. —¿Y que te lleves las manos a la cabeza cada vez que no me salto un semáforo en ámbar? No —respondió como si me leyera la mente. Sonreí para mis adentros. Mi mejor amiga me conocía muy bien. Me gustaba conducir rápido, moverme rápido. Caminaba todo lo deprisa que las piernas podían soportar y conducía todo lo rápido que se consideraba razonable. Me precipitaba sobre todas y cada una de las señales de stop y los semáforos en rojo. «Date prisa, que después tendrás que esperar, esa era yo.» Pero oír el martilleo de la música en la distancia no me insuflaba ganas de correr más. En la calle se alineaban automóvil tras automóvil como prueba de la magnitud de la fiesta a la que nos dirigíamos. Me aferré al volante cuando llegué a un hueco que estaba a una manzana de distancia del lugar al que íbamos. —Creo que no es una buena idea, KC —señalé otra vez. —Ya verás que no pasa nada. —Me dio una palmada en la pierna—. Bryan ha invitado a Liam, Liam me ha invitado a mí y yo te he invitado a ti. —El tono tranquilo y monótono que empleó no ayudó a calmar la opresión que sentía en el pecho. Me solté el cinturón de seguridad y la miré. —Bien, pues recuerda que… si me siento incómoda, me voy. Y tú te vas con Liam. Salió y cruzó la carretera. El alboroto de la fiesta aumentaba de volumen conforme nos acercábamos a la casa. —Tú no te vas a ninguna parte. Te marchas en dos días y nos lo vamos a pasar bien.


Pase lo que pase. —La amenaza implícita en su voz me alteró los ya de por sí alterados nervios. Cuando llegamos a la entrada, se quedó detrás de mí, imaginé que para escribirle un mensaje a Liam. Su novio había llegado antes y había pasado la mayor parte del día con sus amigos en el lago mientras KC y yo íbamos de compras. Había vasos de plástico rojos tirados en la hierba y gente entrando y saliendo de la casa, disfrutando de la agradable noche de verano. Varios compañeros que reconocí del instituto salieron por la puerta principal, bromeando entre ellos y derramando las bebidas que llevaban. —Hola, KC. ¿Qué tal, Tate? —Dentro estaba sentada Tori Beckman con una bebida en la mano, hablando con un joven al que no conocía—. Dejad las llaves en el cuenco —nos indicó para después devolver la atención a su acompañante. Tras procesar su indicación, entendí que quería que le entregara mis llaves. Supongo que no quería permitir que nadie condujera borracho. —No voy a beber —grité para hacerme oír por encima de la música. —Puede que cambies de opinión —respondió—. Si quieres entrar, me tienes que dar las llaves. Disgustada, metí la mano en el bolso y dejé las llaves en el cuenco. El simple hecho de pensar en separarme de una de mis tablas salvavidas me ponía de los nervios. No tener las llaves significaba que no podría irme rápido si me apetecía. O si lo necesitaba. ¿Y si era ella la que se emborrachaba y abandonaba su puesto? ¿Y si alguien se llevaba por error mis llaves? De repente me acordé de mi padre, que solía decirme que dejara de plantearme tantos «y si». «¿Y si Disneyland está cerrado por mantenimiento cuando lleguemos? ¿Y si se acaban los ositos de goma en todas las tiendas de la ciudad?» Me mordí el labio para reprimir una carcajada al recordar lo mucho que se irritaba con mis infinitas preguntas. —Vaya —me gritó KC al oído—, ¡mira eso! La gente, algunos compañeros de clase y otros no, saltaban al ritmo de la música, riendo, pasándoselo en grande. Se me erizó el vello de los brazos al ver tanto movimiento y entusiasmo. En las estancias resonaba la música que salía de los altavoces y me quedé sin palabras al percibir tanta actividad en un único espacio. La gente bailaba, bromeaba, saltaba, bebía y jugaba al fútbol —sí, al fútbol— en el salón. —Espero que no se le ocurra fastidiarme esto —dije con un tono de voz más enérgico de lo habitual.

Pasármelo bien en una fiesta con mi mejor amiga antes de marcharme de la ciudad por un año no era pedir demasiado. Sacudí la cabeza y miré a KC, que me guiñaba un ojo de forma intencionada. Avancé hacia la cocina y juntas nos abrimos paso tomadas de la mano entre la multitud. Entramos en la enorme cocina, el sueño de cualquier madre, e inspeccioné la barra improvisada que había en la isla central. En la encimera de granito había botellas de licores, dos litros de refresco, vasos y un cubo con hielo en el fregadero. Exhalé un suspiro y renuncié a mi promesa de mantenerme sobria. Emborracharme era tentador. «Lo que daría por poder dejarme llevar una noche.» KC y yo habíamos probado las reservas de licores de nuestros padres de vez en cuando y yo había asistido a unos cuantos conciertos fuera de la ciudad en los que habíamos bebido un poco. Pero no pensaba bajar la guardia con algunas de las personas que había allí esa noche. —¡Hola, Tate! Ven, acércate. —Jess Cullen me dio un abrazo cuando llegué a la barra—. Te vamos a echar de menos. Conque Francia, ¿eh? ¿Todo el año? —Relajé los hombros y le devolví el abrazo; tenía los músculos menos tensos que cuando entré. Al menos había una persona aquí, aparte de KC, que se alegraba de verme. —Ese es el plan. —Asentí y exhalé un suspiro—. Me voy a quedar con una familia de acogida y ya me he inscrito en las clases. Pero estaré de vuelta para el último curso, ¿vas a guardarme un puesto en el equipo? Jess se había presentado a capitana del equipo de atletismo este otoño y competir era una de las experiencias del instituto que iba a echar de menos. —Si soy la capitana, tienes un puesto asegurado, nena —alardeó animadamente dejando a las claras que estaba bebida. Jess había sido siempre simpática conmigo a pesar de los rumores que me perseguían año tras año y las bromas vergonzosas que recordaban a todo el mundo por qué era el hazmerreír. —Gracias, ¿te veo luego? —dije al tiempo que me acercaba a KC. —Sí, pero si no te veo, buena suerte en Francia —gritó mientras salía bailando de la cocina. La vi marchar y se me heló la sangre. Una sensación de temor se abrió paso por mi pecho hasta el estómago.

«No, no, no…» Jared entró en la cocina y me quedé paralizada. Él era la persona con la que esperaba no encontrarme esta noche. Su mirada se encontró con la mía y a la sorpresa le siguió el disgusto. «Síp.» Conocía esa mirada. La de no-puedo-soportar-ni-verte-así-que-salde-mi-vista. Apretó la mandíbula y me di cuenta de que levantaba un poco la barbilla, como si acabara de ponerse la máscara de acosador. Me dio la sensación de que me costaba respirar. El latido del corazón me resonaba en los oídos y me pareció que el mejor lugar en el que estar en ese preciso momento se encontraba a cientos de kilómetros. ¿Era demasiado pedir que pudiera divertirme una sola noche como una adolescente normal? Cuando éramos pequeños y vivíamos puerta con puerta, solía pensar que Jared era fabuloso. Era dulce, generoso y simpático, y el muchacho más guapo que hubiera visto nunca. Su pelo castaño era el complemento perfecto para su piel olivácea y su deslumbrante sonrisa, cuando sonreía, demandaba atención exclusiva. Las muchachas se quedaban mirándolo con tanta atención en los pasillos del colegio que se chocaban contra las paredes. Literalmente. Pero ese niño hacía tiempo que no existía. Me di la vuelta rápido y vi a KC en la barra. Me esforcé por sostener la bebida a pesar de que me temblaban las manos. Acababa de servirme un Sprite, pero con el vaso de plástico parecía que estaba bebiendo otra cosa. Ahora que sabía que ese capullo estaba ahí, necesitaba mantenerme sobria. Se acercó a la barra y se colocó justo detrás de mí. Una sensación de calor se apoderó de mi cuerpo debido a su proximidad. Los músculos de su pecho rozaban la delgada tela de mi camiseta y una sacudida me recorrió el pecho y el estómago. «Tranquilízate. ¡Tranquilízate ya!» Tomé unos cubitos de hielo para echarlos en la bebida y me obligué a respirar pausadamente. Me abrí paso hacia la derecha para apartarme de él, pero alzó un brazo para alcanzar un vaso y me bloqueó el paso.

Cuando traté de escabullirme por la izquierda, hacia KC, estiró el otro brazo para tomar una botella de Jack Daniel’s. En mi cabeza se desarrollaron diez escenas distintas de qué debería de hacer. ¿Le daba un codazo en la barriga? ¿Le tiraba la bebida en la cara? ¿Agarraba el flexo del grifo y…? Bah, qué más daba. En sueños era mucho más valiente. En sueños habría agarrado el cubo con hielo y hecho cosas que se supone que una muchacha de dieciséis años no debería de hacer solo para ver si lograba que se le quitara esa cara de bravucón. «¿Y si, y si?»

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