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Barrio perdido – Patrick Modiano

Qué raro oír hablar en francés. Al bajar del avión, siento un pellizco en el estómago. En la cola de la aduana, contemplo el pasaporte, que ahora es el mío, con sus dos leones dorados sobre fondo verde claro, emblema de mi país de adopción. Y pienso en aquel otro, con pastas acartonadas azul marino, que me expidieron hace tiempo, a mis catorce años, en nombre de la República Francesa. Indico al taxista la dirección del hotel temiendo que me dé conversación porque he perdido la costumbre de expresarme en mi lengua materna. Pero permanece callado durante todo el trayecto. Entramos en París por la Porte de Chaperret. Domingo, dos de la tarde. Avenidas desiertas bajo el sol de julio. Me pregunto si no estoy pasando por una ciudad fantasma, bombardeada, tras el éxodo de sus habitantes. Quizás las fachadas de los edificios esconden escombros. El taxi va cada vez más deprisa, como si tuviera el motor apagado y bajásemos en punto muerto la cuesta del boulevard Malesherbes. En el hotel, las ventanas de mi habitación dan a la rué de Castiglione. Corro las cortinas de terciopelo y me duermo. Me despierto a las nueve de la noche. Ceno en el comedor. Aunque aún es de día, los apliques de las paredes difunden una luz cruda. Una pareja de americanos ocupan una mesa junto a la mía: ella, rubia con gafas negras; él, embutido en una especie de esmoquin escocés. Se está fumando un puro y el sudor le corre por las sienes. Yo también tengo mucho calor. El maítre me saluda en inglés y le respondo en el mismo idioma. Por su actitud paternalista comprendo que me ha tomado por americano. Afuera ha caído la noche; bochornosa, sin un soplo de brisa. Bajo los soportales de la rué de Castiglione me cruzo con turistas, americanos o japoneses. Hay varios autocares aparcados ante la verja del jardín de las Tuileries y, en el estribo de uno de ellos, un hombre rubio con uniforme de auxiliar de vuelo recibe a los pasajeros micrófono en mano.


Habla deprisa, en un idioma gutural y en voz muy alta, interrumpiéndose con unas risotadas que parecen relinchos. Cierra la puerta y se sienta junto al conductor. El autocar sale hacia la place de la Concorde; un autocar celeste que lleva en un lateral, escrito en letras rojas: De grote reizen antwerpen [1] . Más allá, en la place des Pyramides, otros autocares. Un grupo de jóvenes con bolsas en bandolera de tela beis están tumbados bajo la estatua de Juana de Arco. Se pasan unas baguettes y una botella de Coca-Cola que vierten en vasos de cartón. Cuando llego a su altura, uno de ellos se levanta y me pregunta algo en alemán. Como no entiendo ese idioma, me encojo de hombros en señal de impotencia. Me adentro en la avenida que corta el jardín hasta el puente Royal. Hay un furgón de policía parado y sin luces. Están metiendo en él a una sombra vestida de Peter Pan. Por los paseos y alrededor de las fuentes, varios hombres de pelo corto y bigote van y vienen, tiesos y enlunados. Sí: el lugar sigue frecuentado por el mismo tipo de gente de hace veinte años, aunque a la izquierda del arco de triunfo del Carrousel, tras los macizos de boj, ya no exista el urinario público. He llegado al Quai des Tuileries, pero no me atrevo a cruzar el Sena para pasearme yo solo, por la orilla izquierda, donde viví mi infancia. Permanezco mucho rato en la acera, mirando el flujo de coches, el parpadeo de los semáforos y la mole oscura de la estación de Orsay, al otro lado del río. Al regresar, los soportales de la rué de Rivoli están desiertos. Nunca he padecido tanto calor de noche en París, lo que aumenta el sentimiento de irrealidad que experimento en medio de esta ciudad fantasma. ¿O soy yo el fantasma? Busco algo a qué aferrarme. La antigua perfumería panelada de la place des Pyramides es ahora una agencia de viajes. Han reformado la entrada y el hall del Saint-James et d’A Ibany. Lo demás sigue igual. Igual. Me lo repito en voz baja y a pesar de todo me siento flotar en esta ciudad. Ya no es la mía, se cierra cuando me aproximo a ella, como el escaparate enrejado de la rué de Castiglione, ante el que me he detenido y que apenas refleja mi imagen. Varios taxis aparcados; pienso en tomar uno para dar un largo paseo por París y ver de nuevo los lugares que me eran familiares.

Pero siento miedo: el de un convaleciente que no se atreve a hacer esfuerzos demasiado violentos los primeros días. El conserje del hotel me saluda en inglés. Esta vez le respondo en francés, lo que parece sorprenderle. Me tiende la llave y un sobre celeste. —Un mensaje telefónico, señor. Abro las cortinas de terciopelo y las dos hojas del mirador. Hace más calor afuera que en la habitación. Desde el balcón se ve, a mano izquierda, la place Vendóme anegada de penumbras y, al fondo, las luces del boulevard des Capucines. De vez en cuando para un taxi; oigo el cerrar de las puertas y retazos de conversaciones en inglés o en italiano. De nuevo me apetece salir a dar un paseo, sin rumbo. En este mismo instante, alguien estará llegando por primera vez a París, emocionado e intrigado al pasar por unas calles y unas plazas que, esta noche, a mí se me antojan muertas. Rasgo el sobre azul del mensaje. Yoko Tatsuké ha llamado al hotel durante mi ausencia: si quiero contactar con él, estará mañana, todo el día, en el Concorde-Lafayette de la Porte Maillot. Me siento aliviado de que me haya citado tarde, para cenar, ya que la idea de cruzar París en pleno día, bajo un sol de justicia, me abruma. Al atardecer salgo a estirar las piernas por los soportales. Entro en una librería inglesa de la rué de Rivoli. En la sección «detective-stories» veo uno de mis libros. O sea, que en París venden la serie Jarvis de Ambrose Guise. Como la foto del autor que ilustra la solapa del libro está muy oscura, pienso que nadie de los que me habían conocido antaño aquí, en Francia, se habrá percatado de que el tal Ambrose Guise soy yo. Hojeo el libro con la sensación de haber abandonado a Ambrose Guise al otro lado del canal de la Mancha. Veinte años de mi vida quedan de pronto eliminados. Ambrose Guise deja de existir. He vuelto al punto de partida, entre el polvo y el calor parisinos. De regreso al hotel, siento en el estómago un nudo de ansiedad: nunca se vuelve al punto de partida. ¿Habrá alguien que aún recuerde mi vida anterior, la de ese joven que vagabundeaba por las calles de París confundiéndose con ellas? ¿Quién podría reconocerlo en el escritor inglés de americana beis, Ambrose Guise, autor de los Jarvis? Subo a la habitación, corro las cortinas y me tumbo, cruzado en la cama.

Echo una ojeada al periódico que habían pasado por debajo de la puerta durante mi ausencia. Hace tanto tiempo que no leo en francés que, de nuevo, la desazón se apodera de mí; una especie de titubeo, como si recuperase retazos de mí mismo tras una larga amnesia. Leyendo al azar veo, al final de una página, una sección con la lista de visitas guiadas para el día siguiente: La Tour Eiffel. 15h. Punto de encuentro: pilar norte. Curiosidades y subterráneo del monte Sainte-Geneviéve. 15h. Punto de encuentro: metro Cardinal-Lemoine. El viejo Montmartre. 15h. Punto de encuentro: metro Lamarck-Caulaincourt. Cien tumbas diversas en Passy. 14h. Punto de encuentro: intersección de la avenue Paul-Doumer con la place du Trocadéro. Jardines del viejo Vaugirard. 14h 30. Punto de encuentro: metro Vaugirard. Palacetes del Marais norte. 14h 30. Punto de encuentro: salida del metro Rambuteau. Aspectos desconocidos del canal de l’Ourcq: el puente levadizo de la Villette y los depósitos del Quai de la Loire. 15h. Punto de encuentro: intersección de la rué de Crimée con el Quai de la Loire. Palacetes y jardines de Auteuil. 15h.

Punto de encuentro: metro Michel-Ange-Auteuil. Duración 1h 45 (Presencia del Pasado).

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