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Becaria y sumisa de un abogado maduro – Fernando Neira (Golfo)

El inicio de esta historia se desarrolla en el piso treinta y seis de la torre Agbar, el rascacielos más famoso de Barcelona, dentro de uno de los bufetes de abogados más importante de todo el estado. Josep Lluís Cañizares, uno de sus socios llevaba todo el día estudiando una denuncia contra uno de sus clientes y por mucho que intentaba encontrar una vía con la que este saliera inmune, le estaba resultando imposible. Por ello desesperado, decide ir a ver a su jefe. Como tantas veces al entrar en su despacho comprobó que enfrascado en sus propios asuntos y que por ello no le hacía caso: ―Albert, el pleito de la farmacéutica no hay por dónde cogerlo. Son culpables y sería un milagro que no les condenaran. Su superior, un hombre de cincuenta años y acostumbrado a lidiar con problemas, levantó su mirada y pidió que le explicara el porqué. Josep era el más joven de los socios del despacho y sabía que su puesto seguía en el alero. Cualquier tropezón haría peligrar su carrera y por eso tomando asiento, detalló las evidencias con las que tendrían que lidiar en el juicio. Después de diez minutos de explicación, el cincuentón se ajustó la corbata al cuello y de muy mal humor, soltó: ―Serán imbéciles, ¡cómo es posible que hayan sido tan ineptos de dejar pruebas de ese vertido! La rotundidad de los indicios haría que el caso tuviera un desenlace previsible y funesto. Su colaborador tenía razón. ¡Era casi imposible que su cliente se librara de una multimillonaria multa! ― ¿Qué hacemos? Se lo decimos y que intenten pactar un acuerdo. Albert Roser, tras meditar durante unos minutos, aclaró su voz y respondió: ―No es planteable por sus consecuencias legales. Además de la multa, todo el consejo terminaría en la cárcel. ¡Hay que buscar otra solución! ¡Esa compañía es nuestra mayor fuente de ingresos! Fue entonces cuando medio en broma, su subalterno respondió: ―Como no compremos al fiscal, ¡estamos jodidos! Sus palabras lejos de caer en saco roto hacen vislumbrar una solución en su jefe y soltando una carcajada, respondió: ―Déjame pensar, seguro que ese idealista tiene un punto débil. En cuanto lo averigüe, ¡el fiscal es nuestro! Mientras eso ocurría, a ocho kilómetros de allí, Julia Bruguera, una joven estudiante de último curso, estaba jugando al tenis en el Real con una amiga. Para ella, ese selecto club era un lujo porque no se lo podía permitir al no tener trabajo ni visas de conseguirlo. Por eso cada vez que Alicia la invitaba, dejaba todo y la acompañaba. No llevaban ni cinco minutos peloteando cuando sin darle importancia, la rubia comentó: ―Por cierto, mi padre me ha contado que en un bufete andan buscando una becaria para que trabaje con ellos. ― ¿Cuál? ― preguntó la morena francamente interesada. ―Si te digo la verdad no lo sé, pero espera que le pregunto. Tras lo cual, cogiendo su móvil, llamó a su viejo. Julia esperó expectante mientras su amiga tomaba nota del nombre y de la dirección. ―Se llama Roser y asociados, están en la Torre Agbar. Al escuchar de boca de Alicia que el despacho que andaba buscando abogadas en prácticas era ese dijo a su amiga que se acababa de acordar que tenía una cita y poniéndose una camisa, se fue directamente a casa para cambiarse. «Ese puesto tiene que ser mío», sentenció y sin dejar de pensar en las oportunidades que ese puesto le brindaría para un futuro, tomó la Diagonal.


Veinte minutos después estaba aparcando frente a su casa en un barrio de Esplugas de Llobregat. Ya en su piso, sacó de su armario el único traje de chaqueta que tenía al saber que la vestimenta era importante en todas las entrevistas. «Ese lugar debe estar lleno de ejecutivos con corbata», se dijo mientras involuntariamente se excitaba al pensar en todos esos expertos abogados con sus trajes. Mientras se retocaba frente al espejo, la morena advirtió que se le notaban los pezones a través de la tela y por un momento dudó si cambiarse, pero desechó esa idea al imaginarse a su entrevistador entusiasmado mirándola los pechos. «Joder, estoy bruta», reconoció mientras salía rumbo a ese despacho. El tráfico estaba imposible esa mañana y por eso no fue hasta una hora después cuando se vio frente al imponente edificio. «¡Quiero trabajar aquí!», pensó al entrar al Hall y comprobar que estaba repleto de ejecutivos. Sabiendo que si se quedaba ahí observando a los miembros de esa tribu iba a volver su calentura, buscó un ascensor y tras marcar el piso donde iba, se plantó frente a la recepcionista. La mujer habituada a que aparecieran por ahí todo tipo de personas, la miró de arriba abajo y le preguntó que deseaba: ―Vengo por el empleo de becaria. Educadamente, sonrió y le respondió: ―Señorita, siento decirle que ya no está disponible. El suelo se desmoronó bajo sus pies al ver sus esperanzas hundidas. Durante unos segundos estuvo a punto de llorar, pero sacando fuerzas de su interior, rogó a la cuarentona que al menos la recibiera alguien de recursos humanos para poder darle su “ridiculum vitae”. Por fortuna, justo en ese momento pasaba uno de los miembros del bufete que habiendo oído la conversación se paró y preguntó que pasaba: ―Una amiga me dijo esta mañana que tenían un puesto en prácticas, pero por lo visto llego tarde. El socio le echó una mirada rápida y tras admirar la belleza de sus piernas y el sugerente escote que lucía, le pidió que pasara a su despacho. ― ¿Disculpe? ― preguntó la muchacha sin entender a que venía esa invitación. ― ¿No has venido por un trabajo? ― respondió― El de becaria está ocupado, pero no el de una asistente que me ayude con todo el papeleo ― y tomando acomodo en su sillón, hizo que la morena se sentara frente a él. Mientras Julia no se podía creer su suerte, Albert Roser cogió el curriculum y lo empezó a leer sin dejar de echar con disimulo una ojeada a la cintura de avispa de la cría: ―Veo que tienes poca experiencia. La morena se sintió desfallecer, pero como necesitaba el trabajo contestó: ―Realmente no tengo ninguna, pero ganas no me faltan y sé que podría compatibilizar el puesto que me ofrece con el máster que estoy terminando…― nada más decirlo se dio cuenta que había metido la pata y consciente de las miradas de ese maduro cambió su postura con un cruce de piernas para que ese tipo pudiera admirar la tersura de sus pantorrillas mientras rectificaba diciendo: ―…no tengo problema de horario y estoy dispuesta a trabajar duro todas las horas que hagan falta. Albert embelesado por las piernas que tan claramente esa muchacha exhibía respondió: ―No pagamos mucho y exigimos plena dedicación. ―No hay problema― replicó la joven mientras con descaro separaba sus rodillas en un intento de convencer a su entrevistador regalando la visión de gran parte de sus muslos ―mis padres me pagan el piso y gasto poco. Aunque realmente no la necesitaba el cincuentón decidió que si bien esa preciosidad puede que no sirviera como abogada al menos decoraría la oficina con su belleza y si como parecía encima se mostraba tan dispuesta, pudiera ser que al final sacara en claro un par de revolcones en la cama. Por eso sin pensar en las consecuencias, respondió: ―Mañana te quiero aquí a las ocho. Sorprendida por lo fácil que le había resultado el conseguir el puesto, Julia le dedicó una seductora sonrisa y tras despedirse de su nuevo jefe, moviendo su trasero salió del despacho. Al despedirla, Roser se quedó mirando esas dos nalgas bien paradas y duras producto de gimnasio y mientras intentaba concentrarse en los papeles, no pudo dejar de pensar en cómo sería la cría como amante: ― ¡Está buena la condenada! Ya sin testigos, cogió el teléfono e hizo una serie de llamadas preguntando por el fiscal, pero no fue hasta la séptima cuando un amigo le insinuó que ese tipo estaba secretamente enamorado de la secretaria de un magistrado del Tribunal Superior de Justicia. Esa confidencia dicha de pasada despertó sus alertas y queriendo saber más del asunto, preguntó quién era esa mujer: ―Marián Antúnez.

Al escuchar el nombre le vino a la mente la espléndida figura de esa pelirroja. Durante años cada vez que la había ido a ver a su jefe, había babeado al observar el estupendo culo de su ayudante. Las malas lenguas decían que era corrupta pero como nunca había tenido ningún motivo para comprobarlo, no tenía constancia de si era cierto. «Tengo que hablar con ella», se dijo y tomando el toro por los cuernos, llamó al tribunal en el que trabajaba y directamente la invitó a comer. La mujer acostumbrada a todo tipo de enjuagues comprendió que ese abogado quería proponerle algo y por eso en vez de aceptar una comida prefirió que fuera una cena. Su interlocutor aceptó de inmediato y quedaron para esa misma noche. Al colgar, Albert sonrió satisfecho porque estaba seguro de que un buen fajo de billetes haría que ese bombón obligara a su enamorado a plegarse a los intereses de la farmacéutica…

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