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Bull Mountain – Rubén Martín Giráldez , Brian Panowich

Familia —dijo el viejo hablando solo. La palabra flotó en una nubecilla de aliento helado antes de disiparse en la niebla de la madrugada. Riley Burroughs empleaba aquella palabra igual que un carpintero emplea un martillo. A veces le daba un toquecito leve para inclinar a uno de sus parientes a convenir con él, y otras la usaba con la sutilidad de un mazo de cuatro kilos. El viejo se balanceaba en una mecedora de madera que chirriaba lentamente adelante y atrás sobre los tablones de pino desgastados y hundidos del porche delantero de la cabaña. La cabaña era uno de los refugios de caza que su familia había construido por todo Bull Mountain a lo largo de los años. Esa la construyó el abuelo de Rye, Johnson Burroughs. Rye se imaginó al ilustre antepasado del clan Burroughs sentado en aquel mismo sitio cincuenta años antes y se preguntó si el tiempo lo habría demacrado tanto como a él. Estaba convencido de que sí. Rye se sacó un montoncito de tabaco seco del chaquetón y se lio un cigarrillo en el regazo. Llevaba desde chaval saliendo allí a contemplar cómo cobraba vida el desfiladero de Johnson. A aquellas horas tan tempranas el cielo era un moratón violáceo. El coro inquieto de ranas y grillos comenzaba a dar paso al correteo de los roedores y al trino de los pájaros: un bosque en pleno cambio de guardia. En mañanas heladas como aquella la niebla se acumulaba alrededor de los tallos de las flores del kudzu como una manta de algodón, tan gruesa que uno no se veía los pies al caminar por encima. A Rye pensar que las nubes que los demás veían al levantar la mirada él las veía desde arriba siempre le hacía sonreír. Pensaba que así debía de sentirse Dios. El sol ya había empezado a alzarse a sus espaldas, pero aquel desfiladero era el último lugar donde se notaba. La sombra proyectada desde la Western Ridge mantenía aquel sector de la montaña casi a diez grados menos de temperatura que el resto. El sol no acabaría de secar el rocío que hacía destellar el bosque hasta bien entrada la tarde. Solo algunos leves rayos de luz penetraban el denso follaje de robles y pinos silvestres. De niño, Rye creía que aquellos rayos que le calentaban la piel eran los dedos de Dios, tendidos entre los árboles para bendecir aquel sitio, protegiendo su hogar. Pero de adulto terminó pensando otra cosa. Tal vez a los niños que corrían descalzos y a las mujeres les servía de algo aquella superstición absurda, pero Riley había llegado a la conclusión de que si existía algún Dios de catequesis vigilando a la gente de la montaña la tarea no siempre recaía sobre él. El viejo seguía sentado, fumando. 2 Un ruido de neumáticos machacando la grava estropeó la mañana.


Rye aplastó el cigarrillo y observó la llegada de la vieja camioneta Ford con plataforma de su hermano mayor. Cooper Burroughs se bajó de la camioneta y descolgó el rifle del gancho de la ventanilla trasera. Casi le doblaba la edad; Cooper había nacido casi dieciséis años después que Riley, pero era difícil apreciarlo a primera vista. Los dos tenían en común los rasgos marcados del padre, Thomas Burroughs, pero llevaban todo el peso de la vida en Bull Mountain en los carrillos, así que ambos parecían mucho más viejos de lo que eran. Cooper se caló el sombrero sobre las greñas pelirrojas y cogió una mochila del asiento de atrás. Rye vio bajarse a Gareth, el hijo de nueve años de su hermano, del asiento del copiloto y rodear la camioneta en dirección a su padre. Lo saludó con un movimiento de la cabeza y exhaló la última calada de humo frío. «Típico de Cooper, lo de traerse refuerzos cuando hay posibilidad de un encontronazo. Sabe que delante de su chaval no lo voy a cascar. Lástima que no sea así de listo cuando conviene». Rye salió del porche y extendió los brazos. —Buenos días, hermano… y sobrino. Cooper no respondió ni se molestó en disimular su desdén. Hizo una mueca y escupió un chorro de saliva de tabaco marrón a los pies del otro. —Ahórratelo, Rye; enseguida nos ponemos con eso. Antes de tragarme tus mamonadas necesito meterme algo entre pecho y espalda. Se limpió de la barba el resto pegajoso del escupitajo. Rye clavó los talones en la grava y apretó los puños. Que le diesen por saco al chaval allí parado; iba a tener que zanjar el asunto. Gareth se puso entre los dos hombres con la intención de aplacar los ánimos. —Ey, tío Rye. Unos segundos más de malas miradas y Rye apartó los ojos de los de su hermano, se acuclilló y le hizo caso a su sobrino. —¿Qué hay, hombrecito? Se adelantó para abrazar al chico, pero Cooper empujó a su hijo y lo hizo subir los escalones de la cabaña. Rye se quedó parado, dejó caer los brazos y se embutió las manos en el chaquetón. Echó otro vistazo solemne a los robles y a los grupos de arces, y volvió a pensar en su padre.

Se lo imaginó allí mismo plantado, haciendo lo mismo que él. Mirando aquellos mismos árboles. Con el mismo dolor de huesos. Iba a ser una mañana muy larga. 3 —Tienes que seguir removiendo los huevos —dijo Cooper, quitándole la cuchara de madera a su hijo. La clavó para arrancar un trozo de mantequilla y la echó en la amarilla mezcla burbujeante—. La sigues removiendo hasta que no quede nada crudo. Así. ¿Lo ves? —Sí, señor. Gareth volvió a coger la cuchara e hizo lo que le acababan de enseñar. Cooper frio unos pedazos de tocino y beicon en una sartén de hierro colado y luego se lo sirvió a su hijo y a su hermano como si aquella pelea de gallitos de allí fuera no hubiese tenido lugar. Así se comportan los hermanos. Gareth fue el primero en hablar. —Papá me ha contado que mataste un grizzly el otro día por esta ladera. —Eso te contó, ¿eh? Rye miró a su hermano, que estaba sentado empapuzándose cucharadas de huevos y carne frita. —Bueno, pues tu papá se equivoca. No era un grizzly. Era un oso pardo. —Papá dice que lo mataste de un solo disparo. Dice que eso no lo hace cualquiera. —A ver, yo creo que no. Tú le podrías haber dado igual también. —¿Cómo es que no tienes la cabeza colgada en la pared? Vaya si quedaría bien. Rye esperó a que Cooper contestase, pero el otro no levantó la mirada del plato. —Gareth, escucha bien lo que voy a decirte.

Ese oso yo no quería matarlo. No lo maté para que quedase bien en ningún sitio, ni para tener algo que contar. Lo maté para que pudiésemos pasar el invierno. Si matas algo en esta montaña, más te vale que tengas un buen motivo de verdad. Aquí arriba cazamos por necesidad. Los tontos cazan por deporte. Ese oso nos sirvió para arroparnos y para comer durante meses. Todo eso le debo. ¿Me entiendes cuando te digo que se lo debo? —Creo que sí. —Quiero decir que habría sido un insulto a la vida que llevó si lo hubiese matado solo para colgar un trofeo en esa pared. No es nuestro estilo. Nosotros lo aprovechamos todo. —¿Hasta la cabeza? —Hasta la cabeza. Cooper terció: —¿Oyes lo que te está diciendo tu tío, chaval? Gareth asintió. —Sí, señor. —Vale, porque es una lección que vale la pena aprenderse. Ahora basta de cháchara. Cómete el desayuno para que podamos ir con lo nuestro. Se acabaron la comida en silencio. Mientras comían, Rye observó la cara de Gareth. Era completamente redonda, con los mofletes rubicundos hiciera frío o calor, salpicada de pecas. Tenía los ojos hundidos y pequeños como los de su padre. Para poder percibir el color tenía que abrirlos mucho. Eran los ojos de Cooper. Era la cara de Cooper, sin la barba tricolor y sin su determinación… ni su rabia.

Rye se acordaba de cuando su hermano tenía aquella pinta. Se diría que hacía cien años. Ya con el estómago lleno, los dos hombres agarraron sus rifles y estiraron los músculos fríos al aire libre matutino. Cooper se inclinó y le colocó bien la gorra a su hijo para que le tapase las orejas. —No te desabrigues, y no te alejes —le dijo—. Como te pongas enfermo por mi culpa, tu madre me va a dar para el pelo. El chico asintió, pero la emoción empezaba a hacerse notar y andaba con los ojos clavados en las alargadas armas. Su padre lo había dejado practicar con el calibre .22 para que se acostumbrara al retroceso y a la mira, pero tenía ganas de coger un arma para hombres. —¿Me vais a dejar llevar un rifle, papá? —preguntó rascándose el gorro por donde su padre se lo había ajustado. —A ver, no creo que puedas disparar a nada sin rifle —contestó Cooper, y descolgó un rifle de calibre .30 de encima de la repisa de la chimenea. No era nuevo, pero sí sólido y pesado. Gareth lo cogió y lo examinó tal y como su padre le había enseñado. Lo hizo con ostentación, para demostrar que las enseñanzas no habían caído en saco roto. —Vamos —dijo, y se encaminaron los tres hacia el bosque. 4 Tierra fría. A eso olían las mañanas en la montaña. El ambiente estaba tan saturado por la humedad de la tierra que a Gareth le costaba respirar por la nariz. Intentó hacerlo por la boca, pero a los pocos minutos ya estaba sacándose arenilla de entre los dientes con la lengua. —Toma —le dijo Cooper a su hijo, y le tendió un pañuelo azul—. Átatelo para taparte la boca y respira a través. Gareth lo cogió, hizo lo que le decían y siguieron caminando. —No voy a dejar que lo hagas, Rye —dijo Cooper, desviando la atención de Gareth hacia su hermano—. Y antes de que te pongas erre que erre, ni te molestes en soltarme tu rollo de mierda sobre lo que es mejor para la familia.

Mamá o cualquier chaval chungo de por aquí igual se traga esa chorrada, pero a mí no me vas a convencer ni de coña de que lo que pretendes está bien. No está bien ni por el forro. Gareth no perdía detalle, pero se hacía el sordo. Rye estaba listo e iba con todo bien ensayado; llevaba la mañana entera practicando, desde la mecedora chirriante, aquella sesión de sparring ante un público formado por árboles. —Cualquier cosa que acabe con las preocupaciones de cómo poner un plato en la mesa está bien hecha, Coop. Es lo que más nos conviene… —Ey, déjate de milongas; para el carro. Espero que tengas algo mejor que eso. Por aquí comemos perfectamente. En esta montaña nadie se muere de hambre. Tú el que menos, desde luego. —Cooper señaló con un gesto la barriga de Rye. Gareth soltó una risilla y su padre le dio una colleja. —Tú ocúpate de lo tuyo, chaval. —Gareth volvió a hacerse el sordo, y Cooper centró su atención en Rye de nuevo—. Los árboles de esta montaña se han portado bien con nuestra familia durante cincuenta años. Cincuenta años, Rye. Yo diría que respetarlos, protegerlos, es lo que más nos conviene. Pensar que has perdido eso de vista me revienta. ¿De verdad te crees que nos beneficia vender el derecho para explotar la madera de la tierra donde naciste a una panda de putos banqueros? Pues mira, me parte el corazón, Rye. ¿Qué coño te ha pasado? Es que ni te reconozco. —Es más dinero del que veremos en toda una vida —respondió Rye. —Ahí lo tienes. —Joder, Cooper, escúchame un momento. Déjate de santurronerías baratas y escúchame. Cooper escupió.

—Esto le dará a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos algo con lo que labrarse un futuro. ¿O te crees de verdad que vamos a sobrevivir otros cincuenta años vendiendo whisky de maíz a las Carolinas? —Hasta ahora nos ha ido bien. —Te falta perspectiva, Coop. Tendría que irnos mejor que bien. No debemos trabajar más duro, sino trabajar con más vista. Las destilerías ya no son rentables. El alcohol ya no es ilegal. No podemos sobrevivir con lo que sacamos de bares sin licencia y salas de billar. Se nos acaba el dinero. Sé que te has percatado. Ya no hay negocio en eso. La competencia está a la que salta y nosotros seguimos con lo mismo. Estamos sentenciados. El trato con Puckett va a ser el triple de lo que ganaríamos en diez años de destilar whisky. Es una oportunidad de que nuestros hijos… —Alto ahí un segundo. Estás venga a repetir «hijos» cuando a ti ni te va ni te viene. Que yo sepa, este chaval de aquí es el único chico de esta montaña que se apellida Burroughs. ¿Me estás diciendo que quieres que nos metan un montón de máquinas y arrasen su montaña para que tenga un futuro mejor? —Alguien tiene que preocuparse por él. Cooper se paró. —Papá —dijo Gareth, y le tiró a su padre de la manga—. Papá, mira. Cooper miró lo que señalaba su hijo y se agachó para coger un puñado de barro negro. Se lo llevó a la nariz y luego a la del chico. —¿Lo hueles? —Ajá. —Es fresca.

Nos estamos acercando. Prepárate. Siguieron caminando. Tras unos minutos, la conversación se reanudó, pero entre susurros. —El dinero reforzará a la familia, Coop. Podemos cogerlo e invertirlo en negocios legales. Podemos dejar de vivir como criminales. Tienes que darte cuenta de la lógica del asunto. No podemos seguir viviendo así siempre. —Tengo otros planes. —¿Qué planes? ¿Plantar esa dichosa hierba tuya por la región del norte? Si a Cooper le sorprendió que su hermano estuviese al tanto de sus intenciones, no lo demostró. Se limitó a encogerse de hombros. —Pues sí —continuó Rye—. Ya me he enterado de eso. Sé todo lo que pasa en esta montaña. Es mi deber. También sé que tu ridícula idea nos hará ir para atrás. Si montas esa clase de negocio aquí arriba solo atraerás más pistolas, más polis y más forasteros… mucho peores que cualquier banquero. ¿Eso es lo que quieres? ¿Eso es lo que quieres para él? —Se acercó a Gareth—. Además, ¿qué diferencia hay entre despejar varios centenares de acres para cultivar esa mierda y dejar que lo haga Puckett por lo legal? —Despierta, Rye. ¿En serio te crees que se conformarán con eso? ¿Tú de verdad te crees que nos los quitaremos de encima una vez pongan las zarpas en este sitio?

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