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Bocas del Tiempo – Eduardo Galeano

Este libro ofrece una multitud de pequeñas historias que cuentan, juntas, una sola historia. Es una travesía por los temas más diversos: el amor, la infancia, el agua, la tierra, la palabra, la imagen, la música, el éxodo, el poder, el miedo, la guerra, la indignidad, la indignación, el vuelo… Sus protagonistas aparecen y se desvanecen para seguir viviendo, historia tras historia, en otros personajes que les dan continuidad. Tejidos por los hilos del tiempo, ellos son tiempo que dice: son bocas del tiempo.


 

Cuando eran hilos sueltos, y todavía no formaban parte de una trama común, algunos de los relatos aquí reunidos fueron publicados en diarios y revistas. Al integrarse a este tejido, aquellas primeras versiones cambiaron su forma y color. * * * Este libro cuenta historias que viví o escuché. En algunos casos, las historias que escuché nombran sus fuentes. Quiero dar también las gracias a los muchos colaboradores que no están mencionados. * * * Imágenes del arte de la región peruana de Cajamarca acompañan los textos. Estas obras, pintadas, grabadas o talladas por manos anónimas, han sido reunidas por Alfredo Mires Ortiz en un largo trabajo de exploración y rescate. Algunas tienen miles de años de edad, pero parecen hechas la semana pasada. * * * Como de costumbre, inexplicable costumbre, Helena Villagra acompañó este libro paso a paso. Ella compartió las historias que aquí se cuentan, leyó y releyó cada una de las páginas y ayudó a mejorar las palabras qué estaban y a expulsar las palabras que sobraban. Como de costumbre, explicable costumbre, este libro le está dedicado. EG En Montevideo, al fin del 2003


 

El profesor y el periodista pasean por el jardín. En eso, Jean-Marie Pelt, el profesor, se detiene, señala con el dedo y dice: —Le presento a nuestras abuelas. Y el periodista, Jacques Girardon, se agacha y descubre una bolita de espuma que asoma entre los pastos. Es un pueblo de microscópicas algas azules. En los días de mucha humedad, las algas azules se dejan ver. Así, todas juntas, parecen una escupida. El periodista frunce la nariz: el origen de la vida no tiene un aspecto muy atractivo que digamos, pero de esa baba, de esa porquería, venimos todos los que tenemos piernas, patas, raíces, aletas o alas. Antes del antes, en los tiempos de la infancia del mundo, cuando no había colores ni sonidos, ellas, las algas azules, ya existían. Echando oxígeno, dieron color a la mar y al cielo. Y un buen día, un día que duró millones de años, a muchas algas azules se les dio por convertirse en algas verdes. Y las algas verdes fueron generando, muy poquito a poco, líquenes, hongos, musgos, medusas y todos los colores y los sonidos que después vinieron, vinimos, a alborotar la mar y la tierra.


Pero otras algas azules prefirieron seguir siendo como eran. Así siguen estando. Desde el remoto mundo que fue, ellas miran el mundo que es. No se sabe qué opinan. Verderías Cuando la mar ya era mar, la tierra no era más que roca desnuda. Los líquenes, venidos de la mar, hicieron las praderas. Ellos invadieron, conquistaron y verdearon el reino de la piedra. Eso ocurrió en el ayer de los ayeres, y sigue ocurriendo todavía. Donde nada vive, los líquenes viven: en las estepas heladas, en los desiertos ardientes, en lo más alto de las más altas montañas. Los líquenes viven mientras dura el matrimonio entre las algas y sus hijos, los hongos. Si el matrimonio se deshace, se deshacen los líquenes. A veces, las algas y los hongos se divorcian, por riñas y disputas. Según ellas, ellos las tienen encerradas y no las dejan ver la luz. Según ellos, ellas los empalagan de tanto darles azúcar noche y día. Huellas Una pareja venía caminando por la sabana, en el oriente del África, mientras nacía la estación de las lluvias. Aquella mujer y aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya andaban erguidos y no tenían rabo. Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El ceniza guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido. Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda. Algunos añitos han pasado. La duda sigue. Los juegos del tiempo Dizquedicen que había una vez dos amigos que estaban contemplando un cuadro.

La pintura, obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de cosecha. Uno de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el pelo suelto, llovido sobre los hombros. Por fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo, se lo llevó. Él se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días, quién sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a la sala donde su amigo seguía plantado ante el cuadro. Tan brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora, el pelo atado en la nuca. Los tiempos del tiempo Él es uno de los fantasmas. Así llama la gente de Sainte Elie a los pocos viejos que siguen hundidos en el barro, moliendo piedras, escarbando arena, en esta mina abandonada que ni cementerio ha tenido nunca, porque ni los muertos han querido quedarse. Hace medio siglo, este minero, venido de muy lejos, llegó al puerto de Cayena, y se internó en busca de la tierra prometida. En aquellos tiempos, aquí había florecido el jardín de los frutos de oro, y el oro redimía a cualquier forastero muerto de hambre y lo devolvía a casa muy gordo de oro, si la suerte quería. La suerte no quiso. Pero este minero sigue aquí, sin más ropa que un taparrabos, comiendo nada, comido por los mosquitos. Y en busca de nada revuelve la arena día tras día, sentado ante la batea, bajo un árbol más flaco que él, que apenas lo defiende de la ferocidad del sol. Sebastián Salgado llega a esta mina perdida, visitada por nadie, y se sienta a su lado. Al cazador de oro le queda un solo diente, un diente de oro, que cuando él habla brilla en la noche de su boca: —Mi mujer es muy linda —dice. Y muestra una foto rotosa y borrosa. —Me está esperando —dice. Ella tiene veinte años. Hace medio siglo que ella tiene veinte años, en algún lugar del mundo. Palabras perdidas Por las noches, Avel de Alencar cumplía su misión prohibida. Escondido en una oficina de Brasilia, él fotocopiaba, noche tras noche, los papeles secretos de los servicios militares de seguridad: informes, fichas y expedientes que llamaban interrogatorios a las torturas y enfrentamientos a los asesinatos. En tres años de trabajo clandestino, AM fotocopió un millón de páginas. Un confesionario bastante completo de la dictadura que estaba viviendo sus últimos tiempos de poder absoluto sobre las vidas y milagros de todo Brasil.

Una noche, entre las páginas de la documentación militar, AM descubrió una carta. La carta había sido escrita quince años antes, pero el beso que la firmaba, con labios de mujer, estaba intacto. A partir de entonces, encontró muchas cartas. Cada una estaba acompañada por el sobre que no había llegado a destino. Él no sabía qué hacer. Largo tiempo había pasado. Ya nadie esperaba esos mensajes, palabras enviadas desde los olvidados y los idos hacia lugares que ya no eran y personas que ya no estaban. Eran letra muerta. Y sin embargo, cuando los leía, Avel sentía que estaba cometiendo una violación. Él no podía devolver esas palabras a la cárcel de los archivos, ni podía asesinarlas rompiéndolas. Al fin de cada noche, Avel metía en sus sobres las cartas que había encontrado, les pegaba sellos nuevos y las echaba al buzón del correo. Historia clínica Informó que sufría taquicardia cada vez que lo veía, aunque fuera de lejos. Declaró que se le secaban las glándulas salivales cuando él la miraba, aunque fuera de refilón. Admitió una hipersecreción de las glándulas sudoríparas cada vez que él le hablaba, aunque fuera para contestarle el saludo. Reconoció que padecía graves desequilibrios en la presión sanguínea cuando él la rozaba, aunque fuera por error. Confesó que por él padecía mareos, que se le nublaba la visión, que se le aflojaban las rodillas. Que en los días no podía parar de decir bobadas y en las noches no conseguía dormir. —Fue hace mucho tiempo, doctor —dijo—. Yo nunca más sentí nada de eso. El médico arqueó las cejas: —¿Nunca más sintió nada de eso? Y diagnosticó: —Su caso es grave.

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